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La cuarta vía

La educación en valores se recibe en el aula y en el patio, no en una videoconferencia

Desescalada del covid-19. Abren las discotecas, debate sobre cuántos aficionados entrarán en los campos de fútbol a finales de mes, pero los escolares siguen en casa

Una madre camino del colegio con sus hijos en una imagen del pasado octubre. PILAR CORTÉS

Desescalada del covid-19. Vuelven a abrir las discotecas, partidos de fútbol con aficionados en las gradas a finales de mes, pero los colegios siguen cerrados y sin un criterio claro sobre lo que sucederá en septiembre, porque lo hoy es blanco mañana es negro, aunque el conseller Marzà moviera ficha el jueves. Por aquello de haber nacido hacia la mitad de los años 60 del siglo XX estoy, como muchos cincuentones, enclavado en la generación del «baby boom», aquella a la que nuestras madres alumbraron en los primeros años del renacer económico de España, en la que el «Nodo» precedía a la última de Humphrey Bogart con noticias sobre el último coche fabricado en la Seat de Barcelona. Me eduqué en los Jesuitas, recuerdo que en mis primeros pupitres de madera todavía estaba aquel agujero que años atrás se utilizaba para depositar la tinta con la que recargar las plumas. Diez años estuve en el colegio y los diez con los mismos compañeros -entonces no se cambiaba cada curso-, o sea con 42 alumnos -recuerden lo del baby boom-, muchos de los cuales todavía siguen en mi retina gracias al WhatsApp, esa red social que 38 años después me ha permitido reencontrarme con amigos de los que no sabía nada desde la foto de COU.

Compañeros de clase con los que durante diez años pasé más tiempo casi que con mi propia familia, pues tras las jornadas intensas y diarias, los sábados también nos juntábamos. O en el patio del colegio para jugar un partido, o en las salidas que organizaba el hermano Azkue a los montes de los alrededores de mi Bilbao natal. Con el tiempo llegarían las primeras cervezas, las fiestas, el fin del colegio y la Universidad, pero siempre bajo un mismo nexo de unión, el contacto físico. Todos juntos, en clase y en la calle. Entonces ni existía internet, ni, por supuesto, ese maldito virus (había otros), que nos ha tenido confinados tres meses en casa, ha transformado el curso escolar, y que ahora parece controlado, aunque amenace con regresar en otoño y ponerlo todo, de nuevo, patas arriba, sanitaria y socialmente.

Decía que el covid-19 acabó en marzo de un plumazo con el curso escolar. Colegios, institutos y universidades cerraron antes que los hoteles y, de repente, unas voces que responden al nombre de « Siri» o « Alexa» se convirtieron en algo parecido a lo que Kubrick avanzó en 1968 « Hal 9000», aquella supercomputadora que en «2001, una odisea en el espacio», que termina controlando, para mal, a un grupo de astronautas en misión espacial. Sin quererlo, el director, en otras, de «El resplandor» daba hace 52 años la primera pincelada de lo que hoy se conoce como Inteligencia Artificial, tan necesaria, pero, por qué no apuntarlo, tan contrapuesta a las relaciones humanas, esas que el coronavirus ha destrozado en el ámbito de la educación.

No conozco a un profesor ni, mucho menos, a un alumno que no haya acabado hasta las narices de las clases no presenciales, que consisten en sentarte frente al ordenador o, pásmense, ante el teléfono móvil, para asistir a un encuentro telemático en el que todos terminan con cara de bobo o boba, o dormidos, y esto es extensible al resto de reuniones de trabajo sometidas la dictadura de la videoconferencia. No digo que no sean útiles y que no facilitan el que se pueda celebrar una reunión de trabajo entre un arquitecto de Boston y otro en su despacho del centro de Alicante, pero la educación a distancia, como que no. Los alumnos, sobre todo en sus primeras etapas, necesitan sentir el aliento del profesor o la profesora en el cogote, compartir dudas, experiencias, compartir una anécdota o una experiencia en clase y jugar en el patio. En definitiva, lo que conocemos como socialización. ¿Qué también se puede lograr jugando al My Craft? No es lo mismo, incluso asusta. Los alumnos y las alumnas necesitan el contacto físico, que les reprenden, que les feliciten, comer juntos en el comedor. Que les inculquen esos valores que solo se puedan transmitir en el día a día, primero en casa, por supuesto, pero también en el colegio, el instituto y hasta en los campus.

Por ello aterra leer que por ese respeto al covid-19, y sin que haya terminado todavía el curso 2019-2020, en la Universidad de Alicante ya se haya decidido que hasta diciembre, al menos, habrá que compaginar clases presenciales y telemáticas, y parece que podría ser también la fórmula en colegios e institutos, aunque esta semana la ministra Celaá haya aportado algo de luz. Es complicado, nadie lo niega, volver a convivir como lo hacíamos antes de la pandemia cuando todavía no tenemos la vacuna pero, por esa regla de tres, qué pintamos ya en playas, cines, discotecas o terrazas, pero sin volver al colegio, al instituto o a la universidad. Hay que acostumbrarse a vivir con el virus en nuestro día a día y, en el caso de los alumnos y alumnas, éste es en el aula.

Habrá que organizarse con todas las medidas sanitarias y de prevención necesarias, pero el confinamiento no parece la mejor solución para la educación en valores. Esa que, por otro lado, tanto se echa en falta en los últimos tiempos. Si ya es difícil controlar a muchos alumnos en el aula, imagínense a algunos de estos, afortunadamente no son todos, pensando que el profesor sólo es una voz que sale del portátil.

Necesitamos poner motes, reír, soñar, enfadarnos y que, retrotrayéndome a sexto de EGB en mi cole, atesorar experiencias como cuando el señor Bronte, de Literatura, organizaba el reparto del «Rey Lear» de Shakespeare, mientras éste que escribe solo podía aspirar a ser Osvaldo, el criado de Gomersinda, José Ramón Arriandiaga, gran delegado y mejor persona, siempre era el rey. Hasta de árbol actué en las obras organizadas por aquel profe que se quedó con el apodo de «Tato» por aquello de que nunca pudo pronunciar la conjunción «por lo tanto»

Si ya ha sido catastrófico el confinamiento para miles de padres y madres con trabajo -disfrutar de él no es poco en estos tiempos- cuando el coronavirus acabó con el curso presencial, ¿alguien se puede imaginar qué sucedería en septiembre si todo siguiera igual? Profesores y alumnos deben trabajar en el aula, sobre todo en esas edades tempranas en las que vamos formándonos y el contacto físico resulta fundamental. El «My Craft», en casa y un ratito. Y, ojo, controlado, que he podido comprobar que en algunos juegos a los que acceden niños de siete años se cita hasta la palabra suicidio. Bromas las justas.

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