Miguel López hizo el pasado sábado una de las cosas más difíciles que se pueden hacer y es hacer el trabajo de otro, de su padre, Eduardo López Egío, como éste había hecho muchas veces a otros antes de su triste y sorprendente fallecimiento el pasado mes de mayo. El joven oriolano dejó el listón muy alto en uno de los momentos de las Fiestas de Orihuela más esperados, cuando el Oriol es el protagonista de una ciudad que vive el arranque de la Reconquista. Por su interés reproducimos íntegramente el discurso del hijo de un Síndico que, allá donde esté, estará muy orgulloso.

Excelentísimo alcalde de Orihuela, Don Emilio Bascuñana.

Valerosa y humilde Armengola 2016, Gloria Valero.

Embajador Moro, Juan de Dios Rogel.

Embajador Cristiano, José Rubio.

Presidente de la Asociación de Moros y Cristianos, Don Antonio Manuel

García.

Autoridades.

Cargos festeros.

Oriolanas, oriolanos.

Festeros todos.

¡BUENAS NOCHES!

Quisiera empezar dejando claro, desde el más profundo dolor de mi corazón,

que yo, no debería estar aquí esta noche, sobre este balcón, con la piel de

gallina y un nudo en la garganta.

Yo debería estar ahí dentro, henchido de orgullo, sonriendo a un padre todavía

más orgulloso, durante el discurso más importante de su vida.

Eso hace que esta noche sea una de las más difíciles que vaya a afrontar

nunca.

Esta noche es el encuentro agridulce entre el amor, el recuerdo y la felicidad. Y

el dolor, la ausencia y la tristeza más absolutas.

Esta noche es tuya papá. Va por ti.

Quisiera dar las gracias, en nombre de toda mi familia, a la corporación

municipal, a la Junta de Moros y Cristianos, a amigos, festeros y allegados.

A todos ellos, a todos vosotros, gracias por vuestras muestras de afecto y

vuestros gestos amables y delicados para con nosotros. Gracias.

Decía que esta es una de las noches más difíciles de mi vida, porque este

discurso es el discurso de Eduardo López Egío, no el de su hijo.

Hacer honor a la altura de sus palabras es una tarea delicada y comprometida.

Porque siempre era él quien escribía para poner voz a otros. Y ahora, esa voz,

ha quedado silenciada con un punto y final inalterable.

Os voy a confesar una cosa: en varias ocasiones, fueron las palabras del

Síndico 2016 las que abrieron LA fiesta grande de Orihuela desde este mismo

balcón.

Sin embargo, nunca salieron de su boca, pero él siempre estuvo detrás de los

aplausos, los vítores y las lágrimas, que iban desgranando los síndicos de

turno. Por puro amor a la fiesta, sin pedir nada a cambio.

Escribió este discurso para otros… media docena de veces. Y lo hizo en su

mente, para sí mismo, un centenar de veces más. Palabra por palabra. Punto

por punto.

Esperando a que llegase su oportunidad de plasmarlo en el papel, esa

oportunidad que llega ahora… a destiempo.

Desde que recibí la llamada que me proponía nombrar síndico portador de la

gloriosa enseña del oriol 2016, a Eduardo López Egío, solo he pensado en una

frase. Una frase que era suya por derecho y que estoy seguro que no hubiese

dudado en usar:

“Hostias, hace falta que se muera uno pa que le nombren algo en este pueblo”

Es un honor pues estar aquí, en LA que para LAS oriolanas y los oriolanos es

la noche más importante del año, en la ciudad MÁS importante del mundo,

rindiendo un pequeño homenaje a título póstumo, no solo al síndico que me ha

traído aquí, sino a todos aquellos grandes oriolanos y oriolanas que se lo

ganaron a pulso y no gozaron del privilegio de vivirlo: a Santiago Casanova,

Joaquín Mas Nieves, Mario Vargas, Francisco Tormo de Haro, Conchita

Martínez Marín, Joaquín Ezcurra, Pepe Baldó o Pedro Terol... solo uno de

nuestros ilustres pudo llegar a representar a Orihuela un diecisiete de Julio de

2008, el Presidente de Honor de la Asociación de Moros y Cristianos, Domingo

Espinosa, por todos ellos y los que quedan en el tintero pero siempre

presentes, vaya este sentido aplauso.

Esta noche, la noche en la que esta pequeña ciudad se convierte en gran país

independiente durante un día, tengo la oportunidad perfecta delante de un

micrófono, para compartir tres reflexiones con vosotros.

Tres reflexiones que surgen frente al papel antes de comenzar el discurso de

una vida.

