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La ciudad imposible

García Solera criticaba en un artículo la falta de un modelo urbanístico en Alicante tras el fallido Plan General que él redactó en 1974 y el crecimiento a golpe de planes parciales inconexos y sin las dotaciones adecuadas

García Solera exponiendo el fallido Plan General de 1974. Archivo juan antonio garcía solera/«TESTIMONIO DE UNA ÉPOCA»

La ausencia de una planificación integral, que planteara las necesidades de la ciudad a medio y largo plazo, era para Juan Antonio García Solera una de las grandes carencias de Alicante. Así lo reflejó en diferentes artículos, en los que expresaba su malestar por ese desarrollo anárquico en el que habían primado los intereses de promotores privados a la dotación de infraestructuras y equipamientos acordes a la población y sus características. Uno de ellos se publicó en INFORMACIÓN el 3 de junio de 2018, con el título «Alicante, sobre el futuro». En ese texto, escrito un año antes, García Solera exponía algunas de las deficiencias de la ciudad y aportaba claves sobre lo que debía y pudo haber sido Alicante pero nunca llegó a ser, con ejemplos como el fallido Plan General que llegó a aprobarse en 1974 pero que fue paralizado y sustituido antes de que pudiera ser puesto en práctica.

El arquitecto y urbanista recordaba que Alicante era en el pasado «una ciudad provinciana, muy atrayente y acogedora», adecuada a su carácter mediterráneo, y que tenía «una sucesión de espacios públicos armonizados, que fue logrando históricamente». Sin embargo, lamentaba, las últimas décadas habían sido una época «sin rumbo ni respeto a la idiosincrasia» de la urbe. Entre otros aspectos, criticaba que los gestores de Alicante parecían haberse olvidado de que la urbe necesitaba «equipamientos de capital de provincia, no solamente de ciudad turística».

Así, expresaba su desazón por el hecho de que Alicante hubiera crecido «sobre unos planes ordenadores de discutible proyecto y sin visión de futuro». La iniciativa privada había supuesto la construcción de miles de viviendas, «levantándose en suburbios dispersos, destrozando a la vez espacios armónicos ya construidos», pero sin conectar todas las piezas a través de espacios públicos y equipamientos. Al mismo tiempo, el turismo había mutado de los «apacibles veraneantes que nos frecuentaban» a un fenómeno «de masas y desmedido, que ha alterado todos los parámetros existentes» y que a la larga había «restado calidad» a la ciudad. Estos factores de «abandono del sector público» y «descontrol de la especulación del sector privado» habían dejado como resultado una urbe «agotada, desordenada, densamente edificada y desprovista de equipamientos sociales». Alicante, decía García Solera, «no da preferencia al espacio público», y en ella «se echa de menos un sistema de zonas verdes, un viario organizado y la previsión de aparcamientos públicos», todo ello con la proliferación de barrios aislados de la trama urbana ya existente y grandes zonas comerciales a las afueras, enfriando el «hábitat» ciudadano.

Frente a esto, García Solera apostaba por «la riqueza de encuentros casuales y no planificados que ofrece una ciudad», y por «un transporte público equilibrado». En este sentido, apelaba: «Luchemos contra los coches y volvamos a una ciudad humanizada, sin angustias, sin ruidos mediante un sistema colectivo de comunicaciones, rápido, no contaminante y simplemente emplazado». También defendía «combatir el radiocentrismo existente que ocasiona gran congestión e ir a una planificación más lineal paralela a la bahía para evitarlo, impulsado por nuestra vocación marinera, espontánea y fielmente respetada históricamente».

Necesidad de una planificación

García Solera insistía en la obligación de «lograr una ciudad especial, creando un ambiente limpio y ordenado para vivir mejor», y exponía la necesidad de establecer directrices para aspectos como la unificación del mobiliario urbano o la defensa de los edificios públicos, «sobre todo en aquellos que pueden convertirse en iconos de la ciudad» y respetando «el fin para el que fueron construidos». Un planeamiento que entendiera, además, la ciudad «como un lugar de exaltación de lo colectivo».

También recalcaba que los arquitectos «hemos de huir del protagonismo estelar tan de moda» y de «las relaciones esclavizadas entre arquitecto y gobernante». Por el contrario, abogaba por «ponerse en relación con la sociedad y quien la representa», para configurar «un urbanismo de participación y una arquitectura de servicio». Añadía que «el valor más importante de una ciudad es su identidad», por lo que debían tomarse las medidas necesarias para conseguirla. Sólo así, decía, «algún día podrán las generaciones venideras agradecer a las actuales su sacrificio y acierto, por haber conseguido una calidad de vida que hoy se perdió y aplaudir un Alicante con personalidad».

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