No ha sido, en verdad, pródiga la vida con esta criatura de apenas 30 años, una inmigrante más que llegó a Alicante hace unos siete creyendo que iba a encontrar en las cálidas arenas levantinas, paraíso del turismo internacional, su particular Eldorado de felicidad, y se hundió casi sin saber cómo en el fondo de un infierno de golpes, insultos y humillaciones que terminaron una noche de domingo en el portal de una casa prestada, a espaldas de la Comandancia de la Guardia Civil, quién lo hubiera dicho, con un rotundo y definitivo degüello. Vaya una a saber si hubiera sido otra su suerte de haberse quedado en San Petersburgo, donde nació, sin meterse en aventuras. Pero el caso es que se metió, y se vino.

Cuenta su amigo Eugeny Lagutin, ruso como ella pero con más suerte porque ha conseguido montar una empresita de importación y exportación de azulejos y porcelanas, que el pasado 15 de octubre recibió por teléfono de Lana, que es como él la llama, una desesperada súplica de auxilio: ¡Salva mi vida, por favor! Y que acudió enseguida con el coche para recogerla a ella, a su hijo Christian de cinco años y toda la ropa y enseres que les cabían, y refugiarlos en su propia casa en la Plaza de Santa Teresa, lindando con Díaz Moreu. Y cuenta que no lo dudó un minuto porque hace algún tiempo, una noche que hacía mucho frío, lo había llamado también para que la ayudase y la encontró en la calle, en pijama y con la cabeza chorreando sangre, y ella le dijo que acababa de escaparse de la casa donde su última pareja, y la madre de su pareja, la estaban golpeando. Pero por esas cosas extrañas que hacemos a veces las mujeres, que siempre andamos con el corazón por delante de la cabeza sin pararnos a pensar en los riesgos que eso conlleva, Svetlana volvió a convivir con aquel hombre. Incluso retiró una denuncia de malos tratos que estaba interpuesta, dicen que no por ella misma, y no quiso saber de órdenes de alejamiento. Si esa decisión fue por amor, por dependencia o simplemente por miedo nunca lo sabremos: se ha llevado con ella el secreto al otro mundo.

Al principio de llegar a Alicante Svetlana vivió en un hostal de los baratos, para más no tenía, se puso a buscar trabajo para sobrevivir y lo encontró en el ramo de la hostelería. Siendo camarera conoció al vigilante de un club; se llamaba Rafael y era muy grande, muy fornido, con la piel muy oscura. Y debió de enamorarse porque cuando en la calle Maisonnave, hace cinco años, se cruzó con Eugeny, ella llevaba en un carrito un bebé casi recién nacido y andaba acompañada por su madre, que había venido de Rusia a conocer al nieto. Y le dijo que se había casado y que iba a ser feliz viviendo en una zona muy bonita, la Playa de San Juan.

Sin embargo, un vecino de la Urbanización Arenas Blancas, en la cual tenían alquilado un piso a nombre de ella y su pareja, asegura que nunca el hombre llegó a vivir allí; que era ella sola la que lo ocupaba con el niño y él venía de vez en cuando; y que tuvo más de un enfrentamiento con los vecinos porque era varón de genio fuerte y pocas bromas y se decía también que, aparte de vigilante de club, tenía otras ocupaciones en las que las mujeres, más que personas, eran útiles de trabajo. Dice el vecino que Svetlana era encantadora y dulce, una delicia de mujer pero con frecuencia triste; que no hablaba con la gente y era muy solitaria. Y que con su hija solía jugar habitualmente Christian que era también encantador, e incluso se quedaba en su casa a comer o merendar cuando Svetlana tenía que salir y no era hora de colegio, porque el niño estaba escolarizado como todos los de su edad, pero tenía pocos amigos en la urbanización porque sus padres no aceptaban al hijo de la rusa. Luego algo pasó entre Svetlana y su pareja, tan poco convencional, y empezó a aparecer por la urbanización otro hombre, por nombre Ricardo, que también tenía problemas con los vecinos por su falta de buenos modos. El primer hombre de Svetlana venía también algunas veces, a visitar al hijo. Y luego en 2005 llegó lo del desahucio, que es lo que pasa siempre cuando los alquileres sin pagar se acumulan, y Svetlana y su niño tuvieron que abandonar la urbanización y se fueron a vivir con Ricardo.

