Después de 44 días de juicio, 26 sesiones de vista oral y tres jornadas de intrigante deliberación, el acto final del juicio de los trajes duró lo que una película (casi dos horas) y contuvo casi todos los ingredientes de un filme de serie B. Sí, al final el protagonista se salvó y salió feliz por la puerta grande acompañado de su esposa y su hijo mientras el abogado defensor paladeaba la victoria de su vida ("lo importante es el cliente", disimulaba Javier Boix). Pero antes de este clímax se desarrollaron muchas subtramas que redondearon el filme o lo hicieron más tragicómico, según se mire.

En primer lugar, el ambiente. Más de 250 personas se apostaron enfrente del Palacio de Justicia de Valencia después de haber sido convocadas allí para una concentración en apoyo al juez Garzón. Pronto se olvidaron del "Garzón, amigo, el pueblo está contigo" para centrarse en la trama principal al grito de "presidente, delincuente", "Camps a la presó", "molta corbata i molt poca vergonya".

La radio y los móviles les hicieron saber el veredicto absolutorio. Entonces, la rabia aumentó. Mientras agitaban pancartas de "Esta justicia es una farsa" y gritaban "tongo, tongo" o "algo huele mal, en este tribunal", un secundario de lujo entró en escena. Era Alfonso Rus.

Arropado por sus ayudantes de cámara Juan José Medina y Emilio Llopis, el presidente provincial encendió la mecha cuando miró desafiante a los manifestantes y, como un César en la Roma imperial, agitó el pulgar hacia abajo. El gesto le mereció graves insultos de los manifestantes, que le chillaron "chulo" y otros improperios ante la atenta vigilancia de una treintena de policías nacionales y una decena de agentes locales. Lejos de arredrarse, Rus se separó de sus colaboradores para, con una sonrisa en la boca, desafiar a los presentes plantando primero un dedo (fue el índice, pero con el significado inequívoco de una peineta) y levantando luego dos dedos para hacer el signo de la victoria antes de entrar al palacio. La pitada fue monumental.

Arriba, a las puertas de la sala de vistas, la fiel hinchada de Camps lo esperaba. Su mujer, Isabel Bas, respondía tajante al periodista: "¡No quiero saber nada de vosotros!" En el resto, caras de satisfacción por el presidente (como algunos todavía llaman a su Paco).

Por ejemplo, Rafael Blasco. "Esto representa el triunfo de la dignidad frente a la infamia de haber puesto en tela de juicio a un presidente elegido democráticamente. Esto no es sólo justicia, sino una reparación y una rehabilitación en todos sus derechos. Él tiene las puertas abiertas dentro del partido", respondía Blasco. Alfonso Rus era más claro. Su futuro político "él lo decidirá, y yo estaré en lo que él haga", dijo el presidente provincial del PP tras proclamar: "Ahora creo más en la justicia. Hay justicia y sentido común". Otros actores de reparto como Juan Cotino, Vicente Betoret, Trini Miró o Rafael Aznar entraban y salían de escena mientras el torero Vicente Barrera (el toque de color) mostraba su "alegría" por el desenlace de un juicio que aseguraba no entender. El público, cada vez más excitado, le gritaba "Fascista de primera, Vicente Barrera".

Sin embargo, todo ello no eran más que los minutos de relleno. Todo el mundo esperaba el final de la película. Había pasado ya casi una hora desde el pronunciamiento del jurado popular y nadie se movía de su sitio. Unos para aplaudir, saludar o -los más privilegiados- abrazar a Camps. Otros, para mostrarle la condena social que arrastra desde su lejana dimisión. Los focos apuntaban a la escalera lateral, la del turno de oficio. Primero bajó aquel coprotagonista que empezó el filme junto a Camps y del que apenas nadie ya se acordaba: Ricardo Costa, con la mano entrelazada a la de su novia y que declinaba las declaraciones a la prensa, aquéllas que tanto le agradaban en su etapa de secretario general del PPCV. "¡¡Culpable, culpable!!", le gritaban los extras cuando salía a pie del palacio entre una pitada inmensa.

Largos minutos después bajó Francisco Camps. Sonrisa de oreja a oreja, ojos cansados y a escasos centímetros de su esposa y su hijo. Sus fieles seguidores se le echaban encima en el vestíbulo del palacio. Efusivos abrazos, besos a los elegidos. A la prensa sólo contestaba "muchas gracias". Ni una palabra más.

La última escena empezó con la salida a la calle del molt honorable. No subió al coche oficial inmediatamente, sino que se tomó su tiempo. El público lanzó un par de huevos que quedaron sobre el asfalto y salpicaron al vehículo (ironías del guión por lo de "te quiero un huevo") y arrojó agua que mojó el traje del presidente (al traje, otra ironía). El protagonista, en su último gesto, miró a los manifestantes que gritaban "culpable" y, a cámara lenta, les brindó una gran sonrisa absolutoria y un irónico saludo con la mano derecha antes de subirse al coche y marcharse a su casa para celebrarlo con Rita Barberá, Rus, Blasco y otros íntimos. Tras él no dejó más que a un puñado de indignados y a decenas de periodistas. Justo la misma escena con la que empezó esta historia.