En la semana que pasó y con la primavera barruntándose nos dejó Walter, otro pedazo de este pueblo cuyas historias va desgajándose como ramas vencidas por el tiempo.

Walter Herzog tenía 80 años de edad y era una de esas personas entrañables que existían en todos los pueblos, amigo de todos, enemigo de nadie. Con una cara de payaso bueno Walter devoraba «gusanitos», se los comía por toneladas, como cualquier tipo de chuches y le chiflaban los relojes de esfera luminosa.

Se dedicaba el bueno de Walter a distribuir folletos de propaganda. Para ello, solía pedirme prestada la bicicleta. Yo se la dejaba, hasta que un día le seguí de lejos y vi dónde iba y qué hacía.

Cogió la carretera de la costa y, al llegar a la cueva de la Tía Roqueta, comenzó a tirar al mar toda los folletos hasta que no quedó entre sus manos una sola estampica.

Comprendí entonces el por qué cogía aquellos monumentales cabreos cuando le devolvían algún folleto: quería quitárselos de encima, acabar con ellos.

Lo magnificaba todo y con todo se divertía y, como nada parecía sentarle mal -hay gente «pa tó»- , le gastaban bromas pasadas de rosca.

Una vez lo vistieron de novia por Carnaval subiéndole a una calesa donde, todo blanco y radiante y acompañado por un novio de postín, desató las risas de los vecinos. Sé que le hubiera gustado más vestirse de novio porque bebía los vientos cuando veía a una mujer. Siempre andaba proponiendo matrimonio.

Tuve mucho tiempo al bueno de Walter como vecino. Empecé a perderle la pista cuando se trasladó a Castellón, luego volví a verle esporádicamente. Adiós....