Hay una larga historia, publicada últimamente con profusión en los medios nacionales y extranjeros, de malos tratos y condenas antiguas y sinsabores varios. Y otra muy reciente, muy incomprensible, casi surrealista, de una cadena nacional de televisión que invitó a un programa a Svetlana con el secuelo siempre ilusionante de una sorpresa secreta, y era un engaño porque allí la esperaba el hombre del que ella había huido, temiendo por su vida, para refugiarse en casa de su amigo Eugeny. El público que sigue esos programas, que tristemente es mucho, pudo ver en directo la expresión de terror de la rusa, y el montaje tan ridículo como patético, a más de vergonzante, de un hombre con una vieja condena por maltrato a cuestas doblando la rodilla ante Svetlana con un anillo en la mano, haciéndole promesas de amor y pidiéndole volver con él. Y una presentadora de muchas campanillas y copiosa audiencia escarbando en el morbo, insistiendo en la pregunta, ¿vas a volver con él o no?, hundiendo el dedo en la llaga sangrante de la mujer sin un átomo de piedad y revolviendo a fondo, sin pudor, sin sentido de la responsabilidad, sin pararse a calcular las posibles consecuencias trágicas de tamaño desafuero. Olvidando, se supone, o pasando por alto, o no parando mientes en la realidad tremenda que también ha sido ya publicada: que varias mujeres, después de haber sufrido en ese mismo programa situaciones iguales o parecidas, han resultado asesinadas con posterioridad por sus machos despechados, incapaces de aceptar un no, sin la hombría ni el cuajo ni el valor de reconocer que cualquier mujer tiene el derecho de escoger al hombre al lado del que quiere despertarse cada mañana.

De qué le valió a Svetlana que Eugeny, antes de salir de viaje hacia Moscú, le comunicase al presidente de la comunidad de vecinos del inmueble de la Plaza Santa Teresa, lindando con Díaz Moreu, que estaba dándole una mano de pintura a su piso porque en él se quedaba una amiga que tenía un niño pequeño, y quería que se encontraran tan cómodos como seguros. De qué le valió a Svetlana ser discreta y silenciosa, prudente hasta el extremo, no hablar casi con nadie, limitarse a saludar con amabilidad a los vecinos cuando se los cruzaba, agacharse a acariciar el perro de alguno de ellos porque la ternura de su carácter así se lo pedía. Dice Eugeny que Lana, cuando hablaban por teléfono, se mostraba muy asustada, con mucho miedo, muy angustiada porque quería volver a Rusia pero la burocracia, siempre la maldita burocracia, se lo impedía porque faltaban unos detalles para que el pasaporte de Christian estuviera dispuesto, y sin su hijo cómo había de irse ella.

Así que Svetlana salía lo justo, a comprar productos de su tierra en el Kruif o en el Kaskad, esos arenques sin los que los rusos no saben vivir, esos alimentos cargados de paprika que le sabían a estepa, y a cielos infinitos, y a las torres preciosas de su San Petersburgo. Salía mirando primero a derecha y a izquierda, con miedo a encontrarse con el hombre que la tenía aterrorizada, no sólo él sino su familia, esa madre que se cansó de llamarla «la guarra que le iba a buscar la ruina al hijo», ese padre que no sólo respaldaba y aprobaba los malos tratos sino que no se privó de amenazarla directamente de muerte, al cabo qué importa amenazar a una mujer, y encima extranjera, el hombre tiene el mando siempre y en España eso ni se discute. Y a quien no le guste, que se quede en su país.

