"Nos rodean demasiadas cosas que hablan demasiado alto, y para sobrevivir hay que saber escuchar y hablar en voz baja. Si diseño una casa, una fábrica, una silla o una cocina, siempre necesito quitar y quitar hasta llegar a la estructura, menos de eso ya no hay nada, ¡y se tiene que tener mucho valor para quitar!", enfatiza el arquitecto y diseñador italiano Piero Lissoni (Seregno, 1956), uno de los nombres imprescindibles en las marcas de diseño contemporáneo más importantes, que ha obtenido el premio Hall of Fame of Interior Design en Nueva York y ha sido propuesto dos veces para el Compás de Oro por las cocinas Esprit y WK6 de Boffi.

Lissoni es director de arte de empresas como la citada Boffi, Porro, Tecno o Living Divani y ha realizado el interiorismo de la vivienda de Giulio Cappellini, uno de los gurús del diseño italiano.

Lissoni, junto con los más de sesenta creativos que trabajan en su firma, diseña muebles, cocinas, baños, iluminación, imagen gráfica... así como viviendas y hoteles de lujo, salas de exposiciones y hasta yates.

Austeridad y elegancia son las palabras que definen su estilo. Sus piezas son sobrias y funcionales y, asegura, nacen tras una investigación exhaustiva. "Mies van der Rohe dijo que Dios está en los detalles. No soy católico, pero pienso que, si Dios existe, existe en los detalles. Y cuando quitas tanto, debes trabajar con los detalles perfectos, pequeños pero perfectos", asegura.

Lissoni, formado en el Politécnico de Milán, es fruto de la cultura humanística de la universidad italiana, que teóricos como Vasari y Jean Bastiste Alberti ya habían fijado en el 1500: el arquitecto como ingeniero, escultor, doctor, licenciado y artesano... "A mí me gustaría ser así", afirma Lissoni, que abomina del modelo anglosajón. "No me gusta ser simplemente un arquitecto o un ingeniero o un diseñador industrial, o un art designer. Sólo a un inglés se le puede ocurrir una división tan tonta. Es una escuela que ha construido monstruos. Los arquitectos diseñan una piel; los ingenieros, la parte técnica, y otros diseñan lo que va dentro. Entras en un edificio de Zaha Hadid blanco, limpio, y dentro es un edificio barroco. O ves una obra de Rem Koolhas y nada tiene que ver el interior con el exterior. No discuto la espectacularidad del edificio, sino la desconexión entre lo que sucede dentro y fuera. La escuela inglesa ha destruido un modelo cultural". Pero, por suerte, concluye Lissoni, "las nuevas generaciones de arquitectos son absolutamente contrarias al mundo anglosajón".

Como diseñador, tuvo la suerte de nacer en Italia: "Milán, Treviso, la Toscana... llevan en el ADN el concepto de industria desde hace mil años. No se puede hacer proyectos importantes si no hay una industria fuerte". Y Lissoni recuerda que cuando se ha intentado construir un movimiento de diseño sin una industria detrás, se ha quedado simplemente en un experimento, porque sin industria no vas a ninguna parte. "No hace falta que las industrias sean grandes - añade -, pero sí es necesario un background tecnológico y humano. Nuestras empresas son capaces de construir objetos absurdos como los chinos, pero también las lentes del Hubble. Hay artesanos que construyen las maquetas con las manos, pero pensando en que lo fabricarán robots".

No es Lissoni un fetichista de sus propios diseños y reconoce que su casa es una "esquizofrénica" combinación de muebles escandinavos de los 60 y 70, piezas de clásicos como Le Corbusier y antigüedades.

No encuentra contradictorio con su pasión por los clásicos afirmar que "el modelo que defiende que la arquitectura es un icono para el futuro es arrogante y caduco... Mejor materiales ligeros que no tienen por qué durar mil años como el coliseo". Y asegura que nunca ha creído que sus creaciones vayan a convertirse en iconos. "Lo que hago tiene un tiempo, una vida. Como mis edificios, que durarán entre 25 y 30 años y luego serán destruidos o reciclados".

Y pese a que vive del diseño, muestra este creador otro contradictorio desapego por los objetos: "Una parte de mi sangre, muy diluida, es judía sefardí. Me enseñaron de pequeño que lo único que necesitas para ir por el mundo es el cerebro y el corazón. No importan los muebles, ni las alfombras, ni los cuadros".