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Alcoy

Y Dios creó a la mujer...

La Biblioteca guarda un curioso tratado moralista del siglo XVII

Y Dios creó a la mujer...

Los tratados sobre lo femenino tienen gran arraigo en la literatura hispánica. Y entre ellos destaca la aportación del valenciano Jaume Roig con su «Espill», escrito en torno a 1460, más o menos cuando Joanot Martorell comenzaba la redacción del «Tirant lo Blanc».

«L'Espill» es una feroz diatriba contra las mujeres que se enmarca en el debate sobre la condición femenina que se suscita en la literatura desde el siglo XIII. Debido a su exagerada posición en contra de las féminas, a Roig se le achaca haber escrito el manual por excelencia de la misoginia medieval. Sus repercusiones fueron ya tan contundentes en su época que algunos críticos literarios consideran que la contestación a la misoginia del libro de Roig fue lo que impulsó a sor Isabel de Villena a escribir su Vita Christi.

De título casi inacabable, «Noticias muy necessarias que deven todos saber para que les sea fácil el camino de el Cielo, pues por no saberlas, y executarlas, pudiendo, se han condenado un sin número de Almas, particularmente de las Señoras, y demàs Mugeres», se trata de un impreso de finales del siglo XVII, toda una rareza al tratarse del único ejemplar conocido en España y que se puede consultar en la Biblioteca Municipal.

Según un estudio de la profesora María Luisa Candau, este librito está considerado un ejemplo de los manuales misóginos por excelencia del Barroco hispano.

Con la Contrarreforma religiosa impulsada desde el Concilio de Trento, los tratadistas tratan de recuperar los valores tradicionales femeninos frente al ambiente cortesano del renacimiento: una mujer sumisa, austera, discreta, laboriosa, virgen y casta. Y sobre ella centran sus ataques, en la naturaleza defectuosa del sexo femenino, bien por su nacimiento, bien por su inclinación al mal desde su aparición en el Paraíso.

Una tradición cultural que aunaba imágenes de mujeres convertidas en símbolos del mal, la tentación y la desgracia, como Eva y la manzana, y la expulsión del Paraíso, o Pandora y su curiosidad, origen de los males futuros. Esta cultura misógina se transmitió a los autores barrocos, los confesores y los predicadores que la propagaban desde sus escritos, el púlpito o el confesionario.

La aparición de los escotes en los vestidos femeninos dio lugar, además, a que estallase una sorprendente «polémica de los escotados» entre los autores religiosos, quienes debatían en torno a la naturaleza de la gravedad del pecado de las mujeres por el lucimiento de sus pechos.

Para unos, pecado venial; para otros, siguiendo a los Padres de la Iglesia, pecado mortal. Los moralistas del Barroco atacaban por extensión todo lucimiento en el atavío. En el caso de las mujeres, las galas y adornos perseguían, pensaban ellos, objetivos de mayor calado: atraer miradas, halagos y, en el peor de los casos, amantes.

Los contactos físicos que se producían en la confesión tenían, ciertamente, en constante alerta a los obispos. A mediados del siglo XVI se introdujo el confesionario para establecer una barrera física efectiva entre el confesor y la penitente. En 1561 la solicitación (delito cometido por el sacerdote que, aprovechando la intimidad de la confesión, requería favores sexuales o tocamientos a una feligresa) pasó a ser competencia del Santo Oficio de la Inquisición. La Orden de San Francisco había ordenado a sus religiosos que no absolviesen a las mujeres que «llegasen a confesarse con ellos enseñando sus carnes con sus escotados».

Los jesuitas predicaban que las mujeres «subieran los jubones hasta el cuello» para evitar dejar sus pechos a la vista del confesor. Pero el escándalo no menguaba. Entre los valencianos es famoso el caso del párroco de Benigànim, juzgado en 1608 por haber solicitado favores, nada más y nada menos, a 29 mujeres, la mayoría de ellas mozas, «con palabras lascivas y amorosas».

¿Qué debían hacer, pues, las mujeres para no caer en pecado ni provocar al varón? Pedro de Jesús, el autor del tratado en cuestión, animaba a las «señoras» a corregir su vestimenta y eliminar sus escotes.

Y, por haber usado de dichos escotes en el pasado debían hacer «una confesión general» porque de no hacerlo, «tendrán grandísimas angustias en la hora de la muerte y grande batería del demonio... si no procuran ahora con tiempo hazer penitencias y ajustar sus vidas...».

Unas opiniones y consideraciones morales que, tres siglos después, nos resultan totalmente disparatadas.

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