La primera es sobre ella, la vida: aunque me vais a permitir que la haga a

través del honor de ser hijo de mi padre, y de los valores que él representa.

Para introducir esto, debo hacer acopio de todo aquello que lleva a un oriolano

a ser síndico, pues tantas son las razones que me han traído esta noche aquí.

Es la persona que representa a nuestra tierra y cuida de sus intereses

económicos y sociales, así como defiende a capa y espada sus tradiciones, su

cultura y sus gentes.

Toma la defensa socio-política como un pilar estructural básico de su labor, y

su objetivo y fin último es la defensa y beneficio de la ciudad.

La vinculación a la riqueza patrimonial y social del suelo que pisa, es lo que

mueve los engranajes de su corazón y le ayuda a cargar con el peso (real y

metafórico) de este emblema.

Estos, son también los méritos, los ideales y fundamentos de valor que definen

a un síndico oriolano.

SON, los que comparte con mi padre.

A través de la experiencia que transcurre en el lapso que va, desde una feliz

habitación de una pequeña casa en el Rabaloche durante un parto complicado,

hasta la noche calurosa de primavera en la que compartimos un último abrazo

de despedida, mi padre me enseñó los grandes valores que sostienen a una

gran persona.

Sin darse cuenta, desde la humildad, me enseñó que él encarnaba todos esos

valores. Día a día, ponía sobre la mesa su carta de presentación ante todo

cuanto se enfrentaba, y grababa su sello en todo lo que hacía. Un sello

cargado de virtudes y generosidad inmejorables, que se resumen en tres

historias muy breves. Nada más. Solo tres historias de su vida.

La primera sucedió durante la riada del 87 cuando, cargado de buena fe y un

paraguas, recorrió las calles de Orihuela, con el agua por la cintura, acercando

hasta sus casas a un grupo de gente atrapada en el Casablanca por la lluvia. El

paraguas hacía tiempo que había perdido su función, pero él continuó porque

sabía que era lo correcto.

Así aprendí que la generosidad va mucho más allá de los límites de lo

considerado.

La segunda historia, tiene que ver con las manchas en su ropa.

No todas eran por su buen comer, aunque todos sus amigos habían acudido

alguna vez a él para pedirle consejo y ayuda, lo que en muchas ocasiones, se

traducía en una copiosa comida o unas cervezas que dejaban huella en su

vestimenta.

Pero en muchas otras ocasiones, las manchas estaban en su pecho y sus

hombros, y eran manchas de lágrimas de todos aquellos con quienes había

compartido los momentos más difíciles, y también los más felices de la vida.

A nadie que él conociese le iba a faltar nunca un hombro sobre el que apoyarse

y llorar si era necesario.

Así aprendí, que la amistad es mucho más que el concepto tan abstracto que

aprendemos en las escuelas, que se demuestra con amor. Un amor

incondicional hacia nuestros seres queridos.

La tercera historia tiene que ver con tres de sus grandes pasiones: la política, el

periodismo y los escenarios.

“Más vale tarde que nunca”, pensamos todos cuando, hace tan solo tres años,

decidió matricularse en Ciencias Políticas, para obtener el reconocimiento de

toda una vida de saber político.

No llegará nunca a tener ese título enmarcado en una pared, pero no le faltaron

nunca inteligencia y capacidades para desarrollar su trabajo y su pasión.

Dio su primer mitin con el Partido Socialista, encaramado a un atril porque solo

lograba asomar la cabeza. solo tenía once años. Ofreció su ayuda a quien se lo

pidió y nunca huyó de las adversidades políticas. Mientras otros, a la carrera se

lanzaban con el rabo entre las piernas, nosotros le vimos volver a casa siempre

con la cabeza bien alta.

Trabajó para más de una docena de medios de comunicación de toda España,

en muchas ocasiones sin ver una sola peseta por su trabajo. Su lengua y su

prosa de oro le valieron más de una afrenta y una amenaza, pero su cabeza

seguía erguida.

Llenó las tablas de pasión, de carisma, de emoción, de risas, y de lágrimas. Su

corazón latía gracias a los escenarios, los micrófonos y el público al que se

entregaba.

Ni qué decir de la altura de su cabeza.

Amaba lo que hacía, y lo hacía con toda el alma puesta en ello.

Sin embargo, y a pesar de su tesón, su energía, su brillantez, su asombrosa

memoria y su cerebro lleno de conocimiento, tuvo que enfrentarse a enemigos,

y también amigos, por defender sus creencias.

Amaba y creía en lo que hacía.

