Hace unos cuarenta años, realicé una larga marcha a pie, a través de montañas, totalmente desconocidas para los turistas, por esa antigua región de los Alpes que se adentra en La Provenza...

Cuando comencé mi andadura por aquellos desiertos de páramos desnudos y monótonos, a unos 1.200 o 1.300 metros de altitud, en ellos solo crecían las lavandas silvestres. Iba yo atravesando la región por su parte más ancha, pero, después de tres días de marcha, me encontré experimentando una desolación que antes no había conocido: acampado junto al esqueleto de un caserío abandonado, no me quedaba agua desde el día anterior y en aquel momento, ya necesitaba encontrarla con urgencia. Cinco o seis casas sin techumbre, roídas por el viento y la lluvia, y una ermita con su campanario derrumbado se levantaban como si estuvieran habitadas, pero en ellas no quedaba ni rastro de vida.

Estas ruinas amontonadas de cualquier manera como un panal de avispas abandonado, me hicieron pensar que allí tuvo que haber, en su día, una fuente o un pozo. Y había una fuente, si, pero estaba seca...

Después de caminar cinco horas, seguí sin hallar agua y no tenía esperanza alguna de encontrarla: todo, por todas partes, estaba igual de seco, y las pocas plantas que quedaban se habían convertido en leñosas. Entonces me pareció percibir, en la lejanía, una pequeña silueta negra, de pie. La tomé por el tronco de un árbol solitario y, fuera lo que fuese, me dirigí hacia ella. Era un pastor. Una treintena de ovejas, recostadas sobre la tierra que ardía , descansaban cerca de él...

El pastor no fumaba, pero buscó una pequeña bolsa, la abocó sobre la mesa y esparció sobre ésta un montón de bellotas. Entonces empezó a examinar sus bellotas de una en una, con muchísimo cuidado y a separar las buenas de las malas...

Cuando en el montón de bellotas sanas, hubo una buena cantidad, empezó a agruparlas de diez en diez y, al hacer esto, fue eliminando de paso las muy pequeñas o las que presentaban alguna fisura o defecto que él solo percibía ahora, al examinarlas más de cerca.

Llegado al lugar elegido, clavó su varilla de hierro en la tierra y, de ese modo, hizo un hoyo, dentro del cual colocó una bellota; luego volvió a tapar el agujero: plantaba árboles. Así, con el mayor de los cuidados aquella mañana dejó plantadas sus cien semillas. Desde hacía tres años, plantaba árboles en aquella soledad. Llevaba plantados cien mil.

Cuando la guerra terminó, cobré una prima de desmovilización muy pequeña, pero tenía unas ganas muy grandes de respirar aire puro. Y así fue como, cuando vine a darme cuenta, ya había emprendido por segunda vez el camino hacia los altos páramos, desnudos y monótonos.

El paisaje no había cambiado. No obstante, más allá del esqueleto del pueblo, percibí a lo lejos una especie de neblina gris que tapizaba las cumbres como una alfombra. Llevaba pensando en el pastor que plantaba árboles desde el día anterior: "Diez mil robles", me decía a mí mismo, "tienen que ocupar una extensión muy grande".

Tomado del libro «El hombre que plantaba árboles»

Autor: Jean Giono

Traducción: Luis Bonmatí

Editorial Aguaclara