Es un ritual que se realiza con mimo en el corazón de un paraje natural elegido como entorno predilecto por la rapaz nocturna de mayor tamaño que habita en el planeta. El búho real ocupa en Sierra Escalona y Dehesa de Campoamor una de las comunidades más densas del mundo y cada año por estas fechas se realiza el anillamiento a los ejemplares que hace pocas semanas han eclosionado del huevo. Consiste en disponerles en una pata una arandela de metal que lleva grabado un conjunto numérico. Será su documento de identidad para toda la vida. El trabajo está reservado en exclusiva a los anilladores oficiales de la Sociedad Española de Ornitología y ha sido Juan Manuel Pérez García, profesor de Ecología de la UMH, quien ha desarrollado estos días dicha tarea acompañado por miembros de la Asociación de Amigos de Sierra Escalona y una agente del Seprona. A una de esas citas pudo acudir también INFORMACIÓN, que fue invitado para presenciar el riguroso protocolo que se aplica en un rincón de la Vega en el que la naturaleza late en su estado más puro.

La jornada comenzó en una finca de esta Sierra calificada como Zona de Especial Protección para las Aves (ZEPA), un espacio rodeado de un espeso manto arbóreo formado por bosque mediterráneo, principalmente con pino carrasco y diversos tipos de matorral. Se trata de un hábitat que ofrece las características que precisa el búho real para nidificar y sobrevivir. Allí puede refugiarse mientras que a pocos cientos de metros se encuentran extensos campos de cultivo de secano, sobre todo con almendros, en el que habita una abundante población de conejos, que es precisamente su principal presa. Este factor explica que se encuentre aquí una de las mayores tasas de productividad de esta rapaz, con hasta 130 parejas reproductoras censadas.

Fueron los ladridos de un perro de aguas llamado Mora los que alertaron a la expedición de la ubicación del primer nido. El can está siendo entrenado para ese fin y puso sobre aviso a los especialistas, que vieron como la madre búho salía volando hasta posarse sobre un árbol desde el cual observaría la operación. Con todo el sigilo posible, descendieron por una pendiente algo escarpada hasta localizar el refugio donde se resguardaban tres polluelos, formado por un recoveco en la roca. Junto a ellos se veían restos de huesos de los conejos que su padre caza y su progenitora despieza para ofrecérselos como alimento desde que nacen.

Ayudado por el presidente de la Asociación, Carlos Javier Durá, y el biólogo Antonio Pujol, el anillador extrajo una a una las crías de búho real. Las llevó a una zona llana para poder empezar a realizar el trabajo de reconocimiento de los ejemplares, siempre con sumo cuidado. Sorprendía su tamaño teniendo en cuenta que sólo tenían entre 20 y 25 días, tiempo durante el cual ya habían alcanzado los 1,4 kilos. Aunque su pico y sus garras estaban ya desarrolladas, su comportamiento era bastante dócil, principalmente porque nunca habían salido del nido y no sabían volar. No obstante, hubo un momento en el que uno de ellos desplegó sus alas para adoptar una actitud amenazante con la que plantar cara a esos extraños que lo rodeaban. Según detallaron los expertos, lo hizo por estrés y al ser más que probable que fuera su primer contacto con humanos. Para tranquilizarlos, taparon sus cabezas con una bolsa de tela verde, cubriendo así sus llamativos ojos de color amarillo. Quedaron pues privados del que es su principal sentido. La maniobra motivó que, al instante, todos permanecieran quietos y aparentemente tranquilos. Son pautas de trabajo que se conocen bien cuando en los últimos 12 años se han anillado ya cerca de 430 rapaces en Sierra Escalona. Empezó así la tarea del profesor para analizarlos uno a uno, un trabajo que precisó del permiso previo de la Conselleria de Medio Ambiente. Cabía la posibilidad de que la madre o el padre de los polluelos se acercara para intimidar al grupo, algo relativamente sencillo teniendo en cuenta que ya ha ocurrido en otras ocasiones y que suele impactar, y mucho, encontrarse de frente con una rapaz que puede llegar a medir hasta 73 centímetros de alto y 1,7 metros de envergadura. Para tranquilidad de los inexpertos allí presentes, eso no ocurrió. Juan Manuel Pérez García comenzó midiendo su tamaño, la extensión de sus alas, la longitud de las plumas más largas y también sus garras. Hizo un reconocimiento sanitario para observar si presentaban algún tipo de parásito o enfermedades externas manifiestas. Alguno incluso soltó por sorpresa excrementos que se recogieron para ser analizados. El paso siguiente fue disponer a cada uno de ellos la anilla de metal facilitada por el Ministerio de Medio Ambiente, que incluye una serie numérica y un código que indica que su país de procedencia es España.

Otra de las pruebas fue una extracción de sangre que servirá para detectar posibles enfermedades y para conseguir también una muestra de ADN. Fue quizá lo que menos les gustó ya que en ese momento también abatieron las alas. Ese código genético, ligado a los números de su anilla, servirá asimismo para hacer un seguimiento en caso de que, por ejemplo, sea expoliada. Además, esta avanzada técnica vale igualmente para protegerlas del tráfico ilegal de especies. A este respecto, el biólogo explicó que hay ciertas especies en propiedad de personas, como por ejemplo cetreros, que precisan tener una suerte de pasaporte en el que se detalla su origen y datos. Pues bien, en caso de que se detecte que un ave no dispone de dicha documentación podría llegar a conocerse su procedencia gracias a otra base de datos formada por el convenio Cities (Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora Silvestres) del que forman parte casi 200 países acudiendo a esa base de datos de ADN.

Acabadas las tres intervenciones, los participantes devolvieron a las rapaces al nido con el mismo cuidado con el que una hora antes las habían sacado. Una vez recogido el material, comenzaron el descenso de la Sierra viendo como segundos después la madre de los pequeños búhos regresó al nido sin saber que, probablemente, ya comparte con sus polluelos una anilla metálica que vinculará sus ADN de por vida, a pesar de que su instinto animal los llevará a emprender caminos separados para seguir su ciclo vital.