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Juan R. Gil

Análisis

Juan R. Gil

La náusea

Hache -la historia es real, pero la llamaré así por respeto a sus familiares- falleció esta semana de un infarto agudo de miocardio que la fulminó a traición

Hache -la historia es real, pero la llamaré así por respeto a sus familiares- falleció esta semana de un infarto agudo de miocardio que la fulminó a traición. Dedicada al sector inmobiliario, la Gran Recesión de 2008 arrasó su vida y como muchos otros no encontró otra salida que la de sumergirse. La precariedad se instaló desde entonces en su calendario. Quienes la conocían dicen que en los últimos días estaba presa de una gran agitación. Sentía una enorme tristeza al ver Benidorm -«su» Benidorm- desierto, y repetía una y otra vez la pregunta sin respuesta: «¿Cómo vamos a salir de esto?». El confinamiento no hacía más que incrementar su agobio: demasiadas horas para pensar en un futuro que ella, más que incierto, cada vez veía más negro. Apenas traté en vida a Hache, sólo hablé con ella un par de veces. Pero su muerte me ha golpeado de una forma mucho más fuerte de lo que yo mismo podía imaginar. En medio de esta pandemia, Hache ha sido la primera persona cercana a mí a la que no ha matado el virus, sino la desesperanza.

Sin dejar de lado, por supuesto, el frente sanitario (al contrario, reforzándolo), en eso debería estar ya centrada la clase política: en combatir la desesperanza. Pero no están ahí . Ni en el mundo -del que un joven periodista escribía hace unos días que esta pandemia no lo va a cambiar: sólo lo va a hacer más despiadado-, ni en España. Hace dos semanas, opinaba en estas mismas páginas que era la hora de los valientes, emplazando directamente a los responsables de las dos fuerzas que representan a la mayoría de los ciudadanos de este país, el presidente del Gobierno y secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, y el jefe del primer partido de la oposición y presidente del PP, Pablo Casado. Pero catorce días después siguen siendo más prisioneros que líderes. Ambos conducen con la misma tara: pendientes del retrovisor. El uno mirando a Pablo Iglesias y Podemos; el otro, a Santiago Abascal y Vox.

Un Gobierno no puede ser gobierno, y menos en medio de una crisis, si tiene más de una voz. Y este tiene demasiadas, todas compitiendo entre sí. Ni puede poner a los técnicos como escudos para dejarlos luego abrasarse solos. Un Gobierno, a todos los gobiernos les ha pasado en esta pandemia, puede verse desbordado por la magnitud de los acontecimientos que enfrenta, de una dimensión nunca vista en cien años; puede tener que improvisar: la propia esencia de lo que sucede le obliga a ello. Pero no puede acostumbrarse a sacar decretos con nocturnidad y a rectificarlos de continuo; a anunciar medidas a destiempo y comunicarlas peor. A instalarse en la provisionalidad e instalar en ella a los ciudadanos obligándoles a soportar una sobredosis de estrés.

Puede comprenderse que no hubiera equipos de protección cuando esto empezó, nadie los tenía. Pero resulta difícil asumir que, una cuarentena después, sigan llegando mal y con cuentagotas a quienes los precisan y ni siquiera los sanitarios, cuyo porcentaje de contagios es el más alto del mundo, tengan aún toda la seguridad que necesitan. Una medida extrema como la del confinamiento es justificable en una situación como la que padecemos, pero no es de recibo la permanente confusión sobre cómo será, cuando toque, el final del aislamiento, la famosa desescalada. Se puede, y se debe, luchar contra las fake news, pero no hay excusa para confundir el combate contra las mentiras con la imposición de la censura. Son lógicas las dudas acerca de qué es lo mejor que se puede hacer con los niños o con los ancianos, cuya salud, física y mental, es la que más se resiente con el encierro. Pero es inaceptable que los portavoces oficiales se dediquen a jugar a la yenka con ellos. Puedes clausurar las universidades, pero es injustificable que no sepas cómo abrirlas, que toda la solución aportada por el ministro desaparecido sea preguntarles a los propios estudiantes qué quieren hacer.

Rendir cuentas

Se podría hacer más larga la lista de los yerros. Y agriarla. No es necesario. Ahí están y serán juzgados. Pero si Sánchez tendrá que rendir muchas cuentas cuando llegue el momento, no van a ser menos las que haya que exigir a Casado. Porque no puede llamarse responsable un partido que no ha tendido una sola mano durante la epidemia, que no ha aportado ni un solo mensaje constructivo, que ha alentado la división, que ha magnificado uno a uno todos los errores y no ha querido ver ni un solo acierto, pensando exclusivamente en un interés electoral mezquino. Y no me digan los voceros populares que no se pueden poner en la misma balanza las acciones del Gobierno que las de la oposición, porque a la hora del juicio final todos los comportamientos tendrán que ser valorados a la luz, exclusivamente, de si sirvieron a los ciudadanos o contribuyeron a aumentar su desgracia. En el platillo de Sánchez, cuando llegue el tiempo de hacer balance, habrá sin duda mucho desatino, pero no se podrá negar tampoco el mérito de haber puesto desde el minuto cero, y al contrario de lo que ocurrió en la crisis anterior, el rescate de la gente como primer objetivo. ¿Qué es lo que Casado piensa que va a ponerse en el lado bueno de la balanza suya, si sigue como hasta ahora limitándose, como máxima concesión, a convalidar las prórrogas de los confinamientos? El hecho de aparecer un punto más moderado que Abascal y sus conmilitones no resulta de gran alivio: entre un comportamiento artero y uno repugnante hay diferencias, desde luego, pero eso no convierte en aceptable el primero.

Sánchez y Casado no pueden seguir comportándose entre ellos como vulgares trileros. Casado se negó en redondo a aceptar una mesa de partidos para un pacto de reconstrucción -se llamara de la Moncloa o de la Gran Vía- porque era una comisión en el Congreso la que de verdad le brindaba la oportunidad de dejar de lado un auténtico diálogo y poner en funcionamiento la artillería pesada. Sánchez ha contestado adelantándose a registrar la comisión sin consultarla con nadie, lo que en términos parlamentarios siempre es sinónimo de fracaso asegurado. Cuando sus mejores equipos deberían estar ya negociando unos nuevos presupuestos diseñados exclusivamente para la recuperación, lo que hacen Sánchez y Casado es darse más tiempo para competir en marrullerías.

Podrían fijarse en lo que ocurre en las autonomías, Cataluña aparte. Con todos los problemas y las torpezas que se quiera, los mejores ejemplos de gestión se pueden encontrar en algunas de ellas, ya varias veces citadas aquí. Y también las mayores pruebas de lealtad por parte de los partidos a los que en cada una les ha tocado ser oposición. Podría tomar ejemplo Sánchez de Puig, el primer mandatario en pedir perdón a los ciudadanos; podría mirar un poco Casado a Bonig, que no ha dejado de ofrecer consensos. Pero el epicentro de todo lo malo que hay en política en que se ha convertido Madrid mucho me temo que hará cambiar hasta eso. Que no serán Sánchez ni Casado los que tomen nota de lo que pasa fuera de esa burbuja de apesebrados en la que viven encerrados, sino al contrario: que intentarán forzar al resto a ir a la batalla. Las disculpas de Puig no han gustado en Moncloa, igual que Bonig o Mazón sufren presiones desde Génova para que se lancen a la degollina. Muchos ciudadanos, al comienzo de esta tragedia, recuperaron a Camus y se pusieron a releer La Peste. O cambian las cosas, o pronto tendrán que recurrir a su íntimo enemigo Sartre. Y volver a hojear La Náusea.

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