Hace tiempo que perdí la cuenta de los artículos que he publicado reflexionando sobre nuestra Constitución. Y he escrito más desde que el homenaje se hizo inseparable de la petición de reforma. Porque llegó un momento en el que la sinceridad crítica exige que el paisaje se pinte con todos sus accidentes, también con las noches de tormenta y no sólo con los tonos pastel de los amaneceres.

Nada es peor para el prestigio de la Constitución que los textos caligrafiados con azúcar, que tanto abundan y que, en honor de los más altos principios del consenso y de la convivencia, ocultan las zonas de sombra y los problemas acumulados.

Alabar la Constitución como realidad inmutable, igual a sí misma por encima de toda pregunta o de toda insinuación de imperfección, sólo se justifica si se defiende que la sociedad no ha cambiado en 40 años y que los principios sobre los que se erigió la democracia constitucional del 78 son los mismos que hoy preocupan a España y Europa.

No caen los hagiógrafos del Texto Fundamental en que sus alabanzas, huecas e indocumentadas, son puramente conmemorativas, esto es: sitúan a la Constitución en el pasado, incapacitándola para ubicarse como animadora del presente y motor del futuro.

Me apunto a todos los elogios y tienen toda mi admiración los padres constitucionales: sin asomo de ironía afirmo que me parece una gran Constitución, la mejor de la Historia de España. ¿Pero costaría tanto aceptar que la lección del constituyente consiste, hoy, en apreciar que la voluntad de llegar a acuerdos para adoptar decisiones reformistas vuelve a ser necesaria?

Se trata, como dijo memorablemente Adolfo Suárez (padre) en 1976, de "elevar a la categoría política de normal, lo que a nivel de calle es plenamente normal". Sólo que sabiendo que lo que es normal hoy no es lo que era normal entonces.

No debemos frivolizar la reforma constitucional ni sobra hacer protesta de prudencia cuando de esto se habla. ¿Pero no es hora de pedir la misma renuncia a la frivolidad y similar prudencia a los detractores del cambio "por principio", a aquellos que exigen consenso antes siquiera de sentarse a hablar, negando así la base misma del consenso pues se atribuyen la capacidad de bloquear todo diálogo?

Dicho con prudencia y paciencia: el atraso de un discurso abierto a la reforma ha dejado de ser un asunto "técnico" para convertirse en un factor importante en el bloqueo de la política española.

Por un lado porque el constitucionalismo permitiría construir puentes que abran caminos hoy cerrados. Piénsese en el reparto territorial del poder y la financiación autonómica, el gobierno del poder judicial, los déficits en algunos Derechos Fundamentales, las dificultades para la plena igualdad de género, la sinrazón del Senado, las injusticias presentes en la normativa electoral, la indefinición de la autonomía local; en las contradicciones crecientes en el control de constituiconalidad o en la inserción de nuestro ordenamiento jurídico en la experiencia europea.

No se trata de esperar resultados mágicos pero sí de abrir el terreno a respuestas nuevas desde nuevas preguntas. Nunca entenderé que alguien diga que aunque este argumento sea solvente los riesgos que se corren son demasiado altos. ¿Por qué? Con ese argumento defienden una Carta Magna eternamente inmóvil, desligada de cualquier Historia, por peligrosas que se vuelvan las cosas.

Dicho de otra manera: la Constitución está perdiendo su carácter originariamente consensual para ser la Constitución, sólo, de una parte de los españoles: la de los conservadores. Y quizá, pronto, de algunos anticonstitucionales.

Ligado a esto hay otro argumento para la oportunidad de la reforma: la defensa de la política. Porque una Constitución es Política, con mayúsculas. Decir esto en momentos de descrédito de la política puede parecer inapropiado. No estoy de acuerdo.

Precisamente ese descrédito impone, con la apremiante urgencia de lo imprescindible, la reforma como instrumento de relegitimación del sistema, cuando se encuentra impugnado desde muchos sectores. Y cuando lo será aún más por malos vientos que vendrán desde lugares no tan lejanos y que regresan desde tiempos que creímos superados.

Necesitamos adaptar la Constitución a una España europea en tiempos de globalización y de cambio climático. El mundo no va a sentarse a esperar a que la Constitución se adapte por sí misma a los nuevos fenómenos: nunca ha pasado y nunca pasará. El sistema político puede mutar. Pero lo hará, precisamente, contra la Constitución y sus principios. Porque esa mutación será invisible y silenciosa pero regresiva: la pilotarán los sectores más poderosos, los que tengan más capacidad para vulnerar materialmente el espíritu constitucional en nombre de su cumplimiento formal. Ya está pasando. La deslegitimación de lo político quizá no esté programada, pero favorece algunos intereses concretos.

La política debe dialogar con las nuevas condiciones de la economía o las tecnologías y donde antes sólo se defendía lo estrictamente regulativo debe indagar en otras formas de presencia y acción, como fórmulas de codecisión en las que las instituciones definan los intereses públicos y los defiendan en alianzas con actores civicos diversos.

Necesitamos, seguramente, más "soft power" para que las instituciones recuperen una capacidad de liderazgo que no se reduzca a la amenaza o la sanción. Pero todo eso debe estar enmarcado en un texto constitucional cuya mera reforma sea ocasión de debatir sobre el tiempo que nos alcanza y enviar invitaciones de incorporación a la esfera pública a jóvenes y otros sectores que renuncian a la política para integrarse en el amplio reino de los "perdedores de la globalización" o, simplemente, de los perdedores de la esperanza, listos para agregarse a los populismos reaccionarios o a las caravanas gregarias de los dispuestos a escapar hacia parajes del pasado cosidos a las brumas del futuro.

No se trata de pedir demasiado a la Constitución y a su reforma. Pero sí de elevar el vuelo para buscar nuevas perspectivas. Como hicieron allá por 1977 algunos que estaban mucho más cargados de miedo y de desconfianza. Lo otro, esto, es un aburrimiento ilimitado. La cobardía y la espera de las banderas de la reacción.