El domingo 17 de julio de 2005, once miembros de las brigadas forestales murieron en un incendio declarado en Guadalajara. El fuego, que acabó arrasando más de diez mil hectáreas, había comenzado un día antes, y pese a su rápido avance el gobierno de Castilla-La Mancha no dio la voz de alerta ni pidió ayuda a las comunidades de Madrid o Valencia, que podían haberla socorrido, hasta que la tragedia se consumó. Recuerdo bien aquel triste suceso porque a la mañana siguiente monopolizó la tertulia del programa Hoy por Hoy, de la cadena SER, en la que en aquel momento participaba bajo la dirección del hoy secretario de Estado de Comunicación, Miguel Ángel Oliver. Algunos consideramos que la consejera de Agricultura debía dimitir, no por ser culpable directa de aquellas muertes, sino por ser responsable de la descoordinación en medio de la cual se había producido el fatal desenlace. El día 21, la consejera dimitió.

Nada tiene que ver aquel lamentable suceso en el que once personas perdieron la vida, con la crisis sanitaria que vivimos como consecuencia de la pandemia causada por el coronavirus que en diciembre pasado debutó en una provincia china y que en poco más de un trimestre ha provocado una parálisis mundial sin precedentes en la historia, hasta el punto de que la frase «nada volverá a ser igual después de esto» se ha convertido en un lugar común en boca de expertos de todas las especialidades, da igual que quienes hablen sean eminentes virólogos, prestigiosos politólogos o sesudos economistas. Nada, salvo dos cosas: la falta de medios y la descoordinación. Aquel de 2005 fue un aviso fatídico de que nuestro Estado no funcionaba en situaciones de emergencia y de que, aun sin haber estallado la crisis de las subprime, que no abocaría al mundo a una de las mayores depresiones que se recuerdan hasta justo tres años después, los recortes ya se estaban cebando sobre los recursos que garantizan la seguridad básica de los ciudadanos. Castilla-La Mancha, sencillamente, no tenía medios aquel día en que se declaró hace quince años el incendio para luchar contra él. Pero, gobernada la región por el Partido Socialista, tampoco los pidió con tiempo suficiente a sus vecinos, que eran dos comunidades entonces regidas por el PP. El virus que produce la COVID19, ahora, no ha hecho sino poner en evidencia que aquellos males que a pequeña escala reflejó ese suceso de Guadalajara (falta de coordinación, falta de un mando único en situaciones de emergencia, falta de medios para combatirla) no eran una anécdota, sino el reflejo de una peligrosísima constante.

Nos hemos pasado los últimos treinta, cuarenta años, alardeando de que teníamos uno de los mejores sistemas sanitarios del mundo. No es así. Hemos vivido en una gran mentira, alimentada entre todos sin distinción de credo o color político. Una mentira derivada de confundir universalidad con calidad. La primera -la universalidad del sistema- ha aguantado los embates que ha sufrido el Estado de Bienestar a trancas y barrancas: recordemos que el Gobierno de Rajoy sacó de este derecho a los inmigrantes sin trabajo legal y también a los españoles residentes en el extranjero, que deben todavía en la mayoría de las comunidades pagar los tratamientos si tienen la mala fortuna de tener que acudir al médico cuando regresan temporalmente a su país. En cuanto a la calidad asistencial, que no tiene tanto que ver con la cualificación profesional del personal sanitario, cuanto con los medios de que estos disponen y la organización racional de los mismos para que resulten efectivos, se ha ido deteriorando a ojos vista durante años, y de forma más acelerada a partir de la Gran Recesión, como consecuencia del recorte de presupuestos, la falta de renovación de infraestructuras y aparataje, la congelación en la apertura de nuevos centros e incluso el cierre de partes de ellos, el engorde artificial del sector privado a costa del público e, incluso, el adelgazamiento de las plantillas de facultativos y enfermería.

