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El Barrio de Alicante: las dos caras del coronavirus

La proliferación desmedida de alquileres turísticos, legales y clandestinos, deja aislados a los pocos vecinos que viven allí, pero les concede dos demandas que daban por perdidas: limpieza y descanso

Reflejo de un bloque de apartamentos turísticos en la paralela de la calle Toledo. alex domínguez

Hoy hace un siglo de la semana pasada. El reguero invisible de miedo que deja tras de sí el rastro del coronavirus se impregna en unas calles extrañamente silenciosas. La mancha es invisible, es la conciencia quien las aprecia. El Barrio de Alicante amanece lento. Lograr que la fatiga no le gane la batalla al deseo de resistir a la pandemia es una tarea laboriosa, casi tan infecciosa como el Covid-19, que en este vecindario muestra dos caras humanamente opuestas.

La proliferación desmedida de alquileres turísticos -legales y clandestinos-, ha ido vaciando las manzanas de residentes autóctonos y poblándolas de desconocidos, de almas en tránsito, muebles suecos y toallas tendidas en las barandillas de los balcones. El Barrio se ha acostumbrado a que no le quieran, a ser un juguete para despedidas de soltero, un escenario precioso para botellones adolescentes, un imán de escándalos etílicos, un urinario monumental.

La gentrificación y la crisis infinita de 2008 han transformado las antiguas viviendas en fincas con puertas que solo se abren si te envían la combinación al móvil, en negocios rentables que aprovechan el entorno y la proximidad al mar para estar ocupados casi al 100% todo el año. Y esto, motor de la economía local -lo dicen quienes no sobreviven allí-, en los tiempos del coronavirus es una desgracia sobrevenida.

Las medidas a las que obliga el estado de alarma, el cierre de fronteras, de aeropuertos, de estaciones y, como no, de establecimientos hoteleros, deja a los residentes naturales en un confinamiento que va más allá, que se convierte, además, en aislamiento ciudadano. Bloques enteros deshabitados, unos en fase de reconstrucción y otros clausurados por cierre temporal del negocio, espacian sobremanera cualquier contacto con todo lo que eso supone para una población, 'felizmente' envejecida, que se niega a dejar su casa porque se siente íntimamente ligada a ella a pesar del sacrificio vital al que le obliga.

La carencia casi absoluta de tiendas de proximidad en El Barrio, extensible a la mayor parte del casco histórico: San Roque, Santa Cruz, Villavieja... hace muy difícil el abastecimiento diario de las personas mayores, que en la ladera del Benacantil están muy presentes y que, solo en el mejor de los casos, viven en pareja.

Pero la pandemia, incontenible a nivel planetario, además de multiplicar la hipocondría y la ansiedad por la lejanía del desenlace y el miedo atávico que germina escuchando los informativos o leyendo la prensa, deja, aunque suene increíble, aspectos positivos.

Calidad de vida

El cierre forzoso de los locales de ocio que jalonan el distrito desde tiempos inmemoriales ha devuelto la paz a las madrugadas de los sufridos habitantes del casco, que habían abandonado toda esperanza de que dos de sus demandas ciudadanas más antiguas fueran satisfechas por algún gobierno municipal. La zona saturada de ruido ha dejado paso, 'gracias' al maldito Covid-19, a un entramado de calles tranquilas que solo salen de su letargo cuando irrumpe en ellas el servicio de limpieza.

Los cánticos etílicos, las peleas de todo tipo, la música que vomitan los bares que mantienen su puerta abierta para pueda entrar hasta el último habitante de la Tierra; las patadas a las latas bebidas con ansia en Cagalaolla, sin pudor, sin respetar la normativa; los «cumpleaños feliz» a voz en grito, los himnos deportivos desafinando a pleno pulmón... toda esa algarabía pegajosa a la que no se puede combatir sin recurrir a somníferos se ha desvanecido por fin y El Barrio, en mitad del naufragio, ha ganado en calidad de vida.

El trazo oscuro de la mugre que propagan las meadas humanas y animales es indeleble, pero ya no se acumula, tampoco las bolsas de basura rotas al pie del contenedor, que ahora se ve despojado de su quincalla cotidiana: colchones, somieres, listones de madera, frigoríficos y televisores rotos, acumuladores de agua caliente, espejos sin nada que reflejar... Toda esa ponzoña se la ha llevado también el coronavirus, lo mismo que el repicar machacón de la maletas con ruedas que, hasta que se vea el final del túnel, dejará de ser la banda sonora de los últimos de El Barrio, que aplauden cada día sin que nadie les escuche.

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