Ellos saben como nadie qué es lo que pasa cuando un malo ve a su víctima con alguien que parece todavía más malo. Se hacen llamar Gárgolas, son alicantinos y se constituyen como asociación motera solidaria. Su principal objetivo está claramente definido: proteger a los menores. Y su modus operandi es curioso a la vez que pícaro, pues exprime el tópico del motorista peligroso para hacer todo lo contrario: acompañar al colegio a los pequeños que sufren acoso escolar, el fatal maltrato entre compañeros que también conocemos como bullying.

La ayuda que ofrecen se traduce en un rugido de varias motos que se van acercando a la puerta de un centro escolar. Y eso es todo. O, mejor dicho, prácticamente todo. No hay agresividad, ni violencia, ni dedos que señalen a un supuesto agresor. Los moteros de Gárgolas se limitan a acompañar con sus vehículos a la víctima a su centro educativo, aparcan, el menor entra al centro y se van.

«Cuando un padre solicita que le ayudamos, suele ser porque ya ha solicitado ayuda y nadie ha hecho nada», explica Juan Venancio, presidente de la asociación. «Les dicen en el centro: 'vale, sí, me encargo yo'. Y luego nadie hace nada». «Ese es principalmente el problema con el que nos encontramos», añade el motero.

La base profesional es el ingrediente que aporta valor a este proyecto solidario. Aunque ninguno de los motoristas tiene la formación necesaria para decidir si esta actuación u otra es correcta, en relación al trato y la repercusión en los menores, la asociación cuenta con los consejos y el asesoramiento de una psicóloga experta, la alicantina Aitana Gómez.

Cuando llega un caso a Gárgolas, es decir, cuando alguien busca que los once miembros que forman esta agrupación les eche una mano, es Gómez quien marca las pautas. «Aitana evalúa el caso y decide si se quiere entrevistar con los padres o los hijos. Luego, es quien decide cómo se va a actuar», cuenta Venancio.

Hasta ahora todo parece tener un color celestial, pero también hay un gran trabajo detrás que no siempre ha resultado sencillo. «Hay días que ha sido un poco difícil el trabajo con los moteros. Cada uno tiene un carácter y una ideología, y todo es respetable, pero aquí estamos hablando de una labor social. Los prejuicios y juicios, todos, hay que dejarlos en casa», apunta Aitana García, la psicóloga que lleva la batuta de los distintos casos .

García pone en valor el trabajo de la asociación con la que trabaja mano a mano al tiempo que cuenta los consejos que les da para que puedan desarrollar su función de la mejor manera posible. «Les digo que nunca se metan con el supuesto agresor porque solo conocemos una versión. Tenemos que juzgar lo que conocemos para ayudar a la persona, no para perjudicar a nadie», argumenta la profesional, quien añade: «Hay que saber cómo hablarles, cómo tratarles y cómo comunicar las cosas».

En cualquier caso, la función de los integrantes se limita al acompañamiento. En ningún ocasión, recalcan tanto García como Venancio, se entra en temas de evaluación o intervención con la persona. «Eso es cosa de profesionales y la asociación no puede hacer ese intrusismo. Se les dicen los recursos de los que disponen y se realiza el acompañamiento», explica la psicóloga. Entre 2017 y 2018, Gárgolas ha registrado cerca de 20 casos, según los datos que maneja la asociación.

Al margen de la función que tiene como contexto la puerta del instituto, sin lugar a dudas la más llamativa, la solidaridad de Gárgolas también llega a las aulas, en forma de charlas sobre delitos en internet, ciberacoso, grooming y otros, y a la calle, con almuerzos solidarios. El último de estos tuvo lugar el pasado 25 de noviembre y, además de recoger comida y ropa, los moteros consiguieron lograr su objetivo: un planetario para ALASAC, la asociación que trabaja en Alicante con niños con altas capacidades.

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Al mismo tiempo, tienen una línea de actuación que se acerca a la violencia de género. El pasado año, una joven de 19 años denunció a su pareja por malos tratos. Asustada por el día del juicio, acudió a Gárgolas. «Fue un caso muy grave que llegaba hasta el secuestro en casa, con drogas, maltrato físico y psicológico. Nos llamaron los padres preocupados porque no sabían qué hacer», cuenta García. Al principio, en el primer encuentro que tuvieron, la joven no entendía bien cuál era la labor del grupo, «pero cuando le dijeron que le iban a acompañar, hasta se emocionó». El día del juicio, todos los moteros hicieron una barrera humana para que la víctima no tuviera que cruzarse con el agresor.