Apaciguaba los enfrentamientos si juzgaba que debía mantener el estatus quo,

aunque supiese que le tacharían de cobarde. Pero creedme, que no hay mayor

gesto de valentía que contener la rabia y los sentimientos humanos más

primarios por el bien común.

Hizo de su vida una labor, y de esa labor, un adhesivo que unía sin

distinciones, sus capacidades únicas le valieron ser la piedra angular de

muchos de nosotros.

Puso su sabiduría y su trabajo al servicio de política de muy distinto signo.

Luchó, hasta su último aliento, por defender su tierra, el valor de la comunidad,

lo público, lo que es de todas y de todos. Y hoy mismo, seguiría haciéndolo con

esa rabia contenida que mantiene el estatus quo.

Así aprendí el poder del amor, del coraje, de las ganas de vivir. Así aprendí a

caminar, a hablar, a escribir… así, aprendí ser.

Todas estas historias quedarán para el recuerdo, y con ellas, las enseñanzas

de un loco que amaba con locura esta tierra y a todos los que la habitan, que la

llevó siempre en su corazón para mostrarla al mundo allá donde quisieran

escucharle.

Allá donde esté, espero que siga haciendo honor a sus virtudes, una crónica

fabulosa de su Orihuela desde el otro lado, y un discurso que deje abiertas las

bocas de todos los presentes.

Mi segunda reflexión, con el corazón en un puño, es el ineludible paradigma de

la muerte.

Es inevitable hacer un repaso por las circunstancias que me traen aquí sin

mirar, aunque sea de soslayo, al inexorable fin de la vida.

Para algunos, la muerte levanta el vuelto más temprano que para otros, pero

es, a fin de cuentas, el destino que todos compartimos, sin excepción.

Es el dolor punzante del vacío en el corazón el que me recuerda que esta

noche, ni mi familia ni yo, vamos a abrazar al Síndico cuando termine estas

líneas. Que se acabaron nuestros momentos festeros con el hombre que nos

inició en la fiesta. Que la vida hoy es distinta a como era ayer, y que solo

podremos mirar a los ojos a la vida con la amargura de la ausencia y mucha

rabia contenida.

Pero alguien dijo una vez: “Si vives cada día como si fuera el último, algún día

tendrás razón”.

A pesar de todo, la muerte no deja de ser uno de los mejores inventos de la

vida. La certeza de morir nos empuja hacia delante, nos desnuda ante el futuro

que está por escribir y que nunca podemos prever. Nos insta a elegir nuestro

propio camino, a tomar las decisiones que lo configuran como si fueran las

últimas. El viaje es solo de ida, y al final de la senda, la muerte no concede

segundas oportunidades.

Escribía William Ernest Henley en su poema “Invictus”:

“En las garras de las circunstancias

no he gemido, ni llorado.

Ante las puñaladas del azar,

si bien he sangrado, jamás me he postrado.

Más allá de este lugar de ira y llantos

acecha la oscuridad con su horror.

No obstante, la amenaza de los años me halla,

y me hallará, sin temor.

No importa cuán estrecho sea el camino

Cuan cargada de castigo la sentencia.

Soy el amo de mi destino

Soy el capitán de mi alma”.

A nadie que conociese bien a Eduardo, le extrañaría oír de su boca estas

palabras que le describen tal y como era. Tal y como le recordamos.

Eduardo. ELE. Papá.

Tenía una manera única de ver la vida. Aprovechaba cada día como si fuera el

último. Empedraba su camino y nunca volvía la vista atrás para ver los surcos

de su paso. Lo hecho, si bien o mal, hecho estaba.

Sus elecciones en la vida fueron suyas, y de nadie más. Vivió como eligió vivir,

e hizo que cada día, con sus castigos, su oscuridad y sus heridas, fuera una

aventura distinta que contar. SU aventura.

Quisiera cerrar este capítulo dedicándole a él, solo a él, los versos que esta

noche reclama:

“A las aladas almas de las rosas

del almendro de nata te requiero,

que tenemos que hablar de muchas cosas,

compañero del alma, compañero.”

Mi tercera reflexión es la que me ha dado las fuerzas para estar esta noche

aquí. La del espíritu oriolano. La del suelo que pisamos, bajo el cielo que nos

arropa. La del sentir festero.

Cuando se es Síndico (o suplente en mi caso), esa reflexión es una parada

obligada de la mente. Sentarse a reflexionar unos minutos sobre lo que ello

supone, por qué se es Síndico de Orihuela.

Y a mí, al reflexionar sobre lo que es ser oriolano, lo que significan sus fiestas,

sus costumbres, su patrimonio, sus gentes... Además de una cálida sensación

hogareña, me invade un sentimiento de orgullo hacia mis raíces.

