Dicen los municipalistas más osados, y yo no he encontrado argumentos aún para llevarles la contraria, que la democracia no llegó a España realmente hasta el 3 de abril de 1979, cuando se celebraron las primeras elecciones municipales libres en 48 años. El municipalismo lo fue todo en España durante aquel nuevo orden primigenio, especialmente para nuestra izquierda, pero luego fue perdiendo glamour porque los alcaldes siempre fueron más díscolos para sus partidos que los presidentes autonómicos o los del gobierno central. Entre los alcaldes es difícil, no imposible pero difícil, síndromes como el de la Moncloa, derivados del encierro y el aislamiento entre las cuatro paredes del poder. Es también complicado que los alcaldes pierdan el sentido de la realidad, porque la realidad, cuando está cerca, no se anda con tonterías. No digo que no haya pasado a veces, porque sería olvidar el pasado. Pero pese a que fueron los primeros a los que señalaron por la corrupción sistémica que lo inundó todo, no en vano eran los que estaban más cerca, ahora que es más difícil torear a un interventor que engañar a un ordenador cuántico nadie les reconoce que han sido también los primeros en levantar las alfombras y poner sus asuntos en orden.

Ese baño diario de realismo no les ha hecho un favor en estos 40 años. El poder municipal es hoy en día el más limitado y maniatado entre el de las instituciones. Deben ser los municipalistas los que entiendan que su misión en esta Democracia, que ahora tan gratuitamente ponen en entredicho algunos advenedizos rancios, es demasiado importante como para no luchar, más allá de siglas, por recuperar el poder que los Ayuntamientos deben detentar si de verdad queremos que el sistema político esté sano.