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Sujeto & predicado

Los poderes balsámicos de un fontanero

Mientras el grueso de las competencias sanitarias se traspasaba a las autonomías, el Ministerio de Sanidad se iba convirtiendo poco a poco en un departamento secundario en el organigrama del Gobierno de España

Los poderes balsámicos de un fontanero

El concepto fontanero fue acuñado por el periodismo norteamericano para definir a una serie de personajes especializados en trabajar en las cañerías de la política, entendidas como esas zonas subterráneas en las que a base de negociaciones y de presiones se desatascan los grandes asuntos. Suelen ser tipos grises y muy efectivos, capaces de resolver los problemas más difíciles, manteniéndose siempre en un discreto segundo plano. La biografía de Salvador Illa se ajusta como un guante a este perfil profesional. Una breve etapa como alcalde de su pueblo (La Roca del Vallés, con poco más de 10.000 habitantes) es casi la única experiencia de gobierno de un hombre, que lleva casi dos décadas trabajando en los entresijos del laberinto catalán. Un empleo complicado, que debería convalidarse por un par de masters en alta fontanería política.

Si se miran con detenimiento las hemerotecas, se comprueba que este licenciado en Filosofía con estudios en dirección de empresas es el perejil de todas las salsas catalanas de los últimos años. Salvador Illa es el número dos del secretario general del PSC, Miquel Iceta, y viene ejerciendo con éxito de experto muñidor de pactos imposibles. Responsable de la secretaría de Organización de los socialistas catalanes, se le atribuye como principal mérito su papel a la hora de conseguir que ERC facilitara la investidura de Pedro Sánchez. Su presencia en el nuevo gabinete de La Moncloa es una justa recompensa a esta importante contribución y lo consolida como legítimo representante de esa cuota catalana que por tradición han de tener todos los gobiernos que se acaban formando en España.

En torno a la figura de Salvador Illa se ejemplifica el violento desplazamiento que ha sufrido el centro de gravedad de la política española en las últimas semanas. El monotema catalán ha sido borrado del mapa de un plumazo por una grave crisis de salud pública, que ha puesto patas arriba nuestra economía y nuestras vidas cotidianas. El hombre que fue elegido para abrir vías de comunicación con los independentistas se ve obligado a olvidarse del conflicto territorial y a dedicarse a jornada completa a gestionar un Ministerio de Sanidad, que en cuestión de días ha recuperado todo el protagonismo perdido y se ha recargado de competencias, situándose por encima de las administraciones autonómicas gracias al decreto de alarma general. Las páginas de los periódicos reflejan perfectamente este drástico cambio: si los titulares de las primeras entrevistas del ministro estaban llenos de referencias a Quim Torra, Oriol Junqueras o Carles Puigdemont; los de ahora, están íntegramente ocupados por el virus y por las explicaciones de las medidas preventivas.

A favor del nuevo ministro hay que subrayar sus rotundas apelaciones al legado del añorado Ernest Lluch: otro socialista catalán, que asumió el Ministerio de Sanidad sin ninguna experiencia en el ramo, y que en la década de los ochenta del pasado siglo construyó las bases del actual sistema sanitario universal y público. Sí, ese mismo sistema que millones de españoles desesperados aplaudimos cada noche cuando salimos a los balcones para celebrar que podemos ir a un hospital y ser bien atendidos, sin necesidad de hipotecar la casa o de pulirnos los ahorros para la universidad del niño.

Como esos héroes por accidente que aparecen en las películas de catástrofes, al ministro de Sanidad le toca lidiar con la que es, sin ningún género de dudas, la situación más complicada con que se ha enfrentado España en la actual etapa democrática. Si en los momentos iniciales del desastre se criticaron las titubeantes acciones del Gobierno, el agravamiento del problema ha abierto un amplio espacio para las unanimidades. Su capacidad para comunicar con sencillez y su insólita disposición a renunciar a protagonismos y a delegar en los técnicos -la figura del director de Emergencias, Fernando Simón, ha alcanzado cotas de fenómeno mediático con esta alerta sanitaria- son dos virtudes que deben ser valoradas en su justa medida.

En estos días de una histeria colectiva permanente, reconfortan las apariciones de un tipo con pinta de burócrata aplicado, que no duda en autocalificarse en las entrevistas como una persona aburrida. Se agradece el poder balsámico de un ministro con tono soso y fríamente profesional, en un país que se despierta cada mañana con los gritos de una delirante legión de iluminados, de pirados apocalípticos y de profetas del caos, que nos anuncian por tierra, mar y aire a que vamos a morir todos.

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