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Juan R. Gil

Análisis

Juan R. Gil

El puerto necesita un buen repaso

La Autoridad Portuaria contesta al Ayuntamiento que si quiere informes sobre los depósitos de combustible se los pida a la empresa

A las alturas de siglo que estamos, se hace urgente plantearse la pregunta de qué le aporta el puerto a la ciudad de Alicante. Y digo a la ciudad de Alicante porque, aunque el puerto es una infraestructura que va mucho más allá del ámbito local, es esta ciudad y no otra la que se ve condicionada por él. No cabe ninguna duda de que el puerto fue un motor de desarrollo económico de primer orden para Alicante durante siglos. Pero se diría que al menos desde el último tercio de la centuria pasada, si no antes, son más los problemas que genera que los beneficios que supone, tal como ha estado y está siendo dirigido.

Esa pregunta, la de cómo está el balance puerto/ciudad, no es al presidente de la Autoridad Portuaria, Juan Antonio Gisbert, al que le corresponde contestarla. Eso es algo que debería estar cuestionándose el pleno del Ayuntamiento y que debería plantear, con la máxima firmeza posible, el alcalde, que para eso es el que encarna el mandato popular de velar por la ciudad. Pero al pleno lo escuchamos de uvas a peras, y siempre para problemas puntuales, nunca para debatir sobre el fondo de cómo se ha ido deteriorando la relación entre Alicante y su -insisto, su- puerto. Y el alcalde, en esto como en demasiadas cosas ya, está cómodo no metiéndose en charcos: igual que pretende pasar por normal darle la razón a los vecinos en cuanto a la saturación de ruido que sufre la zona centro por la superpoblación de veladores y al mismo tiempo recurrir la sentencia que así lo establece, o sea, que ni blanco ni negro sino todo lo contrario; igual, digo, pasa con el puerto. Que Luis Barcala, en lo tocante a él, ni siente ni padece.

No sería justo, y no lo voy a hacer, cargar la responsabilidad de las mil y una barrabasadas que, en términos urbanísticos y de concepto de ciudad ha ido haciendo el puerto en las últimas décadas a espaldas o con el silencio cómplice del Ayuntamiento, ni en Barcala ni en Gisbert. Ninguno de ellos tenía mando en plaza cuando se derribó el edificio de la Comandancia, cuando se privatizó en la práctica el muelle de Levante para convertirlo en un gran botellódromo, cuando se transformó su frente más emblemático en un aparcamiento de barcos cuya colmatación ha acabado por ocultar la lámina de agua que hacía de aquel espacio un hito singular muy difícil de encontrar en cualquier otra ciudad. Pero Barcala y Gisbert son los que están ahora y son los que con su gestión o su inacción no hacen más que añadir problemas a los problemas.

El puerto de Alicante es un puerto incardinado en una ciudad. Si un presidente del puerto no entiende eso, no entiende nada. Si un alcalde no comprende que el puerto es parte fundamental de cualquier política que desarrolle, no sabe qué ciudad está gobernando. De donde sólo cabe deducir que ni Gisbert ni Barcala saben dónde están.

Hace un par de semanas, a instancias de José Ramón Navarro Vera, un hombre que no ha dejado de reflexionar sobre Alicante en los últimos cuarenta años, se celebró en la sede de la Universidad un acto en recuerdo de la figura y la obra de Juan Antonio García Solera, en la que volvió a repetirse la tesis del maestro de arquitectos de que Alicante es una ciudad volcada al mar y que, por tanto, su desarrollo debía discurrir paralelo a éste y no a base de islotes dispersos como por desgracia se ha ido construyendo. Por supuesto, ni el alcalde tuvo tiempo de acudir ni el presidente de la Autoridad Portuaria tampoco. Pero lo cierto es que el adecentamiento y la reordenación de la larguísima fachada marítima de Alicante sería el elemento más importante para volver a poner en valor una ciudad que se ha convertido en vulgar e incapaz de competir con las de su mismo tamaño. Eso sólo se puede hacer desde el diálogo entre el puerto y el Ayuntamiento. Pero dudo de que Barcala y Gisbert hayan dedicado al asunto ni un minuto desde que ambos están en sus respectivos cargos. El desarrollo de Benalúa Sur, con posibilidades infinitas en beneficio de toda la ciudad si se hace bien; el barrio de Heliodoro Madroñal, un lugar que cualquier otra ciudad habría transformado ya, de zona degradada, a espacio público de excelencia; el replanteamiento del aparcadero de yates, que permitiría devolverle su -repito otra vez, su- mar a la ciudad sin que, bien trabajado, se perdiera negocio; el futuro de ese cadáver inmobiliario llamado Panoramis, en manos como siempre de la especulación cuando podía haber sido otro espacio público ganado para la ciudad; el pegote que nos quieren plantar en el pórtico de la dársena, porque un alcalde que no duró dos telediarios tuvo un capricho y un presidente de la Agencia Valenciana de Turismo al que Alicante le pilla tan lejos que no ha pasado de Benidorm más que un par de veces en cinco años se lo concedió; la solución de una puñetera vez al conflicto de la descarga de graneles, una actividad contaminante en primera línea de una ciudad a la que se le llena la boca de modernidad pero camina siempre en sentido contrario al correr de los tiempos; Sangueta; la correcta planificación de los espacios verdes entre el casco urbano y el puerto, para evitar el sinsentido de que acaben rodeados de vías de gran intensidad de circulación... ¿De todo eso hablan alguna vez Barcala y Gisbert? ¿El pleno del Ayuntamiento abordará algún día en una sesión (o dos o seis, las que hagan falta) la relación con el puerto de una forma integral? ¡Pero si llevan años sin saber qué hacer con eso que se llama «zona Volvo» (en Alicante, una empresa puede publicitarse gratis incluso cuando abandona los proyectos), convertido en un páramo en primera línea de mar la mayor parte del año!

