Una nueva compatibilidad se suma a la obsesión contemporánea por medir variables clásicas de nuestros romances como el estilo de vida, los valores, la sexualidad o las expectativas de futuro. Se trata de la química textual. Exacto. En lo que se refiere al amor parece que la tecnología, además de acercarnos a otros, también ha llegado para añadir más confusión a las complejas relaciones humanas.

Ya empiece en Tinder o en un bar, un inmenso porcentaje de las relaciones pasa por un periodo inicial que se conduce casi exclusivamente por Whatsapp. Un día la pareja incipiente da el salto de las redes sociales a esa extraña sensación de intimidad que proporciona la comunicación a través de mensajes en los teléfonos inteligentes. Al principio basta con la ilusión de que hay algo. Cada mensaje es una oportunidad. Cada respuesta una prueba. Y cuando la conversación continúa durante algunos días, se empieza a evaluar cómo se dice lo que se dice. En algunas ocasiones para celebrar que no incomodan forma ni contenido. En otras, para chequear una y otra vez si la conversación avanza por el camino deseado. "Ha estado muy borde". "Pretendía iniciar una charla fluida y me ha cortado". "¡No quiere hablar de sentimientos". "¡Va muy deprisa! ¿emoticonos con corazones?". "¿Qué habrá querido decir con eso de que ´soy muy amable´?" "Me está ignorando"? La lista de interrogantes, quejas y teorías que unos pocos caracteres provocan en el receptor es más propia de una auditoría que de un tonteo. Pero según un estudio reciente encargado por dos portales de citas el 46 % de las personas que usan aplicaciones como WhatsApp se han enfadado alguna vez con su interlocutor romántico.

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