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Magisterio detrás de una barra

Magisterio detrás de una barra

Diez mil pesetas, setenta centímetros. Un par de cifras que, unidas a su circunstancias, explican una trayectoria, definen una vida. En esas le ha ido la existencia a Vicente Castelló, que acabó en el negocio de la hostelería gracias a que María, su madre y joven viuda, no se plegó a la rebaja y se negó a vender el Manolín de la plaza de España por 50.000 pesetas en lugar de las 60.000 que exigía a Leonardo Cozard, un empresario de la calle San Vicente que tampoco se bajó del burro. En esas le fue la vida a ese xiquet de María y Manolín, que desde los 12 años se empapó de mundo tras esa barra que le situaba a setenta centímetros del cliente, ese objetivo que estudió y analizó una y otra vez para que jamás dejara de visitarle.

Eran los tiempos de la paloma, del cantabria y del amarguet, del vermú de garrafó, del café amb un xorret d'anís, en plena posguerra, cuando María, ya viuda, tiró por la calle del medio, se comprometió a saldar las deudas de su marido, rompió la libreta del fiado para hacer borrón y cuenta nueva y, a base de calamares a la romana, callos y albóndigas, manteniendo alimentos en frío con una pileta de cemento, hielo y serpentinas de plomo, puso una nueva marcha, otra velocidad al Manolín, un bar frente a la plaza de toros, que, a finales de los 50, quedó enmarcado por una barra que creó escuela.

Y por ahí sacó la cabeza Vicente Castelló, curtido entre la gente del toro, guardamuelles, estraperlistas y algún señoret que vivía del cuento. De todos aprendió mientras atendía la barra, con discreción, sabiendo escuchar hasta diplomarse en supervivencia para saltar a la otra Alicante, la que cazaba turistas y gentes de negocio, aquellos con cartera para billetes verdes que no pisaban suelo más allá del área que abarcaba desde El Marítimo al Jumillano.

Eran los tiempos en los que estaba todo por hacer, en lo que apenas había preparación, pero también los que abrían puerta y horizonte a todo el que tuviera bien amueblada la cabeza y ganas de madrugar. Así que con un millón de pesetas, fruto del ahorro, y un local en una travesía de la calle Castaños, por donde no pasaba nadie, floreció el Nou Manolín, un restaurante con barra que necesitó en un primer momento de clientes cazados a lazo para darle aire allá por los albores del 72, pero que no tardó en cobrar vida animada hasta convertirse en la referencia obligada de paladares exigentes.

Por uno de sus rincones del Nou (siempre el mismo) se escondió una y otra vez Joël Robuchon, el cocinero con más estrellas Michelín del planeta, que nunca se dejó invitar, que jamás pisó la sala del comedor de la planta de arriba, pero que hizo suya una de sus esquinas durante largas veladas en las que jamás faltaron los callos y el jamón.

En un taburete de al lado también disfrutó Camilo José Cela, el Nobel que, gamba de Santa Pola entre manos, miró con ceño fruncido al camarero que le explicaba para qué servían las toallitas perfumadas un segundo antes de limpiar sus dedos empapados de caldo rojo por su impoluta camisa blanca al grito de «jamás limpiaré mis manos con ese invento de los americanos».

Fernando Fernán Gómez, José Luis López Vázquez, innumerables representantes del cine y del teatro así como del toreo, con su amigo y admirado Manzanares a la cabeza, repitieron una y otra vez como incondicionales. Y entre los vinos que pueblan la esplendorosa bodega bailó y cantó Rocío Jurado bajo los acordes de la guitarra de Enrique de Melchor, las palmas de Rafael Peralta y la sonrisa de Belín y José Luis Lassaletta.

Han pasado los años, las décadas, ya no queda pared para acoger tanta imagen dedicada de tanto ilustre, y el Nou continúa como referencia. Es el fruto del trabajo de un matrimonio, Vicente y Vicen, Vicen y Vicente, tanto monta, una pareja de toda la vida para un establecimiento eterno.

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