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Ciudadanos de segunda

El Barrio de Alicante condena a sus vecinos a malvivir entre el exceso de suciedad y la saturación de ruido por más denuncias que haya interpuestas

Carteles de denuncia colocados por los vecinos de la calle Toledo de Alicante. Pilar Cortés.

Conviertes la indignación en queja formal. La plasmas en denuncias, en llamadas a comisaría, en cólera vecinal. Haces ruido -todo el que eres capaz siendo insignificante en un mundo infinito- hasta que la frustración se torna llanto. Un sollozo que se multiplica, que te coloca en el abismo de un sentimiento absurdo, de escasa pertenencia, de abandono forzoso por parte de quienes están tan acostumbrados a oírte llorar que ya ni se inmutan. No te miran como se mira a una víctima, te ven como a un enemigo, alguien que les complica su hermosa existencia municipal, un «catastrofista» irredento. Y pasan los días, y las madrugadas se te amotinan hasta preguntarte por qué demonios los gobernantes de esta capital hacen que te sientas un ciudadano de segunda.

Vivir en El Barrio de jueves a domingo es hacerlo en una zona de exclusión, en un núcleo urbano donde tienes que convencer a tus sueños de que florezcan con los ojos abiertos, donde dormir es un lujo y caminar en línea recta por la calle una quimera porque el suelo está saturado de orines humanos... en el mejor de los casos. Malas digestiones, restos de alcohol mezclados con saliva, todo esparcido por los adoquines de un casco histórico convertido en campo de batalla donde pugnan por la hegemonía primaria los titulares de la beca Erasmus, las bandadas de despedidas de soltero, los jovencitos confusos que quieren volverse adultos por unas horas... todos peleando en voz muy alta para hacerse notar porque no ven dónde están ni cuánto molestan, sólo les preocupa su propia vanidad, su divertimento absoluto, incondicional.

Salir de casa por la mañana para ir a trabajar -cuando tienes esa bendita suerte- te sirve para reforzar tu abatimiento. Da igual las veces que hayas exigido una limpieza digna, lo que te vas a encontrar es una costra insalvable de inmundicia que únicamente la gota fría, a modo de castigo bíblico, es capaz de eliminar.

El sol reseca los desechos líquidos y los vuelve pegajosos. Los turistas se sorprenden mientras caminan, pero no dicen nada, se hacen los locos, se limitan a pasar página, a guardar en su mochila la cámara de fotos porque para qué... Ellos se van, pero los que viven en el centro histórico se quedan, se quejan, pero su quejido siempre cae en el mismo saco, uno que está roto.

Es fácil culpar a la Policía, pero el problema no va a solucionarlo un cuerpo de seguridad que no dispone de más herramienta para ello que una libreta de multas. Es un problema estructural, político, de concesión de licencias, de sumisión a unas contratas leoninas, de sobresaturación de locales de ocio en una zona residencial. Pero claro, con todo eso se recauda para que puedan vivir en paz los ciudadanos de primera aunque los impuestos se paguen entre todos y los votos cuenten igual.

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