Esas raíces que se hunden firmes y profundas en la tierra que nos dio de

mamar la fiesta, la Semana Santa, la historia y la leyenda.

Esas raíces, son los cimientos culturales inamovibles para un pueblo que no se

entiende sin sus comparsas, sin su armaos, sin su día del pájaro, sin su banda

sonora ORIOLANA.

Esta noche, por ejemplo.

Esta noche celebramos que lo institucional y lo festero han llegado a estar tan

unidos en nuestra historia, que solo el pájaro da paso a la fiesta, y la fiesta, no

se entendería sin el pájaro.

Y para el que no lo termine de entender, para aquellos que, como decía el

pasodoble, hoy pisan tierra extraña, quisiera hacerme eco de unas palabras

que dejó escritas el Síndico sobre lo que tal noche como hoy, año tras año, nos

agolpa a las puertas del consistorio:

“Un símbolo aparece por una de las balconadas y un grito se comienza a

confundir en el espacio. Suena un himno y todo el universo canta, a un tiempo,

frente al espigado estandarte que aúna voluntades de forma mecánica. Algo

del alma de cada uno se sale de los cuerpos, convirtiendo el ambiente en una

sola alma. Aquel trozo de tela en el que se encumbra un pájaro de metal,

parece gritar silencios que escuchan los que, debajo del balcón, te aclaman.

Sigue colgado en las rejas de la singular fachada, y la ciudad se hace en

una fiesta, envuelta en invisibles nubes musicales. Las estrellas no paran de

bailar.”

Esta es, a fin de cuentas, parte de la historia de un pueblo. Y sin ella, el pueblo

no sería historia.

Al Síndico 2016 no había nada que le hiciera más feliz que el privilegio de ser

oriolano y poder contar su historia allá donde iba.

Un privilegio que compartimos todos y cada uno de los que estamos hoy aquí.

Hablando de privilegios, dejad que haga un breve paréntesis. Este año se ha

conseguido la incoación que da paso a la declaración de Bien de Interés

Cultural de La Diablesa y de la Gloriosa Enseña del Oriol. Quisiera dar las

gracias a la Consellería, a concejales y oriolanos que se han dejado la salud

para conseguirlo.

Es otro honor que debo sumar a tantos honores con los que, mi padre y yo,

cargamos con orgullo. Gracias.

Hoy, un Oriol que es ya prácticamente un Bien de Interés Cultural, sobrevuela

el manto de estrellas que cubre la ciudad, recordándonos nuestra leyenda más

preciada.

No seré yo quien inicie una nueva reconstrucción de los ya conocidos

acontecimientos de nuestra historia, pero sí quisiera hacer hincapié en varios

aspectos de una leyenda que, a pesar de tener siete siglos y medio, nos es

más próxima de lo que creemos.

una mujer. Le debemos esta noche y las que están por venir a una mujer que

luchó incansable por salvar a su pueblo mientras los hombres de su alrededor

jugaban al vergonzoso juego de la guerra.

No lo olvidéis nunca.

Hoy todos estamos aquí gracias a la mujer que nos dio la vida, y la leyenda que

vio resistir a Orihuela no podía por menos que llevar el nombre y el aroma de

una mujer.

La leyenda también puso dos luminarias coronando el castillo de la sierra de

Uryula. Un castillo que es símbolo del asilo y refugio que suplicó nuestro pueblo

cuando el ruido del acero llamó a sus puertas.

Este es hoy una triste sombra lejana de lo que negamos a tantos y tantos que

huyen hoy, de lo mismo que nosotros hace setecientos cincuenta años.

Asilo y refugio.

Nuestros padres, un día nos trajeron a esta tierra para amarla, respetarla, creer

en ella y hacerla más grande. Quizá deberíamos honrar a ese propósito

haciendo más caso a la historia del pasado, para ser más justos con nuestro

presente y nuestro futuro.

Cuando observo el Oriol cada madrugada del 17 de Julio y me rompo las

palmas de las manos en un aplauso cargado de sentir oriolano, no puedo

pensar en otra cosa que en la unidad y la igualdad que él representa. Un

símbolo que nos vuelve a todos iguales: oriolanos, festeros y amigos.

Nada más.

