Los humanos, dice Vargas Llosa, «empezaron, después de inventar el lenguaje, a contarse historias». Puede ser. Pero es posible que más bien inventaran el lenguaje porque tenían algo que contarse, y que muy pronto solo las historias fueran capaces de expresar en alguna medida todo lo que tenían que decirse entre ellos.

Contar(se) lo que pasa es probablemente el oficio más antiguo del mundo, con permiso de todos los demás, porque ante lo que ocurre los hombres no tenemos más defensa que asimilarlo narrativamente. En realidad los sucesos no se han consumado como acontecimientos típicamente humanos hasta que se cuentan. El hecho del que no tenemos nada que decir apenas es un hecho, y sin historias que lo cuenten se desvanecerá.

Y es que las historias y la información forman parte de la realidad encontrándole su sentido y poniéndolo a disposición de quienes lo comparten entre sí formando un cierto sentido común, una cierta sociedad. De otro modo es imposible que celebremos, denunciemos y lamentemos o aborrezcamos juntos. De ahí que las historias no sean solo lo que contamos sobre lo que hacemos o nos sucede, sino parte principal de lo que sucede y hacemos.

Contar lo que pasa es también darle forma a lo que pasa. De hecho, de lo que pasa y nos pasa, sabemos lo que sabemos porque nos lo contamos como nos lo contamos. Así que los medios de comunicación no solo forman parte sustancial de la identidad y forma de nuestras comunidades, sino de lo que les sucede y de cómo lo asimilan narrativamente, es decir, en común.

El público al que congregan las historias sobre lo que ocurre es la prefiguración del sentido de lo público en las sociedades humanas. Eso fueron las narraciones homéricas, el teatro clásico, los Evangelios, la literatura moderna y ahora también los medios de comunicación. Hasta que se cuentan los hechos no han ocurrido en público y, por tanto, el público mismo no se ha constituido o no se ha reconocido a sí mismo como tal.

No hay sociedad humana que para serlo pueda prescindir del espacio público que componen las múltiples y cruzadas narraciones en disputa sobre el sentido de lo sucedido y la dirección de lo que hay que hacer. De esa imprescindible misión social participan cada uno a su modo los oficios de la literatura, la poesía, la historia, la sociología, la economía, la filosofía o el periodismo. Lo típico del periodismo, me parece a mí, es darle a lo que sucede la naturaleza de lo público, es decir, de lo que ocurre a la vista y el juicio de todos. En ese sentido son como plazas o lugares públicos y cumplen socialmente lo que tales espacios en las ciudades: son el centro.

Se trata, pues, de la principal infraestructura de lo público como tal, tan decisiva incluso como la red institucional de servicios o las infraestructuras materiales. No se trata de minimizar la importancia de éstas, pero si la vertebración de un territorio y de una comunidad depende de la red de vías terrestres e institucionales que distribuyen los recursos, la comunidad misma solo se establece en tanto que alguien cuenta lo que sucede ante otros que, por eso mismo, se saben y se toman por parte de algo común.

El efecto de todo lo anterior es que quienes leemos un mismo relato sobre lo que ocurre nos descubrimos siendo conscientes de compartir una misma suerte, por muchas y grandes que sean nuestras divergencias al respecto. «Suerte» (en latín, sors), significaba una parte de tierra de labor separada de otras por sus lindes. Compartir una misma suerte es compartir un mismo lugar en el «sorteo» de lo que somos. De hecho, toda vecindad significa exactamente eso, a saber, compartir una suerte común. Los extraños que se unen para asumir una misma suerte se hacen «consortes», pero si se unen para compartir la misma suerte solo en lo público, entonces ese «consorcio» se llama vecindad o, mejor, ciudadanía.

Saberlo, es decir, saber que en lo público y a diferencia de otros, nosotros corremos una misma suerte, es sabernos una comunidad singular. Dar noticia de lo que nos pasa, y contar el sentido de lo que ocurre en público, es tanto como constituir dicho público, pues las comunidades para serlo necesitan saberlo: somos INFORMACIÓN.