Solo la revolución de los sujetadores, cuando las mujeres decidieron rebelarse contra el establishment representado por sus padres, prescindiendo de una prenda tan eminentemente femenina –y necesaria, por otra parte–, puede equipararse a lo que supuso para la sociedad del mundo occidental la irrupción de la minifalda en el universo de la moda, o mejor dicho, del vestir.

Nada podía ser más inofensivo para los adultos que el descaro que suponía la aparición de chicas, desde la adolescencia hasta los veintitantos, con las piernas al aire. Cualquiera que quisiera apuntarse a la modernidad, presumir de rebelde o de avanzada a los tiempos, debía contar en su vestuario con una de esas diminutas prendas, fuera falda o vestido. De eso tienen mil anécdotas que contar las españolas que se veían obligadas a respetar el largo establecido para los uniformes en las escuelas religiosas y, aunque la presión lograra que se hiciera algo más permisivo el tamaño del dobladillo, las que querían lucir pierna tenían que ocultar en sus casas su preciado bien en forma de minifalda, que llevaban en la cartera y se cambiaban al salir de la escuela y antes de entrar en casa de nuevo.

El porqué de su rápida expansión y de su éxito se puede encontrar en el hecho de que, tal vez por primera vez en la historia, no se trataba de moda, de ropa, de vestir, sino de reivindicar la libertad en todas sus facetas, y el atuendo era una de ellas. Todo lo pasado dejaba de ser un referente, había que inventar una nueva imagen que rompiera con todo. Las pasarelas ya no eran el trono desde donde se impartían las tablas del estilo; los desfiles eran cosa del pasado, una antigualla, reaccionarios; la moda dejó de salir de los altares de Chanel –que odiaba que se mostrara la rodilla femenina– y Christian Dior; se dice que Balenciaga decidió retirarse cuando vio hasta qué punto se imponían esas transgresoras tendencias, que trastocaban el concepto de la elegancia, o por lo menos dejaban de considerar la elegancia más clásica como la única opción para vestir con estilo. Claro que las minifaldas subieron a las pasarelas, pero eso sería a remolque de lo que ya era imparable. Y había dejado de considerarse escandaloso.

Una vez sentado y aceptado que la mujer era libre de vestir –y de pensar y de actuar– con tanta libertad como lo habían hecho siempre los hombres, la minifalda dejó de ondearse como una bandera y en la década posterior, las faldas se alargaron hasta casi cubrir los pies. Desde entonces, esas faldas y pantalones (el short se impondría más tarde y con bastante menos ímpetu y éxito) que apenas alcanzan a cubrir medio muslo han ido apareciendo y desapareciendo cíclicamente de la moda. Y en estos tiempos de nostalgias no disimuladas, resultaba una obviedad que también esa prenda que dignificó la británica Mary Quant. Sin connotaciones sociales, que ya las pioneras del movimiento de liberación no están en edad de llevarla. Porque, eso sí, la naturaleza impone sus leyes y no es aconsejable la mini en cualquiera de sus versiones a menos que se tenga unas piernas dignas de ser lucidas, sea cual sea la edad.