Desde que comenzó esta pesadilla en la que estamos instalados no había habido rueda de prensa del doctor Simón, comparecencias de expertos o intervenciones del presidente del Gobierno que me hubiera perdido. Ante un enemigo tan letal como desconocido andaba ávida de datos que despejaran las dudas en las que me temo que todos andamos sumidos sin encontrar la luz, ni siquiera al final del túnel. Esto fue hasta que el maldito virus llegó a mi vida para llevarse a mi padre. Lo hizo hace una semana. O al menos fue cuando dio la cara de la forma más cruel que podía hacerlo: de repente, sin avisar y desposeyéndole de todo lo que le conectaba con la vida: habla, recuerdos, estímulos, familia, ... Desde entonces las únicas noticias del Covid-19 que me interesan se cuecen entre las cuatro paredes de la habitación donde mi padre agoniza. Lo demás en estos momentos, discúlpenme, ha pasado a ser secundario.

Tan colateral como si lo que le está matando es el coronavirus o cualquier otro mal. Porque a estas alturas de la agonía, seguimos sin saberlo. Sus casi 90 años le sitúan directamente en la lista de excluidos del derecho a merecerse luchar por una prórroga y con un «posible Covid» se da el asunto por zanjado. Un diagnóstico probable y una certera edad que le condenan a morir sin asistencia después de una vida de trabajo. No es justo. Entiendo que en medio de esta crisis sanitaria sin precedentes se discrimine según las expectativas de vida del paciente. Pero comprenderán que tratándose de mi padre me rebele contra ello. Y aún así, paradojas de esta situación cruel, soy también consciente de la suerte que tenemos al poder despedirnos de él y acompañarle en su marcha para que no se sienta solo, que es mucho más de a lo que pueden agarrarse la mayoría de las víctimas de esta pandemia. Tanto es así que por momentos pienso que hasta tendríamos que estar agradecidos.