En el preámbulo del primer contacto con la pintora Mira Perceval para configurar el logo del 75 aniversario, María comentó cuánto le había gustado Sevilla, de donde acababa de volver, comentario al que tembloroso de placer apostillé «si es que mi pueblo...». Entre sorprendida e incrédula, la integrante de una familia tan arraigada en estos contornos repuso: «¡Ah! ¿Pero tú no eres de aquí?». No podía haberme hecho un elogio mayor. El propósito de cualquier desplazado es el de confundirse con el paisaje que lo acoge y, de dedicarse a lo que nos dedicamos, se convierte en obligación. Desde el día en que llegué 37 años atrás tuve la suerte de contar con guías de primer orden. Jesús Prado, Vicente Peris y Antonio Vivo me ayudaron a situarme a una velocidad de vértigo, radiografiando a los clásicos y desvelando claves esenciales, lo que me posibilitó reemprender sobre una red mullida la carrera con la que siempre soñé.

Tuve la potra de entrar a los 18 añitos en El Correo de Andalucía que, en la antesala de la muerte de Franco, no era un sitio cualquiera. Se trataba de una guarida combativa. Tras haber contado con el cura Javierre al frente, fue accediendo a material diseñado en habitáculos clandestinos que iban haciéndose su hueco en las páginas para asombro de la concurrencia.

Un director terminó detrás de los barrotes después de haberlo hecho su segundo de a bordo por firmar una entrevista con Isidoro a la vuelta de Suresnes. Al entonces abogado laboralista trastocado a día de hoy en jarrón chino de los que también causa sensación, lo dejaron ir. Dado que los informes secretos confluían en que aquel joven seductor jugaría con sus morritos un papel determinante a la vuelta de la esquina, la brigada no le echó el guante. Así se escribe la historia y quise seguir haciéndolo en un emblema como el vespertino Informaciones que se bajó de La Castellana al Guadalquivir para rociar sus páginas de embrujo. Con vistas a ello sedujo a renombrados colegas esparcidos por el territorio y no dudé en irme de aprendiz insolente, pero la ilusión duró apenas nueve meses y tocó abrirse en canal para buscarse las habichuelas.

Al cabo de un tiempo de vivir como Dios con los dividendos del desempleo, me hablaron de un periódico por Alicante y no lo dudé. A nada de hacerlo, noté la molla que contenía. Pese a las apariencias descritas, las embarcaciones precedentes estaban bastante lejos de desenfundar los planteamientos de vanguardia que bullían en el laboratorio sito en la calle Quintana: contínuas puestas en común; análisis a conciencia de los textos que habían salido; radiografía de la competencia; pirámide invertida; preocupación por pulir textos y por acceder a historias con tirón; cruzada contra el abuso del teléfono y apuesta por pisar la calle al paso de Tom Wolfe; inquietudes a babor y estribor, pasión por el oficio y criterio, mucho criterio. El incesante soplo de toda aquella concienciación emergía del despacho del director.

Por fin me tocaba en suerte alguien que no estaba loco ni era un temerario ni más escritor que articulista ni un politicastro de tomo y lomo, sino un periodista desde que se levantaba hasta que se acostaba. Aunque a estas alturas sé que no destapo noticia alguna, Jesús Prado es de esos seres que ya no se fabrican. No lo recuerdo nunca por medio. Trasladaba su visión de la jugada, expandía el germen en los términos que requería cada situación y dejaba hacer trasvasando a los discípulos dosis de confianza con la dimensión apropiada para que cada uno fuera labrándose su diagnóstico y tallándose una personalidad de paso. Apoyado en el sentido común resultaba tan indestructible que alguno, con excesiva prisa en ocupar su demarcación, conspiró y conspiró hasta salir trasquilado. Incluso en época plagada de sobresaltos domésticos, el dire no dejó de señalar que nuestro único norte era el interés de los lectores.

Tanto sedimento requería de un nuevo impulso que no podía propiciarlo el Estado como empresa ya que, para cambiar de Olivetti, los servicios centrales demandaban no sé cuántas instancias con los consiguientes meses de espera. Bien adentrados en los ochenta, esta casa necesitaba de una buena movida. Y la tuvo, vaya si la tuvo. La cogió por banda un editor treintañero que era toda una incógnita y que, no obstante, fue poniendo en órbita al diario y a sus hermanos de estación. De cada reunión con Javier Moll salíamos molidos. «Nos va a matar», decíamos sotto voce lógicamente. La demanda era constante: mejora de contenidos, nuevas secciones, hay que mojarse, más ediciones, intenso contacto con la sociedad, abrir foros, coleccionables, historia y tradiciones locales al por mayor, iniciativas editoriales de todos los colores... y un axioma que les sonará: por encima de todo, el interés de los lectores.

Tuvo ocasión de demostrarlo y lo demostró. La prueba de fuego llegó a manos de la manera de entender el poder de una autoridad -civil, en este caso- y el editor la superó de tal modo que, a resultas de aguantar el pulso, es posible que en ningún otro grupo de comunicación se disfrute de la independencia y libertad que en éste. Los profesionales entendieron lo que había en juego y, gracias a su convencimiento, solidificaron frente a peligros de esa naturaleza una cabecera en Alicante poco menos que indestructible. Siento orgullo, para qué voy a engañarles.