Cuando me llamaron comunicándome que Pedro Orts Ruiz, mi pediatra y el de tantos miles de comprovincianos, había fallecido súbitamente, mi impacto fue tal que lo primero que me vinieron a la memoria fueron aquellas estrofas de Miguel Hernández en su Elegía a Ramón Sijé: «Un manotazo duro, un golpe helado, un hachazo invisible y homicida».

Había nacido en Villajoyosa el año 1924 pero mantenía una lucidez extraordinaria acompañada de una memoria prodigiosa. Ejercía de jefe del clan familiar, con médicos y farmacéuticos entre ellos, estaba atesorando unas voluminosas memorias donde cabía todo, me contaba, con sutil ironía no exenta a veces de cruda mordacidad, mil anécdotas desde el día en que vine al mundo pues vivía en el piso de debajo de mi casa y mis conversaciones, mezclando valenciano y castellano, lo mismo eran por la calle que telefónicamente, la última para felicitarle por su onomástica, recordándome todos aquellos 29 de junio que su vivienda se llenaba de decenas de tartas, dulces y otros obsequios de padres agradecidos.

Gustaba de pasear a diario buscando las zonas verdes más pobladas para huir del sol, bien por la plaza de Calvo Sotelo, o preferentemente bajo los ficus centenarios del parque de Canalejas, para él la zona más fresca de Alicante. Y siempre me llamaba para que estuviera presente en eventos importantes de su vida como cuando le entregaron en el castillo de Santa Bárbara una placa de la calle que se rotuló con su nombre.

Igualmente acudía él a actos en los que yo era el protagonista, presumiendo de la presencia de mi pediatra, lo cual me rejuvenecía.

Ejerció la medicina como un sacerdocio, sin horas ni días, atendiendo a todos, desde las hijas de cierto gobernador civil que iban en el coche oficial a la consulta, hasta las más modestas familias del pueblo más recóndito. Su sencillez y campechanía, unida a una predisposición a atender en cualquier momento del día, gustaba a la gente humilde y por ello fui testigo por vecino de cómo a altas horas de cualquier fin de semana veías llegar a una madre con una criatura envuelta en una manta que tocaba el timbre de su casa y le decía compungida: «Don Pedro, que porte a la xiqueta malalta, en molta febra». Y oía su voz decir: «Vinga, puja? i tranquila».

Este vilero de pro tenía un ojo clínico impresionante; a menudo no le faltaba más que una visión general del niño para dar el diagnóstico preciso. Además, nunca dejó de estudiar, de ponerse al día de los avances en su especialidad que continuó su hija Manuela. Ejerció la profesión durante más de seis décadas por pura y entusiasta vocación. A los veintidós años ya era licenciado en Medicina y fue alumno del profesor Jiménez Díaz en la cátedra de Patología Médica, colegiándose en Alicante en 1946 tras obtener el título de médico puericultor en Madrid.

Ha tenido la que dicen muerte de los justos, repentina, sin sufrimiento alguno. La reciente desaparición de su mujer, Manuela Llinares, lo había dejado «solo», ese fue el calificativo que me dio aunque vivía con el cariño de sus hijos Ángela, Vicenta, Manuela, Marta y Pedro así como de una legión de nietos.

Socarrón, bondadoso pero también temperamental e incisivo, su ausencia va a producir una profunda pena para muchos a los que nos atendió en nuestra primera edad y siempre lo quisimos y admiramos. Para él era «el meu Quinín» y desde luego que con su pérdida se me ha ido algo mío, un compañero del alma, compañero.