Nadie podía prever la pandemia que nos asola, no solo a nosotros, sino al mundo. Y por mucho que sea comprensible que la indignación de unos ciudadanos asustados se dirija al Gobierno al que le ha tocado lidiar con la mayor catástrofe desde la Segunda Guerra Mundial, por utilizar el ejemplo puesto por la canciller alemana, tampoco resulta, a la luz de los datos objetivos, que el Ejecutivo de Sánchez haya cometido muchos más errores que los del resto de países. España ordenó las medidas de aislamiento, inevitables pero durísimas en cuanto a las repercusiones económicas que ya están teniendo y, por tanto, difíciles de adoptar (miren lo que han estado ramoneando Boris Johnson o Donald Trump, más pendientes de la economía que de los muertos) cuando sumaba menos contagios y fallecidos (algo más de 4.200 infectados y 120 muertos) que Italia (que la decretó cuando los casos ya superaban los ocho mil y los muertos eran 463) o que Francia (donde Macron la anunció tras permitir unas elecciones y con 6633 casos detectados y 148 víctimas mortales), por poner dos ejemplos. Y lo hizo el día 13, cuatro días después de que la Organización Mundial de la Salud recomendase en términos generales que se hiciera tras rectificarse a sí misma. ¿Se podía haber actuado de forma distinta? Por supuesto. Pero eso se ve más claro ahora que cuando nos quejábamos de que se celebraran partidos de fútbol a puerta cerrada, nos empeñábamos en mantener las mascletás de las Fallas, nos rebelábamos contra la suspensión del programa de vacaciones del Imserso, seguíamos desplazándonos a Madrid para hacer inútiles desayunos de trabajo o los madrileños salían de puente pese a las noticias cada vez más preocupantes, como si la responsabilidad individual no contara en estas situaciones y sólo lo impuesto por decreto-ley tuviera que hacerse.

Ningún país, tampoco, puede almacenar indefinidamente los millones de mascarillas ni los miles de respiradores que esta crisis está demandando, como lo prueba la carrera por comprar donde sea esos elementos básicos para la protección y el tratamiento a la que se han lanzado luego todos los países, llegando a robárselos incluso entre ellos. La semana pasada, Holanda, ese pequeño estado que parece haber pensado que su lugar en el contexto internacional sólo se justifica si aprovecha cada excusa para denigrar a los países del sur de Europa considerándolos, como sostenían los nazis, genéticamente inferiores, bloqueó durante horas en el aeropuerto de Ámsterdam un avión cargado de suministros procedentes de China que la Generalitat Valenciana había fletado gracias a la mediación de empresarios de aquel país residentes en nuestra comunidad. Tal vez rememorando la época en que armaban flotas corsarias, los holandeses querían quedarse ese cargamento. La Unión Europea, que se está jugando como nunca su desaparición, debía haber sido la que diera una respuesta conjunta y ordenada a todas estas necesidades. Por el contrario, su pasividad criminal ha permitido que sus miembros peleen hoy a dentelladas entre sí.

No. No somos los españoles, ni tampoco los italianos, menos capaces ni más inútiles que otros para hacer frente a una crisis así. Pero es verdad que nuestro sistema sanitario está al borde del colapso, colapso que ya es una realidad en Madrid y Cataluña y todo indica que pronto se producirá en otras comunidades. Y también es cierto que ambos países nos hemos situado como el epicentro mundial de la pandemia, a la espera de que los Estados Unidos tomen el relevo y el crack económico pero sobre todo social sea definitivamente planetario. Y esa situación -sin ser causa única- tiene mucho que ver con esos recortes que la Sanidad pública ha venido sufriendo durante años, y especialmente desde hace dos décadas. Como recordaba ayer en un documentado artículo en El País la periodista Milagros Pérez Olivas, de 2008 a 2014 hubo un 10% menos de inversión en Sanidad, más de 30.000 plazas de profesionales fueron eliminadas o quedaron sin cubrir, miles de puestos de facultativos (casi la mitad del total en el caso de Madrid) pasaron a ser ocupadas por personal temporal. A lo que hay que sumar sueldos indignos, jornadas agotadoras sobre todo para los que empiezan, carencia absoluta de especialistas en áreas claves, deterioro de la formación universitaria, médicos de familia, la auténtica primera trinchera, la que antes puede lanzar los avisos, saturados de pacientes por falta de contrataciones y un largo etcétera.