Pero, con ser ese el fondo del asunto, lo más doloroso es la actitud que el puerto muestra con la ciudad cada vez que estalla algún conflicto, con la complicidad del Ayuntamiento, cuyos alcaldes, excepción hecha de Lassaletta, casi nunca hacen valer su condición saliendo a replicar con contundencia. Lo último está siendo, desde hace ya más de un año, el tema de los depósitos de combustible que nos quieren volver a imponer. De nuevo una actividad contaminante y peligrosa en un mundo que camina en sentido contrario. El presidente de la Autoridad Portuaria, en esto como en muchas otras cosas, tiene un déficit de comprensión: no entiende que en un puerto como éste su trabajo no puede ser el de un mero gestor que cuadre números. Debe ir más allá. Debe hacer, en el mejor sentido del término, política. Y debe tener más cuidado en lo que dice y cómo lo dice, porque él no se presenta a las elecciones, es verdad: lo eligen a dedo. Pero tiene una obligación para con los ciudadanos mayor que la que pueda tener para con las empresas. No digo que descuide éstas, ni tampoco el arqueo de la entidad que gobierna, faltaría más; lo que digo es que no puede ser que cada vez que hable (y menos mal que lo hace poco) suba el pan, no tanto por lo que dice como por el tono que emplea al decirlo. Ocurre que Gisbert tiene una formación muy determinada, que es la de un alto directivo de banca: así que no imagina proyectos, ajusta cuentas. Y no le vale tampoco escudarse en el enredo de normativas existente (ni siquiera coinciden el Plan Especial del Puerto con el plan de usos, con la puerta abierta a la arbitrariedad y el conflicto que eso supone) para encogerse de hombros ante cualquier problema en lugar de intentar formar parte de la solución al mismo. ¿Quieren un último ejemplo de esto? La concejalía de Urbanismo que dirige el concejal de Ciudadanos Adrián Santos pidió al puerto informes sobre la concesión de la empresa que quiere instalar los depósitos, para saber si dicha concesión y el uso que se le quiere dar encajan. La respuesta del puerto ha sido decirle al Ayuntamiento que, si quiere informes, se los pida a la empresa. Una administración, la portuaria, que no colabora con otra administración, la local que representa a toda la ciudad, es una administración que no sabe para quién trabaja.

Alicante -lo ha demostrado una y otra y otra vez- no quiere depósitos de combustible en su fachada marítima. Los encargados de encontrar un fórmula para que se cumpla esa voluntad tantas veces expresada y tan cargada de lógica en una ciudad que dice que quiere ser vanguardia de modernidad son el Ayuntamiento, la Generalitat y el Puerto. Las tres administraciones lo prometieron en 1995, cuando tras una larga batalla conseguimos deshacernos de los tanques de Campsa. El entonces alcalde Ángel Luna -recién confirmado ahora síndic de Greuges, un puesto desde el que quizá también tenga algo que decir en esto- se hizo la foto soplete en mano para dejar para la posteridad que no habría más depósitos. Pero no puede evitarse la sensación de que el proyecto (que para más inri, y en román paladino, es un subarrendamiento, puesto que la empresa que tiene la concesión no es la que explotará los tanques, y encima un subarrendamiento para el que se tuvo que modificar la propia concesión) si todavía está vivo y avanzando es por la desidia de unos y la terquedad de otros. Lo que sucede es que en esto quien tiene la palabra empeñada, no sé si se acuerdan, es el mismísimo president de la Generalitat, Ximo Puig, que hace poco más de un año declaró, solemne y textualmente, que «Si Alicante no quiere los depósitos en el Puerto, no los tendrá». Pues él fue el que nombró a Gisbert, así que él sabrá qué palabra prevalece.

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