El tercer y último día de la Trilogía de las fiestas de Moros y Cristianos de Alcoy está marcado por las batallas de arcabucería entre ambos bandos y el intenso olor a pólvora. Sin embargo, estas contiendas, la de la mañana y la de la tarde, no se entenderían sin las Embajadas, actos en los que el representante de las huestes de la media luna y el de los defensores de la cruz protagonizan unos enfrentamientos dialécticos repletos de dramatismo que, sin lugar a dudas, se convierten en uno de los momentos cumbres de la jornada.

El día del Alardo es todo él una recreación de la batalla que en 1276 enfrentó a las tropas cristianas con las comandadas por el caudillo árabe Al-Azarq. Y como en cualquier representación que se precie, el género teatral no puede faltar a la cita.

A las diez en punto de la mañana un jinete moro desciende por la calle San Nicolás en dirección al castillo portando un mensaje en el que insta a los cristianos a rendir la plaza. La única respuesta, aunque sin duda contundente, se la da el capitán de los defensores de la cruz, que rompe en mil pedazos la misiva. Indignado por tal reacción, el mensajero emprende con su caballo una rápida carrera en busca de los suyos, entre los aplausos y los vítores del publico.

Media hora después, llega hasta los pies de la fortaleza el embajador moro, encarnado por Juan Javier Gisbert, con el objetivo, esta vez sí, de lograr la posesión de la villa por la vía dialéctica. Antes de proclamar su embajada, y en un ejercicio de autoconvencimiento, el representante de las tropas musulmanas le pide a Alá que otorgue energía a sus palabras para convencer a los cristianos «y eviten que se haga de sus vidas y hacienda un estrago». Tras exigir al centinela del castillo la presencia del comandante de la cruz, le reclama que entregue la villa a Al-Azraq, con la promesa de que «en él encontraréis no un vil tirano, sino un conquistador y rey benigno».

El capitán, sin embargo, le replica que «mucho prometes ahora, más nada cumplirás llegada la hora», instando a su embajador, Ricard Sanz, a contestar. Éste, en un tono agresivo, deja claro que «nunca el cristiano tuvo la villanía de entregar los castillos y las plazas, sorprendido de dichos y amenazas», lo que despierta la indignación de su adversario, que tras ver despreciada su oferta advierte que «sobre vosotros, al instante mismo, va a caer el rigor del rey mi amo».

El diálogo, con tintes cada vez de mayor dramatismo, va subiendo en intensidad, hasta conducir al inevitable enfrentamiento bélico. Al grito de «¡Viva Al-Azraq! Tomemos el castillo» por parte del moro, y «Per Sant Jordi i Aragó, a defensar la fé de Jesucrist!», por parte del cristiano, empiezan a sonar los primeros arcabuces.

La situación se repite por la tarde pero a la inversa, siendo los cristianos los que dan la Embajada para recuperar la fortaleza, con idéntico resultado.

Después, al final de cada batalla, llegará la lucha con espadas a los pies del castillo. Cabe resaltar que este año sonaron por megafonía antes de cada Embajada las fanfarrias compuestas a tal efecto por José María Valls. Los embajadores, además, estrenaron espadas.