Ese es el caldo de cultivo en el que el coronavirus ha encontrado su ecosistema ideal. El milagro alemán, del que tanto se vuelve a hablar estos días, porque el número de contagios en aquel país no guarda relación alguna con la baja cifra de fallecidos, es posible que tenga su origen en trampas contables, pero desde luego tiene también su explicación en que allí hay 28.000 camas UCI y en España sólo 4.000. Que Madrid y Cataluña hayan sido los principales focos del contagio en nuestro país es normal: son las dos regiones más potentes económicamente y, por tanto, las dos que más movimientos de personas registran. Pero el shock en el que se han encontrado sus servicios sanitarios también tiene que ver con que son las comunidades cuyos gobiernos, el neoliberal de Esperanza Aguirre y sus sucesores, y el independentista de Mas, Puigdemont y sus adláteres, más recursos detrajeron del sistema sanitario público en los últimos años.

Y a esa situación de merma sistemática de medios se ha unido, como señalaba al principio, la maldición de vivir en un país clandestinamente federal, lo que supone que no hay un pacto de lealtad institucional entre las distintas comunidades y el Estado, ni mecanismos de coordinación. Para todo hay que hacer una videoconferencia a 18. Decíamos que teníamos el mejor sistema sanitario del mundo, pero resulta que el coronavirus nos ha pillado sin algo tan elemental y tan de sentido común como una agencia estatal de salud pública (diseñada en 2011, pero que nunca ha visto la luz), o ni siquiera un centro estatal equivalente, que tampoco se ha puesto jamás en marcha, por la irracional resistencia de las comunidades autonómicas, que son las que tienen todas las competencias, a cooperar ni en los casos más extremos. Y por la debilidad de los gobiernos de Rajoy y de Sánchez para imponerse. Ni siquiera (vuelvo al texto de Milagros Pérez Olivas) son capaces las comunidades de atenderse a sí mismas cuando estalla la emergencia: Torra ha tardado en enviar ayuda desde otros hospitales catalanes al de Igualada, donde la cifra de contagiados y muertos rompe todas las estadísticas, nada menos que trece días. A Feijóo, por poner otro ejemplo del dislate en que estamos convirtiendo España, le intentó afear esta semana la oposición que hubiera enviado ayuda desde Galicia a Madrid o Andalucía. No se pierdan la acertada contestación que el barón gallego dio a esas críticas, vídeo que pueden encontrar fácilmente en internet. También a Ximo Puig, que está demostrando un loable empeño en sacar recursos de donde no los tiene -así sea para habilitar ayudas para los autónomos como para traer material sanitario desde China- y está contando, justo es reconocerlo, con una oposición hasta ahora colaboradora y templada (véase el caso de Mazón en Alicante), también a Puig, decía, no tardará en salirle alguno a reprocharle que parte de las mascarillas que ha conseguido se las haya dado a otras comunidades también necesitadas pero con más dificultades para comprarlas en el exterior, como la balear. Entre los ciudadanos, solo hay que ver los balcones, sí que hay un sentimiento de pertenencia y solidaridad; pero entre muchos políticos, desgraciadamente no.

Toda acción equivocada de cualquier gobierno debe ser de inmediato criticada (sin extremismos, ventajismos, ni insultos, que deberían estar erradicados en estos momentos como bien dice el manifiesto de la sociedad civil que hoy publicamos en estas páginas, pero sin contemplaciones también); se deben censurar con la máxima gravedad actuaciones claramente extraviadas. ¿Cómo no denunciar los tremendos fallos que han hecho que los sanitarios y las fuerzas de seguridad hayan tenido que trabajar desprotegidos, al punto de dispararse entre ellos los contagios? ¿Cómo no clamar contra la inconcreción de las medidas económicas que se anuncian y la maraña burocrática que las acompaña y en muchos casos las hace inútiles?.

Pero el balance cierto sólo podrá hacerse cuando la crisis abandone el territorio más dramático, cuando consigamos una perspectiva no condicionada por el miedo, la angustia y la indignación. Y cuando llegue ese momento del ajuste de cuentas tampoco deberíamos olvidar a quienes, a fuerza de ir quitándole sustento año tras año a nuestra Sanidad, la dejaron tan débil como para que el virus la encontrara postrada y ahora se desgañitan exigiendo responsabilidades para ocultar las suyas propias. Si esto va de quién grita más, gritaremos todos.