Vuelvo a hacer mías las palabras del hombre que, junto a mi madre, me dio la

vida, unas palabras a las que recurrieron cargos y autoridades sobre este

mismo balcón más de una vez:

“Podremos pelear durante 364 días por aquello que nos diferencia. Pero esta

noche, los oriolanos nos abrazamos por todo lo que nos une”

El Síndico sabía bien que la fiesta va en nuestros genes, que somos festeros

hasta la médula, y nos lo enseñó a todos los que nos dejamos arrastrar por su

entusiasmo, al hacernos partícipes de su amor por Orihuela. Disfrutamos,

vivimos y amamos a su pueblo casi tanto como él.

Porque alguien que es capaz de atraer a gente que no ha vivido nunca esto, y

conseguir que lo vivan como algo propio, eso solo lo transmite el amor

incondicional a Orihuela.

Porque la grandeza de nuestro pueblo no se puede transmitir con palabras.

Solo quien lo vive, descubre lo grande que es.

Pero la grandeza de Orihuela y su fiesta no se hace sola, se trabaja día a día

durante todo el año, no importa el bando, ni importan los ideales. Importan

Orihuela, su fiesta, su historia y sus historias.

Mi padre sabía bien que nuestra fiesta grande, o nuestra Semana Santa, están

por encima de todos, que continúa aunque la gente no esté, pero que necesita

de trabajo y cariño. Cuidad de nuestras fiestas y nuestras costumbres, son

nuestra seña de identidad y nuestro bien más preciado.

Es lo que nos une y nos hace oriolanos.

La sangre fluye con más fuerza durante esta semana, nos bailan los pies a

ritmo de pasodobles y marchas moras aunque nos pille sentados, nos

volvemos animales nocturnos que se emocionan con la última alborada de la

semana, brindamos con desconocidos, porque así es la fiesta.

Nadie nos lo impuso, simplemente lo sentimos así. Nos sentimos parte de algo

grande, muy grande.

Esta noche quiero pediros una cosa. Que cuando vayáis de vuelta a vuestras

comparsas u os recojáis en casa, llenéis una copa, la alcéis y brindéis.

Brindad festeras y festeros, por los locos, por los enamorados, por ellas, por los

que se rompen las manos aplaudiendo a nuestra Señera, por los que visten sus

trajes de media gala con la ilusión de un niño, brindad por el calor de un desfile

y la emoción de ver a vuestra comparsa bañar nuestras calles en mil colores,

brindad por esos moros que tropiezan tanteando a “Paquito el Chocolatero” y

por esos cristianos que no consiguen encajar los pasos de “Caravana”.

Hacedlo por los desconocidos con quienes brindáis y por aquellos amigos con

quienes solo podéis compartir unas pocas noches de año en año, hacedlo

también por los últimos amaneceres y por aquellos que trabajan incansables

para que esta semana sea nuestra semana.

Porque son ellos los que sacan nuestra fiesta adelante.

A todos ellos, a todos vosotros, gracias. Gracias por hacer de la fiesta lo que

es, solo vosotros la hacéis grande.

La grandeza de Orihuela os pertenece, tomadla y disfrutadla.

Os la habéis ganado.

Pero eso sí, os pido que la disfrutéis con una condición: que dediquéis buena

parte de la algarabía de la fiesta a vuestros seres queridos.

Que les abracéis y les llevéis a pasar una semana mágica bajo el cálido manto

de estrellas de nuestra tierra.

Que no os olvidéis de decirles lo mucho que les queréis, lo orgullosos que

estáis de ellos, los guapos que están.

No desperdiciéis ni un solo momento sin ellos y disfrutad de esta fiesta como si

fuera la última. Se de lo que hablo.

Disfrutad y sed felices junto a los vuestros.

Voy terminando.

Conociendo como conocía al Síndico 2016, estoy seguro de que no habría

dejado pasar la oportunidad de terminar el discurso de su vida, con una cita a

nuestro ilustre poeta, a ese que tantas veces completó su prosa con unos

versos perfectamente colocados, a ese al que nuestra honra hace honores y al

que debemos tanto.

Porque yo no me llamo Miguel por casualidad. Porque ambos compartían el

amor por su tierra y el digno título nobiliario que es ser oriolano.

Decía de Orihuela el de la Calle de Arriba:

“Si queréis el goce de visión tan grata que la mente a creerlo terca se resista;

si queréis en una blonda catarata de color y luces anegar la vista;

si queréis, en ámbitos tan maravillosos como en los que en sueños la alta

mente yerra revolar,

en estos versos milagrosos, contemplad mi pueblo, contemplad mi tierra.”

Y como decía al principio, este discurso es el discurso de Eduardo López Egío,

no el de su hijo.

Así que, terminar este discurso y dar comienzo a la fiesta grande de Orihuela

no me corresponde a mí.

Si no a él…