A veces, últimamente con más frecuencia, desaparece algún objeto que durante años ha formado parte tu devenir cotidiano. Cuando lo das por perdido sientes su desaparición como una circunstancia lógica.

No ocurre lo mismo si esto sucede con algo entrañablemente unido a tu persona desde que comenzaste a tener uso de razón. Es el caso de la altiva palmera que ya ha pasado a formar parte de los recuerdos de Torrevieja. De tu infancia, juventud, plenitud y madurez.

La pasada semana, el jueves, día 13 de agosto por mas señas, este longevo ejemplar datilero se vino abajo sobre la terraza. «Por vejez», me dijo un técnico. Yo creo que la mató la tristeza. Tenía mas de 115 años y estaba ubicada en la vivienda de mis abuelos maternos, sita en la calle de Ramón Gallud, número 7, de Torrevieja. Si la patria de las personas es su niñez como dicen, acabo de perder mi patria.

La plantó en 1899, según mi prima Mari Paz Andreu, el abuelo materno, Joaquín, el patrón de cabotaje a quien no llegué a conocer. En la niñez recuerdo cuando desde el entonces lejano palmeral de Ferrís llegaba un palmerero y machiembraba la palmera. La fecundaba. Cuando los racimos de los dátiles adquirían su dorado color, el hombre, con albarcas de esparto y cinturón ancho del mismo material, volvía, machete en mano, se encaramaba a la copa y recogía la cosecha.

La mitad de los dátiles quedaban para la familia; el resto, se los llevaban a Ferrís. La puñetera de mi tía María los repartía a su criterio entre la parentela y el vecindario.

En aquella época y aquella manzana, delimita por las calles Ramón Gallud, Orihuela, el callejón del Clavel y San Policarpo, todas las casas eran de planta baja excepto una. Y cuando años después elevé sobre la vieja vivienda una piso donde viví los primeros años de mi matrimonio, desde su terraza, flanqueada por la palmera, divisaba casi todo el pueblo.

Al sur, la dársena portuaria, Ferrís y toda la costa hasta la lejanía de Cabo de Palos. Al norte, la laguna salinera y las poblaciones de San Miguel de Salinas y Los Montesinos; y al final de la calle, por el este, un trozo de mar sobre el cual se levantaba el sol en el mes de abril.

La palmera, como un faro vigilante, ha sido testigo de la transformación de este pueblo. Hizo cara a las «estropás» de los vientos de levante bailando con sus palmas danzas frenéticas. Aguantó los maestrales más airados y ejerció de enorme incensario, balanceándose con la brisa de los leveches. Lo aguantó todo, incluso cuando mi tía Maria mandó descamocharla para que sus raíces no perjudicaran el aljibe que había construido en el patio. Las palmas volvieron a brotar airosas.

Si la naturaleza posibilitó que la palmera superara aquel intento de aniquilamiento; en cambio, no ha podido sobrevivir al ladrillo. Al final quedó enjaulada en el espacio de dos patios de luces al estar rodeada en todo su entorno por edificios de cuatro alturas y ático. A la palmera le ha ocurrido lo que a mí. Hace tiempo que no subo a la terraza pues desde ella ya sólo veo hormigón por todas partes.

La última vez que la mandé podar vino a realizar el trabajo un palmerero de Elche equipado cual astronauta. Le aplicó un tratamiento para el picudo pronosticándole larga vida. Adiós palmera, adiós para siempre.