En el Kaskad, donde los rusos se reúnen con frecuencia porque la nostalgia es un dogal que aprieta la garganta y sólo puede aflojarse un poco encontrándose con compatriotas y hablando en el idioma propio, hay detrás de la barra, entrando a la derecha, un azulejo que seguramente fue puesto allí como decoración, sin pensar en más profundidades, y ahora, después del asesinato de Svetlana, es un grito que hiela la sangre: «La vida nos enseña a vivir a punto de morir. ¡Qué putada!». ¿Qué pensaría Svetlana al verlo cuando iba a comprar? ¿Intuiría que era un mensaje críptico, escrito exprofeso para ella? Porque ella, aunque tarde, ya estaba enseñada: había aprendido que el perdón, con los hombres que tratan a las mujeres como si fueran objetos de su propiedad a los que puede pisotearse y aporrearse, más que una virtud es un suicidio. Había aprendido que el amor sabe vestirse con ropajes falsos, que el arrepentimiento es una burda mentira en boca de los hombres que antes que hombres son bestias, que el que pega una vez con saña a una mujer le pegará dos, y diez, y veinte. Sobre todo si su propia familia le jalea por ello, y le apoya y colabora. No cabe duda: Svetlana ya sabía muchas cosas que antes ignoraba o se negaba a saber. La vida se lo había enseñado ya. Luego ya estaba a punto para la muerte.

Eugeny, que está ahora muy lejos en una tierra de clima frío y corazón ardiente, habla con rabia y con tristeza de lo que Lana no paraba de decirle: que, casi desde el día siguiente de venir ella y el niño a ocupar su casa, el BMW color plata de Ricardo no dejaba de hacer pasadas por las calles San Vicente y Calderón, del Kruif al Kaskad, del Kaskad al Kruif, aguardando el momento de sorprenderla en una de sus salidas a comprar. Que ella andaba como una fugitiva, escondiéndose, mirando para atrás a cada paso, con el estómago encogido de miedo por el posible encuentro. Debió de preguntar mil veces por ella en los dos establecimientos, y mil veces debieron de responderle que no la habían visto, y mil veces debió de estar seguro de que le mentían. Así que insistió, con sol y de noche, día tras día, hora tras hora. En algún momento la vio y la siguió. Y por eso estuvo llamando, la noche del domingo, a todos los timbres del inmueble donde Svetlana estaba refugiada, preguntando dónde vivía la rusa. Y por eso hay varios testigos de que lo vieron aquella tarde por los alrededores.

Cuando llegó la muerte en el filo de acero, que no fue una putada sino un crimen execrable, dicen que oyeron gritos, y que intentaron acudir a prestar auxilio a aquella mujer de cuello más blanco que los de las españolas, los eslavos a veces parecen traslúcidos, pero era tarde: ni el hospital sirvió para salvarla, agonizó hasta el lunes y murió. La Ley está buscando el culpable cierto, y mientras no haya un juez que lo declare nadie puede acusar, nadie puede decir: éste la mató. Sólo hay una cosa que se puede decir, y escribir, y gritar con absoluta seguridad, con infinita angustia, con dolor de hembras heridas en lo más hondo de nuestra hembritud las que hembras somos: Svetlana está muerta.

Después del degüello, con el portal aún embarrado de sangre fresca y huellas de las deportivas del asesino, un hombre que no vivía en el inmueble puso un ramo de flores y encendió dos velas. Lo que no se ha dicho es que, esa misma noche, alguien las robó y hubo que reponerlas. Tampoco se ha contado que algunos vecinos del inmueble empezaron a recabar firmas, pero no para condenar el cobarde asesinato, ni para hacer una colecta con la que ayudar a enviar el cuerpo de Svetlana a su Madre Rusia, no. Se trataba de algo menos sentimental: querían que se colocara una reja obstruyendo la entrada del portal; más vale prevenir que curar, debían pensar.

Eugeny, siempre Eugeny porque en el resto de la comunidad rusa hemos topado con un hermetismo infranqueable, ha contado que Svetlana trabajó, antes de refugiarse en su casa, de ayudante de cocina en el restaurante Meli Melo de la Playa de San Juan; pero allí dicen que fueron dos días, nada más. Ha contado cómo se dio cuenta de que su amiga una vez más se había vuelto a equivocar de hombre, un día que entró él al Kruif y estaba ella allí, con Ricardo; y que cuando iba a darle un abrazo de saludo, porque hacía meses que no se encontraban, ella le dijo con un hilo de voz y temblando: No, por favor, no, que él está vigilando, no puedo hablar contigo ni con nadie porque si lo hago, al llegar a casa me pegará otra vez. Y dice también Eugeny que no se le va de la cabeza su sonrisa, porque su amiga Lana era muy dulce, muy inteligente y llegó a España cargada de ilusiones pero no tuvo suerte: confiaba demasiado en el amor, y eso la mató. Dice. Y qué razón lleva.

