La ingeniería de puertos viene modelando, desde antes incluso de ser una disciplina como tal (y como tan bien expresa mi amigo ingeniero), la forma del mar. El agricultor ara y aplana los campos, haciendo así la superficie del terreno firme utilizable, y el ingeniero modifica la línea de costa para hacer posible no sólo su ocupación sino el arribo necesario de embarcaciones y su abrigo permanente de vientos y oleajes. Se preguntaría uno si cabe mejor dedicación que ésa: hacer la tierra habitable, vencer su resistencia a serlo. Navegar, dirían algunos con Conrad. Pero yo diría que no: más hermoso aún es preparar la tierra y los mares para que estos puedan ser navegados.

Joseph Conrad se retira del mar con la llegada de los cargueros a vapor; con la obsolescencia del lento y difícil transporte en mercantes a vela; con la desaparición, a su juicio, de la épica (y la poética) del trabajo rudo y muy especializado de la marinería sobre los paquebotes veleros. Con ese final desaparece una estirpe, una técnica y una forma de vida que dejan paso a una mayor comodidad y eficacia, pero que debe quedar al menos testimoniada en sus valores eternos que a bordo de esos barcos tanto se dieron. Conrad se pone a ello y les canta sin igual en su hermoso libro El espejo del mar: Coraje, entrega, trabajo en común, compañerismo necesario, técnica, esfuerzo, conocimiento, profesionalidad, valor, resistencia... anonimato.

El anonimato es también el mejor de los muchos atributos que cualifican a la obra portuaria. Y también a cualquier obra de ingeniería infraestructural: puentes, ferrovías, carreteras... mientras ésta ha venido siendo proyectada y construida como tal obra de ingeniería -fruto del ingenio y la técnica- sin veleidades artísticas ni obsesión de autoría. Si algo nos conmueve de cualquier terreno trabajado (de nuestras montañas trepadas hasta las cimas por abancalamientos imposibles; de los espigones que nos deparan mar en calma tras una travesía difícil; de las aguas reconducidas para hacer posible el regadío en tierras antes yermas...) es que en todo ello se ve la acción y el esfuerzo del humano por habitar la tierra. El esfuerzo de los muchos. Nunca la marca de un único nombre o un único autor.

Y allí donde hemos sentido la emoción de esa presencia atávica hemos divisado siempre una obra menor -la arquitectura- haciendo espacio para el débil cuerpo del hombre y sus animales y enseres. Arquitecturas necesarias que, por estar alejadas de bulevares, plazas y otros lugares para la representación de lo social -con su estructura de poder y de clases-, han devenido siempre funcionales, eficaces, silenciosas. Secas en su seca verdad técnica y gratas en su atención a un cierto suficiente acomodo del estar humano. Ha habido en ellas esa virtud que llamamos economía de medios. Esa ha sido la esencia de las arquitecturas que han acompañado las obras de ingeniería y que han poblado los muelles y espigones de los puertos ganados al mar. Solo las edificaciones y volúmenes necesarios, con solo la técnica justa, con una estricta aplicación a la función y una clara ausencia de representación. «Una silla solo debe decir soy una silla», nos recuerda impecable Jasper Morrison, el gran diseñador industrial.

Arquitecturas «sin marca» manifestándose tan solo en su útil servicio; en su belleza clásica derivada de su utilidad. Hablando pues, elocuentemente, no de alguien sino de todos; tal como lo hace un magnífico puente ferroviario, metálico y exacto, pensado y construido en el tránsito entre los dos siglos anteriores, atravesando valles en constante horizontal, en cualquier paraje natural gracias a él habitable. Cuesta encontrar ese tipo de arquitectura en la ciudad burguesa, siempre empeñada en el enseñoreo de propietarios y autores, en la competición y el enfrentamiento vulgar.

