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Gent de la Terreta

Jesús Muñoz. El niño de la calle que compró la calle

Jesús Muñoz. El niño de la calle que compró la calle Ilustración de alejandro gavilanes, facultad de bellas artes de la umh

Poco antes de cumplir los ocho años, una mañana abrió los ojos y se dio cuenta de que estaba solo en el mundo, desamparado y sin un céntimo. Hoy, cerca de soplar los 80, los cierra cada noche con la paz que proporciona ser un empresario de éxito, de envidiable posición económica, rodeado de familiares y amigos que le veneran. No creo que el sello de «hombre hecho a sí mismo», el sueño americano acuñado como «self-made man» encaje en alguien mejor que en Jesús Muñoz, un tipo adorable, de permanente sonrisa, que se abrió camino desde la nada hasta convertirse en uno de los personajes más queridos y respetados del empresariado alicantino.

La vida de Jesús parece extraída de una novela Dickens, un extraordinario relato con inicio desgarrador y final feliz, en cuyo nudo discurre una trama en blanco y negro sobre la Alicante de la posguerra, escenario en el que cohabitaban el hambre y los buscavidas.

Por ahí apareció el pequeño Chuso, un niño de siete años que despertó una buena mañana de 1948 en su casa de la calle Labradores sin entender por qué estaba solo en el mundo, por qué su madre, vinculada al movimiento sindical, le había abandonado sin darle explicaciones. Años después, cuando fue capaz de entender, alguien le susurró que una violenta protesta laboral en el sector de la minería asturiana, en la que andaba involucrado el matrimonio Muñoz, les obligó a salir pitando con dirección a Moscú, dejando en total desamparo a sus dos hijos: Jesús y Antonio, este último con tres años, cuatro menos que su hermano mayor.

El pequeño Antonio recaló en la Beneficencia, donde murió muy joven a causa de una enfermedad. A Jesús no le atraparon y se convirtió en un niño de la calle de la dura posguerra, abocado a sobrevivir cogiendo lo que podía en los puestos del Mercado Central de Alicante y durmiendo debajo de la escalera de cualquier edificio de la avenida Alfonso El Sabio, el que el señor Juan, sereno de la zona, le señalara antes de dejar abierta la puerta al caer la noche. Fichado y refichado por la vigilancia del Mercado, amplió el círculo de acción por el barrio, donde la vida cobraba sentido, extrayendo tabaco de las colillas del «Cuatro Esquinas», «Baleares» y «Las Tinajas», bares de mucho trasiego por donde la Tere, la Pingüi y la Zapatos, caras conocidas de la zona, trataban de esquivar la miseria con otros menesteres y acabaron convirtiéndose, a ojos del pequeño, en personajes familiares, porque en momentos de desamparo todo protege.

Chuso fijó la vista también en la estación del tren, que le cobijó del frío y, en ese instante de avidez, agudizó su instinto de supervivencia colándose en los trenes para adueñarse de fiambreras al menor descuido.

El trapicheo, sin embargo, llegó a su fin con su ingreso en el Tribunal Tutelar de Menores de la calle Primitivo Pérez y el posterior pase a la Beneficencia, con solo doce años, donde tuvo oportunidad de reencontrarse con su hermano antes de que falleciera. En aquel centro de Campoamor, Jesús conoció a otros dos jóvenes de su edad, Remigio Soler y Antonio Fernández Valenzuela, a los que el futuro les iba a deparar éxito en el mundo del arte y la política.

Durante su estancia en el hospicio se cruzó la primera oferta de trabajo: recadero de la farmacia de Autobuses, propiedad de Abelardo Rigual, a cambio de 15 pesetas al mes. Pero obtuvo algo más: Allí, bajo el manto protector de Rigual, el pequeño Jesús encontró por fin la oportunidad de aprender a leer y escribir. Y allí, en Autobuses, apareció también una propuesta para vender koki, un medicamento de mentol y penicilina, como ayudante del representante Paco Martínez Pastor. La historia arrancó bien, pues de las 15 pesetas que percibía en la farmacia pasó a recaudar 400 mensuales, todo un botín que le abrió la puerta de un piso de alquiler, ya con 17 años, en la calle Sargento Vaello. Con el pie en el acelerador, cuesta abajo y el depósito lleno, el joven Muñoz arrancó su aventura empresarial en el sector farmacéutico asociándose con Eliseo Quintanilla, Fernando Toledano y Paco Martínez para crear Laboratorio Centrum Alacant, donde se comercializó un medicamento derivado de un helecho tropical que blanqueaba la piel de pacientes con psoriasis.

Ya acomodado, sin apuros, la chispa volvió a aparecer al comprar una vivienda en régimen de cooperativa. Una rápida revalorización de aquella compra encendió la luz para abrirse paso en el camino de la promoción, donde vio más negocio que en los laboratorios. Por ahí llegó la unión con Mariano y Fernando Andrés, padre e hijo, y el apoyo bancario de Curro Oliver Narbona para crear Alicante Urbana. La apuesta continuó firme con construcciones que hoy mantienen el cartel de nobles (Versalles, Villa Magna, Bonalba, edificios Maristas y ONCE-Federico Soto?) y la divertida y fructífera negociación con un diplomático, propietario de terrenos en el Pau-4, que acabó con la venta de un millón de metros a cambio de 1.250 millones de pesetas en los años 80. Paralelamente, como prueba de su compromiso con la sociedad, llegó su decidida participación en la creación del Club de Inversores para el Desarrollo de la provincia de Alicante.

Por aquellas fechas, un buen día, tras la sobremesa, la empleada de hogar entró en el salón para anunciarle que en la puerta de la casa había una mujer mayor que decía ser su madre, la misma que le abandonó a su suerte treinta años antes. El telón de ese capítulo se cerró con comprensión, a pesar de que a su entorno, a sus amigos de siempre ( Vicente Sala, Ventura Martínez, Antonio Fernández Valenzuela , Manolo Martínez?), les costó asimilar el perdón por el abandono sufrido en su niñez. Jesús dudó menos. Mejor dicho: no dudó. Abrió el corazón y se ocupó hasta su muerte de la mujer, ya viuda, que le trajo al mundo y apenas conoció. Cosas de la gente buena, de muy buena gente.

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