Muchas veces me habló Eduardo López Egío del reportaje que, en 1992, hizo bajo el título «Florez Estrada: una carrera de fondo». En él hablaba de mi abuelo, con quien me dijo que compartía horas de conversación y por el que sentía una profunda admiración.

Parece que entonces, hace 24 años, Eduardo eligió el título de su propio obituario. Uno reservado a hombres con principios, que anteponen la lealtad a la propia supervivencia, que llevan sus creencias hasta el último extremo y que son odiados y amados a partes iguales por no amoldarse al dictado del poder establecido.

Ahora, después de llorarle un buen rato y como si de un designio macabro se tratase, me veo escribiendo estas líneas sobre su propia carrera de fondo. Esa que se ha dejado a medio hacer a causa de las zancadillas que la vida le ha puesto. Un camino del que él mismo no esperaba premios ni medallas, solo disfrutarlo acompañado de aquellos que gozaban del privilegio de su amistad y, por supuesto, de su compañera, Maite, y su hijo, Miguel.

Disfrutaba de cada metro, de cada paso. Tanto que se paraba a cada minuto para observar el trecho recién recorrido. No le importaba que sus adversarios le adelantasen ayudados por los empujones del conformismo y la indignidad. Su meta era su conciencia. Su satisfacción se medía por los amigos que le seguían llamando para pedirle consejo y discursos.

Predicciones

Cuatro años estuve compartiendo puesto de trabajo con él. Y en esos cuatro años nunca me aburrí de escuchar sus historias, sus teorías, sus predicciones. Nadie sabía de Orihuela y su Historia como él. Nadie quería a Orihuela y a su Historia como él. Y ahora Orihuela le debe la memoria y la gratitud a quien lo dio todo a cambio de nada.

Mi abuelo decía que lo más importante en la vida era tener la conciencia tranquila. Él la tenía, incluso, a costa de su propio bienestar.