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Análisis

Nunca es triste la verdad

La coincidencia casi unánime en que el lugar elegido para levantar la oficina de turismo no es idóneo y la convicción de que debe ser trasladada choca con la cruda realidad de saber si puede hacerse, qué cuesta y quién lo pagará

Panorámica de la oficina de turismo captada esta misma semana donde se aprecia que ya ha comenzado a cubrirse la estructura. pilar cortés

Después de tres años de una accidentada tramitación que arrancó en el seno de un gobierno municipal tripartito en el que nadie se fiaba de nadie (quizá de aquellos barros vienen estos lodos), Alicante se ha encontrado con que en la plaza del Puerto le está creciendo un mastodonte que, pese a contar con todos los parabienes legales, parece haber coincidencia en que no gusta a casi nadie. Al menos con ese volumen y en ese lugar.

Ni el actual Ayuntamiento del PP que al final fue el que dio le visto bueno a un proyecto que puso en marcha a hurtadillas el PSOE de Gabriel Echávarri, ni el Puerto, que consintió el emplazamiento pero no pondrá objeción alguna a una modificación, no parecen estar ahora por la labor de que esa estructura de más de 400 metros de planta y seis de altura continúe ahí. Cuestión aparte es que sea posible.

Tras la desestimación del recurso presentado por Guanyar el pasado julio por posible vulneración de la normativa urbanística (la del Puerto y la del entorno del Castillo de Santa Bárbara) y cuando las obras llevan ya cuatro meses de recorrido (se iniciaron en diciembre y esta misma semana ha comenzado a cubrirse la estructura), el alcalde, Luis Barcala, y el presidente de la Autoridad Portuaria, Juan Antonio Gisbert, celebraban una reunión esta semana. Un encuentro en el que no sólo escenificaban su postura común a favor del cambio sino que se planteaban varios espacios alternativos en terrenos portuarios para colocar una oficina de turismo de la que sabemos lo que se ha invertido en ella (700.000 euros abonados por la Generalitat) pero no si realmente se puede cambiar de sitio, lo que costará hacerlo y quién lo pagará.

Unas incógnitas cuyo despeje pasa por contar en la ecuación con las dos equis que faltan para que la decisión que se tome sea de verdad viable y no una mera brisa que aprovechar en la marejada de estos tiempos de promesas electorales que al final pueden acabar en nada.

A saber. Falta la Generalitat, a quien Barcala asegura que ya ha solicitado una reunión y que paralice las obras (dado que fue quien las contrató), pero que no había tenido conocimiento oficial del tema hasta esta comunicación, de la que se desconoce la respuesta sobre todo respecto al parón de los trabajos, la cuestión más peliaguda.

Y falta el autor del proyecto, con quien no consta que se haya hablado y quien algo tendrá que decir sobre la posibilidad de cambiar de ubicación, en el avanzado estado de construcción en que se encuentra, una estructura de tamaña envergadura creada para ese escenario en concreto. El proyecto incluye unos espejos que proyectan la imagen de castillo y del mar que, en otro punto de la ciudad, no se sabe qué reflejarían, aducen quienes defienden el diseño y abogan por darle la oportunidad de verlo terminado antes de denostarlo.

A falta del informe que el alcalde asegura que ya ha encargado de lo que costará la fiesta, lo que parece claro es que, de acometerse el cambio, todo apunta a que el dinero tendrá que salir de las arcas municipales. Algo que el jefe del Consell, Ximo Puig, ya se ha encargado de apuntar («espero que el Consistorio tenga hechas las cuentas de lo que puede costar mover la oficina», ha dicho) y que el primer edil parece tener asumido al menos de boquilla («es preferible costear el cambio de ubicación de un pegote que lamentarse de no haberlo hecho», precisó en el inicio de esta polémica).

Una afirmación que a buen seguro comparten y aplauden muchos vecinos de esta ciudad pero que puede chocar de bruces con el monto de una mudanza que hay quien asegura que puede salir por casi lo mismo que lo que costó el proyecto inicial. «Con lo que ya no sería un cambio de espacio urbano sino otra oficina nueva», aseguran fuentes conocedoras de la dificultad que entraña la operación y pesimistas sobre la posibilidad de que se corone con éxito.

Un final para el que el tiempo juega a la contra. O a favor. Según se mire. Si al final se acuerda que la oficina emigre del espacio en el que está tiene que ser antes de la cita electoral. Después será tarde. No se hará. El arranque de la confluencia de voluntades vivido esta semana daría paso una ralentización antes de que la parálisis condujera al olvido de la idea de cambio y, con él, a la perpetuación de la polémica oficina en la plaza del Puerto durante al menos los quince años por los que se ha formalizado la concesión. De la eternidad de lo provisional en esta ciudad sabemos mucho. Ahí está la estación de autobuses como ejemplo.

Así las cosas, es preciso perfilar cuanto antes todos los extremos que rodean el cambio (donde no es baladí la negociación con la empresa, que está haciendo lo que se le encargó y ahora se le diría que deje de hacerlo) para pasar de las palabras a los hechos y desmentir o confirmar si, como dice Serrat, nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio.

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