No he abordado específicamente en este espacio el mundillo de los toros. Posiblemente hoy que lo voy a hacer repita algún latiguillo suelto utilizado en otros temas. Aclarada la cuestión de las muletillas, me lanzo al ruedo. Sé de personas de Torrevieja que cuando hablan de los toros se «erisan», el bello se les convierte en púas de erizo de mar.

Por ello no es de extrañar que en Valencia acudan por miles a la convocatoria de una manifestación con el fin de defender a ultranza la llamada Fiesta Nacional. Existen defensores del mundo del toro y detractores. Llevo toda una vida oyendo hablar de este tema, y hace tiempo llegué a una conclusión: el problema de los toros es simplemente cuestión de sensibilidad. Cuando en la sociedad se generalice esa sensibilidad, el entramado taurino se vendrá abajo como un castillo de naipes. Mientras tanto es inutil pretender erradicar la tauromaquia a decretazo limpio. Tomar esa actitud es poco menos que intentar derribar a cabezazos un muro de hormigón. El proceso es lento y duro de masticar, pero algo se ha avanzado en cuanto al cambio de mentalidad de las personas respecto a la protección y respeto a los animales en general, aunque sigan abundando los seguidores de todo tipo de ultrajes. En este sentido me pregunto quién resistiría hoy en día asistir impávido a una corrida donde, cada dos por tres, los caballos de los picadores fueran retirados del redondel arrastrados por las mulillas, bañados en sangre y con todas su vísceras al aire. Y no solo uno, varios

Fue durante la Dictadura del general Primo de Rivera cuando se determinó colocarles petos a los caballos para evitar que los astados cornearan a los equinos cuando los picadores no acertaban a la hora de clavar las puyas. Caso frecuente en el ruedo.

Aquella decisión conllevó enfrentamientos radicales entre el respetable, originando incluso muertes entre los llamados «puristas» -defensores de la fiesta- y quienes se inclinaron a favor de no volver a ver tripas arrastradas por la arena.

Era corresponsal de pueblo, acudía en otros tiempos a los festejos organizados en Torrevieja y alrededores. Puedo asegurar que no he disfrutado en ninguno de ellos ni tomándomelos a cachondeo. Sí lo he pasado bien viendo algunas películas relacionadas con estos nobles animales, sometidos muchas veces a canalladas ocultas al público en general.

Me vienen a la memoria dos cintas, ambas de Luis García Berlanga. En la titulada «Calabuch», rodada en Peñíscola, aparece el malogrado José Luís Ozores, quien en un destartalado remoque arriba a las fiestas del pueblo con una vaquilla. En una de las escenas el animal corre tras los mozos con la intención de cornearlos, mientra el actor invadido por la ternura le recomienda con dulzura que no corra tanto, que se va a cansar e incluso podría coger un resfriado.

En el otro filme, «La Vaquilla», el cineasta valenciano narra en tono tragicómico la lidia de una becerra en un pueblo ocupado por las tropas rebeldes en plena Guerra Civil. La película es una gozada de peripecias en torno al festejo desarrollado entre soldados de los dos ejercitos, sus respectivos mandos, señoritos cortijeros y creo recordar que hasta aparece un cura.

El final es demoledor. La última toma refleja a la vaquilla muerta y llena de moscas en tierra de nadie, mientras a ambos lados, en las trincheras del frente, las tropas se mueren de hambre. ¿No les sugiere nada esta escena hoy en día? En cuanto al respeto de las gentes del toro con estos animales son muchas e imaginables las formas de avasallarlos para mermarlos de fuerzas y tino cuando se encuentran indefensos en los chiqueros. En las lidia los sobreros suelen ser bichos tan resabiados, auténticos terror de los novilleros ansiosos de gloria y de los diestros mas reputados.

Recuerdo en la antigua plaza de toros de Torrevieja, hoy reducida a escombros para edificar chalés, que hubo un sobrero. Le llamaban Manolo. Lo mató a tiros la Guardia Civil. Ningún aspirante a ser figura en el llamado arte de Cúchares quiso lidiar a esta perica en dulce. Y vamos a omitir, por vergüenza ajena, los miles de miles, primero de pesetas y después de euros despilfarrados por el Ayuntamiento con los toros en tiempos de abundancia en las arcas municipales. Cuando se dispara con pólvora del rey...

Algunas gentes ligadas al toro consiguieron sustanciosas subvenciones para montar sus festejicos: en el Ayuntamiento predominaba la política de que a los amigos no les faltara «ná de ná» (así lo cantaban) en aquella época de oropel, fastos y, sobre todo, gastos.