Habitamos un tiempo y ciudades que reclaman insistentemente sorpresa, novedad y entretenimiento como aliciente de cualquier aspecto de la vida social (y no por construcción de común, sino precisamente como camino rápido y seguro hacia su destrucción) y ello ha alcanzado de lleno a la arquitectura. Han sido ésta y las aulas donde se enseña permeables a esa corrosión del carácter que reclama espectáculo, pretendida imposible artisticidad y falsa singularidad fácil. Algo que el «business man» celebra con amplia sonrisa y los brazos abiertos, como toda victoria.

Los paisajes portuarios modifican su forma y tamaño según lo hacen las técnicas de navegación y transporte, de movimientos de mercancías y otras actividades que se producen en muelles y dársenas. Cambian como lo hicieron aquellos veleros que devinieron finalmente en barcos de vapor facilitando la ampliación de rutas y paliando la dificultad de los trabajos a bordo. Y en esos muelles redefinidos las arquitecturas de apoyo y complemento se actualizan también. Y en aquellos casos en que estos puertos se encuentran situados en el corazón mismo de la ciudad, dando testimonio inmediato de su importancia para el desarrollo histórico de la misma y de su configuración como escena principal de la vida urbana por siglos (Alicante es excepcional en eso), se amplían desplazándose a sotavento de sí mismos. Alejan así la actividad industrial del centro urbano al que quedan sus dársenas ofrecidas como espacio de centralidad destinado ya en su inmensa mayoría al uso y recreo de la ciudadanía. Todo ello, tan hermoso así contado, supone por desagracia, casi siempre -y Alicante no escapa a este designio- el principio del desastre; como una fatalidad.

Hace falta entender y comprender, por parte de los muchos que participamos en la construcción física del mundo-ciudad, el valor de la memoria. Y tomar conciencia de que nada evoca más el pasado y la historia a quien tan sólo pasea y disfruta de las calles que ese permanecer del tiempo -nunca congelado- en los paisajes que frecuenta. La arquitectura, en su construcción de hechos físicos, tangibles y utilizables, abre formas múltiples de «explicar un lugar» y hacer permanecer todo lo importante que allí se ha condensado con el paso del tiempo. Los gobernantes que deciden modificaciones de usos en los muelles y dársenas, y nuevas construcciones sobre aquellos, tienen la obligación de saber que con esas acciones puede y debe quedar explicada, y por tanto fijada en la memoria y proyectada hacia el futuro, toda la historia de un lugar y el esfuerzo que allí se desempeñó para que hoy sea extraordinariamente habitable. La arquitectura allí desarrollada tiene esa responsabilidad.

Por desgracia, en Alicante, con la dársena interior convertida en espacio central de su casco urbano, no se ha sabido ver así. La sobre explotación comercial de sus muelles, la desatención a la permanencia de determinadas edificaciones históricas como la Comandancia de Marina y los tinglados portuarios, la banalidad predominante en las excesivas edificaciones allí implantadas y la sobre ocupación de la lámina de agua han desvanecido casi por completo esa memoria del lugar tan necesaria para una evolución adecuada de la sociedad a la que sirve y acoge. Tuvimos en esta ciudad, por una década, la Plaza del Ayuntamiento destinada a aparcamiento de vehículos, y ahora, tras veinticinco años cumplidos con la dársena colmatada de embarcaciones privadas, nos comprometen a otros quince más ya pactados. (Me pregunto por quién; en nombre y presencia de quién; previa consulta con quién). Hay algo de profanación en esa colonización de terrenos y aguas portuarias a traición de toda una tradición de usos y arquitecturas anónimos y serviciales.

Hoy lamentamos la ubicación y el excesivo tamaño de la nueva Oficina de Turismo, pero aplaudimos el anuncio de una nueva equivocada arquitectura en el Muelle 5 (más iconografía de saldo para la alianza privado-portuaria); y pronto será la dársena exterior, el Muelle 14 y su espigón de abrigo los que serán transformados en su uso. Ojalá se haya llegado ya a entender cuando eso ocurra que los tinglados que aún quedan, las explanadas y plataformas vacías, el muro existente y su escollera, el silencio reinante, el sonido y el olor del mar, deben permanecer allí, compatibles con su ocupación para el disfrute, si queremos que la memoria portuaria como aquí ha sido descrita permanezca salvada en su última posibilidad.

