Sonrientes y optimistas con su futuro más inmediato. Aunque sin ocultar el pesar y dolor cuando son preguntados por las condiciones que les llevaron a dejar atrás su hogar, su familia y su patria en busca de un porvenir que en sus países de origen se les negaba.

Así se mostraban ayer varios de los inmigrantes rescatados por el Aquarius, un día después de su llegada al Puerto de València a bordo de los tres barcos de la solidaridad, quienes no dudaron en salir del complejo socioeducativo de Cheste, donde permanecen refugiados temporalmente, porque, según describen, estaban «cansados» de tantos días en un espacio «pequeño» -explica con gestos Ramzi, natural de Sudán- haciendo referencia a la embarcación que salvó sus vidas y a cuya tripulación muestran todo su agradecimiento.

Este sentimiento de gratitud, por algo que podría parecer tan sencillo como prestar asistencia humanitaria a un buque con 630 personas sin comida ni agua y al que ningún puerto próximo daba permiso para desembarcar, era compartido por todos aquellos que salían de las instalaciones para dar un paseo, ir a comprar tabaco o simplemente conocer algo más del nuevo país que les ha dado 45 días de permiso de estancia mientras se tramita caso por caso sus solicitudes de asilo.

Ramzi Yaser, de 19 años, muestra orgulloso su documento, sellado por el Ministerio del Interior y con su huella dactilar estampada en él. Se trata de una simple solicitud de cita de protección internacional, pero para él es mucho. Con este simple papel, él y sus compañeros se pueden mover libremente y regresar posteriormente al pabellón del complejo deportivo de Cheste que Cruz Roja ha habilitado con camas plegables para los 415 hombres. A unos 100 metros otro edificio acoge a 52 mujeres y nueve niños acompañados por sus madres.

Para los más pequeños Cruz Roja les llevó ayer por la mañana juguetes, peluches y chocolatinas. Su intención es la de que vivan como lo que son, unos niños, y dejen atrás cuanto antes las penurias vividas en estos últimos días, explica una voluntaria de Cruz Roja.

Fútbol y arroz al horno

Para hacer también más agradable la estancia de todos los migrantes en el complejo de Cheste, a lo largo de la mañana se hizo una especie de liguilla de fútbol. Con camisetas azul y verde para distinguir a los equipos, los adultos jugaron varios partidillos en los campos de fútbol sala situados frente al pabellón en el que duermen y comen.

Tras practicar deporte llegó la hora de reponer fuerzas. El menú para su primera comida contaba con primer plato, un arroz al horno de segundo y fruta de postre, según explicaron fuentes de Cruz Roja.

«Todos los días va a ser una dieta equilibrada, adaptando el menú a la religión y cultura de cada uno de ellos», aclaró Javier Gandía, responsable de Emergencias en la Comunitat Valenciana de Cruz Roja, ya que muchos de ellos no pueden comer cerdo. «Es imposible describir con palabras todas las muestras de cariño que estamos recibiendo», destacó.

Ahora esperan ponerles un televisor para que puedan ver el Mundial de Fútbol. Sin embargo, aunque después de su odisea el ocio no está de más, no pierden de vista su objetivo: «Queremos encontrar un trabajo y quedarnos en España», remarca Omda Mohamed, también de Sudán, y que salió a dar un paseo junto a otros dos compatriotas. Su deseo es poder ser algún día «doctor», explicaba.

Otro grupo de tres inmigrantes subsaharianos, también alojados en el pabellón de Cheste, optaron por tomar un taxi para ir a València. Querían conocer la ciudad que les había abierto las puertas.

Righi Farouk, de 43 años, y Jamel Suadi, de 36, ambos argelinos, permanecían sentados en una parada del bus próxima esperando que pasara el transporte para ir a un lugar donde poder comprar tabaco. Su intención es la de poder trasladarse a Francia, ya que tienen familia allí y por el idioma les resulta más fácil labrarse un futuro en tierras galas.

Según explican, trabajaron durante unos años en Libia en el sector de la construcción, pero tuvieron que abandonar Trípoli por «un grupo» que iba tras ellos. Por ello cedieron a las mafias de la inmigración ilegal, y pagaron 800 y 1.000 euros cada uno de ellos para subirse a botes en los que iban más de 90 personas, apuntan. «Pensaba que no salíamos del mar, me siento una persona resucitada», apuntaba Righi al recordar cómo fueron rescatados por el Aquarius.

Detrás de cada uno de ellos hay una historia, como la de Ezzeddine, quien tuvo que huir de Darfur (Sudán), tras el secuestro y crimen de su primo. Esperan que el terror del que huyen sirva ahora para obtener el estatus de refugiado.