Ya los romanos extendían una alfombra roja para marcar la ruta triunfal (breve) de los césares a través de la plebe. Se fueron desenrrollando otras, siempre del color encarnado de la pompa, para recibir o despedir a monarcas, dictadores y clérigos con un corto pero eficaz desfile. Las alfombras rojas estaban destinadas sólo al gran mundo de la realeza, y así lo reflejan los libros de historia y las pinturas de las cortes europeas. Aunque no es este el origen de lo que hoy se conoce como red carpet, tremenda metáfora del éxito global alcanzado con sólo pisarla, cuantas más veces mejor y sin importar méritos, por tantos seres que aspiran al oficio de famosa para ganarse la vida.

Quienes hoy clavan en ella sus palmitos en un posado, seguramente ignoran que en las demi-mondaines de la Belle Époque tuvieron unas antecesoras más audaces, más ambiciosas, más desesperadas y mucho más putas que ellas, que también soñaban desde una infancia anodina, a veces miserable y cateta, con pisar una alfombra roja; en su caso, se trataba de las alfombras del restaurante Maxim´s en París y otros lugares donde los millonarios hombres de negocios y los aristócratas pudientes acudían a vivir la vida libertina y extravagante que les ofrecía la canalla París. Desde 1890 hasta el inicio de la gran guerra, la ciudad acogió a bohemios, empresarios y mujeres sin nada que perder salvo su juventud, atraidos por la juerga sin fin, el descaro ácrata y el derroche de dinero en trajes, joyas y sirvientes que otros como ellos ya habían perpetrado.

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