El doctor Livesey no estaba en casa pues, según nos dijo la doncella, se había ido a cenar y pasar la velada a la mansión del hacendado Trelawney, en cuya biblioteca estaban sentados, con las pipas en las manos, a ambos lados de la chimenea. Nunca antes había visto el hacendado tan cerca. Era un hombre alto y bien proporcionado, de aspecto campechano y dispuesto, rostro curtido y enrojecido por sus largos viajes.

-Pase, señor Dance -dijo con cierta solemnidad.

-Buenas noches, Dance -dijo el doctor saludando con una inclinación de cabeza-. Buenas noches, amigo Jim. ¿Qué os trae por aquí?

Cuando el supervisor terminó su informe, dijo al hacendado:

-Señor Dance, es usted un hombre noble. Y el joven Hawkins veo que es una verdadera joya.

-Y bien, Jim -dijo el doctor-, tú tienes eso que buscaban, ¿no es verdad?

-Aquí está, señor -dije yo entregándole el paquete de hule.

El doctor lo miró por todos los lados, pero en vez de abrirlo lo guardó en el bolsillo de su casaca.

-Y bien, señor Trelawney, supongo que habéis oído hablar de ese tal Flint.

-¿Que si he oído hablar de él? -gritó el hacendado-. Era el bucanero más sanguinario que haya cruzado jamás los mares. Barbanegra era un niño en comparación.

-Bueno, yo mismo he oído hablar de él en Inglaterra -dijo el doctor-. Pero la cuestión es si tenía dinero.

-¿Dinero? -gritó el hacendado- ¿No habéis oído el informe? ¿Qué iban a buscar esos villanos sino dinero?

-Lo que quiero saber es esto: suponiendo que tenga aquí en el bolsillo una pista sobre el lugar en el que Flint enterró su tesoro, ¿cuánto valdría ese tesoro?

-Tanto -gritó el hacendado- que, si tenemos esa pista que decís, estoy dispuesto a fletar un barco en los muelles de Bristol y conseguir ese tesoro aunque me cueste buscarlo un año.

-Muy bien. Ahora, pues, si Jim está de acuerdo, abramos el paquete -dijo el doctor poniéndolo sobre la mesa.

Contenía dos cosas: un libro y un papel lacrado. En unas diez o doce páginas del libro aparecía una curiosa serie de anotaciones. En un extremo de la línea había una fecha y al otro una cantidad de dinero, como en los libros corrientes de contabilidad: pero entre ellos solo se veía un número variable de cruces, en vez de palabras explicativas del concepto. Los registros abarcaban casi veinte años y las cantidades iban aumentando conforme pasaba el tiempo, y al final habían sacado e total, y habían añadido estas palabras: «Bones, su botín».

-Esto no tiene ni pies ni cabeza -dijo el doctor Livesey.

-Pues está tan claro como la luz del día -exclamó el hacendado-. Las cruces representan los nombres de barcos hundidos o de ciudades saqueadas. Las cantidades son la parte que le tocaba. Y ahora, veamos la otra cosa.

El papel había sido lacrado en varios sitios con un dedal, en vez de con un sello; el mismo dedal, quizás, que yo había encontrado en el bolsillo de capitán. El doctor abrió los sellos con gran cuidado y apareció el mapa de una isla, con indicación de su latitud y longitud, profundidades, nombres de colinas, bahías y ensenadas y todo lo necesario para que un barco fondeara con seguridad en sus costas. Medía unas nueve millas de largo por cinco de ancho y tenía dos buenos puertos naturales y una colina en la parte central señalada con el nombre de «El Catalejo». Había varias anotaciones añadidas al mapa original, especialmente, tres cruces rojas, dos al norte de la isla y una en el sudoeste, y junto a esta última, estas palabras: «Aquí, la mayor parte del tesoro».

Al dorso, la misma mano había escrito esta información complementaria:

Árbol alto, falda del Catalejo, una cuarta al N. del N.N.E.

Isla del Esqueleto E.S.E. y una cuarta al E.

Diez pies.

El lingote de plata está en el escondite norte; lo encontrará siguiendo el montículo del este, diez brazas al sur del peñasco negro que tiene la cara.

Las armas son fáciles de encontrar, en la duna, N., una cuarta al norte de la ensenada del cabo, rumbo E. y una cuarta N.

Esto era todo, pero, aunque incomprensible para mí, lleno de alegría al hacendado y al doctor Livesey.

-Livesey -dijo el hacendado-, mañana salgo para Bristol. En dos o en diez días tendremos el mejor barco y la mejor tripulación de Inglaterra. Hawkins, serás un magnífico grumete, y el doctor Livesey nuestro médico de a bordo; yo, el almirante. Nos llevaremos a Redruth, a Joyce y a Hunter.

-Trelawney -dijo el doctor-, estoy dispuesto a ir y lo mismo hará Jim, lo que será una garantía para nuestra empresa. Sólo temo a una persona.

-¿A quién?- exclamó el hacendado-. ¿Cómo se llama ese perro?

-A usted -replicó el doctor-, porque no sabe tener la boca cerrada. No somos los únicos que tenemos conocimiento de este papel. Ninguno de nosotros debe quedarse solo hasta que nos embarquemos.

-Livesey -contestó el hacendado-, siempre tiene usted razón. Estaré callado como una tumba.

Extraído del libro «La isla del tesoro»

Autor: L. Stevenson

Adaptación de Emilio Fontanilla Debesa

Ilustraciones: Montserrat Batet Creixell

Editorial Anaya

Colección Clásicos a medida