Otra cosa que dice, y que es tan dura que hasta se hace difícil de transcribir, es que el mismo día del asesinato, cuarenta minutos antes del tajo que le cortó la garganta, Svetlana estuvo hablando con él, que se encontraba en San Petersburgo y, por primera vez en mucho tiempo, en su voz había un leve timbre de esperanza, una chispa muy fugaz de algo parecido a la alegría: por fin podré escapar de este terror -le dijo-, el día 22 de diciembre recojo el pasaporte que autoriza a Christian a salir de España y nos vamos los dos enseguida; esta Navidad la pasaremos contigo en Rusia. Svetlana, qué pena, no sabía que sólo cuarenta minutos más tarde para ella se habrían terminado todas las Navidades. Pero algo había en sus palabras que alertó al amigo: Christian no estaba en casa aquella noche. Svetlana, acorralada ya por el pánico, lo había mandado a pasar unos días con su padre. Para que si a ella la mataban, al menos su hijo no corriera peligro. Debió de ser una premonición, quién sabe, las madres dicen que tenemos un sexto sentido. Ella lo tuvo. Y Christian está vivo.

Aunque asusta pensar lo que la vida ha hecho con ese niño desde la misma cuna. Qué camino de penas le espera en la infancia, la adolescencia, la juventud, la madurez, arrastrando la implacable cadena perpetua de saber que su madre fue degollada por una mala bestia un maldito domingo de noviembre. Qué futuro le aguarda, qué hará con tanto dolor y tanto desamparo aplastándole la inocencia, qué será de él cuando los años pasen y, si no sale un hombre de bien y fundamento con puesto de trabajo estable y mansedumbre para acatar todas las leyes que quieran imponerle, surjan las voces patriarcales de siempre sentenciando: y qué se podía esperar de él, de tal palo tal astilla, era carne de cañón.

Yo no sé qué será de Christian: pero si sé que nunca podré sentirme libre de la parte de culpa que me toca por su atroz destino. Y, lo mismo que yo, esta España mía, esta España nuestra que cantaba Cecilia, y que tantas ilusiones despierta en quienes no la conocen más que de oídas y vienen aquí a labrarse un futuro, tampoco puede librarse de la parte de culpa que le toca en la muerte de todas las mujeres que han sido degolladas, abrasadas, muertas a patadas, estranguladas, desangradas con las tripas fuera por un macho cobarde del que el sistema no alcanzó a librarlas a tiempo. Porque a Svetlana la remató su asesino directo, pero la llevó justo hasta el filo del cuchillo el sistema. Y quien se niegue a verlo es que no tiene ojos o no quiere usarlos. Un sistema que falla, que no ofrece la protección necesaria a quienes más la necesitan, que está plagado de agujeros a través de los cuales se escurre a chorros la sangre de todas estas mujeres que tendrían que estar vivas y están muertas. Como Svetlana. Como las que matarán mañana, o la semana que viene, o la otra. O el 22 de diciembre por ejemplo, que era el día que la burocracia había designado para que Svetlana pudiera escapar de su asesino. Pero no le dio tiempo, y ahí está: en la cámara frigorífica de La Siempreviva.

Mientras, sobre el papel las leyes contra la violencia de género prometen garantía y protección, y en los foros hay voces autorizadas proclamando que vamos por buen camino, y se airea a los cuatro vientos lo eficaces que van a ser las medidas que nos ponen a cubierto del salvajismo de los hombres que ni ese nombre merecen. Pero, a la hora de la verdad, no hay más que abrir un periódico o encender una televisión para saber que las órdenes de alejamiento no se entregan a tiempo, que no hay suficientes medios para proteger a quienes están amenazadas de muerte, que los vecinos de las maltratadas relatan, con la muerta aún caliente, los años que llevan oyendo los golpes y los gritos y presagiando que va a pasar una desgracia. Y sin mover un dedo.

Svetlana quería venir a España. En un radio de pocos metros de su degolladero hay un cuartel de la guardia civil, una iglesia, una plaza de toros: más España, imposible.