RECUERDO EL TIEMPO en que las chicas se dividían en tres clases: las guapas, las atractivas y las que tenían personalidad. Siempre me sentí a gusto formando parte del tercer grupo, el más inasible, aunque con frecuencia consistiera en un eufemismo para integrar a las que, lejos de esconder un defecto, lo mostraban sin disimulo, como aquellos pechos que crecían independientemente del resto del cuerpo, o la colección de pecas que heredamos las hijas de madres pelirrojas. La belleza caduca y el atractivo es caprichoso, pero la personalidad atrapa. Un valor elevado, y una manera de estar en el mundo. No sé quién me inculcó esa idea, pero rigió durante toda mi juventud, consciente de que lo más atractivo de mi ser era mi cabeza.