El puerto liberado de su uso industrial está obligado a constituirse en un espacio público de primer orden. Y a asumir que es, como tal, (lo explica muy bien el profesor y antropólogo Manuel Delgado), un espacio de conflicto. De conflicto entre seres diferentes y también entre usos distintos que quieren hacerse un hueco entre las actividades posibles allí. La imagen de esa muchacha que busca el baño de sol en un improvisado suelo inestable, en aguas demasiado sucias para el baño real en las que unos pescan para buscar sustento y otros ejercen actividades deportivas, lo ilustra bien. Es el año 1942 y la ciudad, volcada sobre su dársena de uso aún netamente portuario, es escenario ya del intento de ocupación de esas aguas y las tierras que las confinan por usos nuevos sobrevenidos. Lograr una buena convivencia entre ellos, sin que ninguno llegue a ser dominante y anulador de otros, será lo que garantice también la permanencia de su esencia primera.

Las grandes literaturas de puertos y navegación nos describen travesías y lugares, máquinas y personas. Y nos hacen sentir al hacerlo la fuerza del viento, el olor de la sal, de la mar abierta o del agua mezclada del puerto. También nos permiten experimentar la lentitud del tiempo del viaje en los días de encalmada, el esfuerzo diario y organizado de los trabajos a bordo; o los sonidos y movimientos sobre el muelle en las operaciones de carga y descarga en el traslado de mercancías. Y también, cómo no, la emoción de miles de personas que antes que nosotros se fundieron en últimos abrazos al despedirse o en emocionados abrazos de reencuentro; la esperanza de los afortunados pasajeros del Stanbroock, la angustia de quienes no pudieron embarcar. Todo eso y mucho más (defensa del mar embravecido, espacio de calma asegurada) es un puerto para los habitantes de la ciudad a que sirve. No es tan sólo el espacio de comercio, mercado e intercambio que una mirada mezquina vería. Tampoco puede ser tan sólo un simple solar con el que comerciar, ni un espacio para el ocio multitudinario y el recreo entendido como simple entretenimiento y oportunidad de negocio. Debería ser un lugar mantenedor de memoria, un lugar de pasado, presente y futuro simultáneos, donde todas aquellas vivencias pasadas puedan ser imaginadas, percibidas y por tanto sentidas. Donde cada cual pueda vivir su propia vida sin el intrusismo ruidoso del comercio exacerbado. Podríamos decir -de nuevo con Manuel Delgado- que debiera ser un espacio que respete la diferencia, pero que entienda también el revindicado «derecho a la indiferencia». Un lugar donde los lazos inmemoriales de un pueblo y su mar pervivan para siempre como fuente de necesaria riqueza inmaterial en la vida cotidiana de la ciudad que ese puerto protege

La transformación de los puertos en espacios para lo público obliga a estar a la alta altura que esa condición exige. Y la arquitectura que allí se desarrolle deberá ser sólo la necesaria y ser capaz, como lo es cuando escapa al mercantilismo y al deseo de autoría que siempre termina extravagante, de evocar todas esas voces que están ahí mereciendo ser oídas y recordadas. No deberíamos olvidar lo que Carles Martí, un grande del pensamiento teórico español, nos ha enseñado sobre arquitectura y ciudad: «Un espacio público no puede serlo en verdad si no hay en él también espacio para la intimidad». Y no deberíamos olvidar tampoco que quienes damos forma física al mundo, con decisiones o acciones que devienen construcciones nuevas y modificaciones de lo que heredamos, somos responsables primeros de si ese mundo-ciudad será o no entendido como un lugar común, propiedad de todos: por todos trabajado y, por tanto, por derecho, por todos heredado.