Es habitual escuchar en reuniones de amigos, eventos sociales o celebraciones acompañadas de comida que «siempre hay un hueco para el postre». ¡Qué relación tan particular tendremos con el dulce que, a pesar de recibir señales fisiológicas de saciedad, optamos por transgredirlas!

Según parece, poseemos una predisposición genética al sabor dulce en comparación con el amargo que funcionaría como mecanismo de supervivencia, ya que evitaría ingerir veneno o sustancias tóxicas para el organismo. Sin embargo, existe contrariedad de opiniones acerca de cuál sería el primer sabor experimentado, pues hay fuentes que indican que la leche materna es dulce por el azúcar de la lactosa. Otras apuntan que los calostros contienen sodio, que otorga un sabor salado y, por último, un estudio de la Universidad de Copenhague vislumbra que los sabores de la dieta materna son transferidos al bebé con la leche, preparándolo para la variedad que se introducirá en el pase a la dieta blanda.

De todas formas, ni la programación genética ni la primera inscripción de sabor pueden dar cuenta de la individualidad, puesto que siempre encontraremos personas que sean más de salado que de dulce o que, incluso, disfruten comiendo un limón. Cada cual tiene el gusto forjado en su experiencia, historia, educación y subjetividad.

¿Es la comida una adicción?

A menudo, recibimos en consulta a pacientes atrapados en una angustiante paradoja en su relación con la comida, pues aquello que les aporta satisfacción, calma e incluso refugio momentáneo les genera posteriormente culpa, vergüenza o arrepentimiento; y lo más llamativo de todo es que aún a pesar de ese malestar, permanece la fuerte resistencia a modificar los hábitos alimentarios, lo que resulta en el sobrepeso y la obesidad que padecen. Por tanto, pareciera que aun cuando el dulce posee «tintes amargos» por sus efectos psíquicos y físicos, cuesta desprenderse de ello.

Ya casi no se dedica tiempo al proceso a la elaboración del alimento, que formaba parte del ritual de la alimentación en el cual la persona ya invertía parte de su energía y hallaba satisfacción sembrando, cuidando la cosecha o recolectando. En la actualidad se vuelca toda la energía en el propio acto de comer, hecho facilitado por un mercado y una industria alimentaria que proporciona un acceso al alimento rápido. ¿Podría entonces pensarse en la comida como una forma de adicción? A nivel social y desde la OMS se han propuesto una serie de medidas para detener la epidemia de obesidad, fruto de esa relación compulsiva con la comida. Existen propuestas como, por ejemplo, gravar las bebidas azucaradas con un 20% para reducir su consumo, al igual que se ha hecho con los impuestos al tabaco; en los hospitales públicos británicos se ha planteado excluir a obesos y fumadores de las intervenciones quirúrgicas, acciones que tratan de equiparar la obesidad con cualquier otro problema de adicción como el tabaquismo.

Por otra parte, las teorías más biologicistas recogen que el azúcar o el chocolate activan en el cerebro unos centros de placer que liberan unas cantidades de dopamina que refuerzan la conducta, exactamente de la misma manera que la cocaína o la marihuana. Sin embargo, los manuales diagnósticos psiquiátricos no incluyen a la comida ni en la categoría de trastornos relacionados con sustancias ni en el apartado adicciones conductuales (juego patológico, compras, sexo, etc.).

La experiencia clínica aporta una serie de características frecuentes que se han de tener en cuenta y que pueden ofrecer semejanza entre la compulsión a la comida y cualquier adicción. Sin embargo, no podemos considerar seriamente que la comida pueda resultar adictiva.

El hambre es otra cosa

La persona obesa no come por hambre. Es por ello que no se sacia con la comida. Intenta taponar una constante sensación de vacío, insatisfacción o falta de afecto mediante la comida. En esta línea, el problema no se resolverá desde el punto de vista nutricional, sino que es preciso una terapia psicológica para resolver los conflictos íntimos y personales que subyacen en el paciente con obesidad para dar paso al deseo de la persona que se camufla bajo el peso, permitiendo tomar las riendas de su vida. Es por ello fundamental una intervención psicológica de carácter individual y también grupal, pues ambas se complementan, ayudando al paciente a compartir este «dulce con tintes amargos» con otras personas que atraviesan la misma dificultad, promoviendo la salida del bucle autodestructivo y de autosatisfacción en el que está inmerso. Cuando hay límites no hay obesidad. Llegados a este punto, comencé con un refrán y terminaré con otro: lo poco gusta y lo mucho cansa.