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Leemos. Grupo Leo

La voz del árbol

Cuando Virginia y su mamá pasean juntas a Laika por el bosque, encuentran una cabaña en un árbol

Una mañana, mamá quiso que paseáramos a Laika juntas. Hacía un día espléndido. Hablamos de papá, de los últimos libros que había escrito y también de mis hermanos.

Yo le dije que los tres me parecían aburridos, terriblemente aburridos. Era como si no diesen verdadera importancia a nada.

Mamá sonrió, pensativa.

-Ten paciencia con ellos -me pidió-. Verás como cambian.

Me cogió por un hombro, me atrajo hacia si y me besó. Y es que, a la hora de expresar sus sentimientos, mamá, a diferencia de papá, era de pocas palabras.

Días después dimos otro paseo juntas. Volvíamos por el camino de cabras cuando mamá sugirió que podíamos atajar por el bosquecillo de pinos. Era un lugar que yo solía evitar, porque los árboles habían sido plantados muy juntos y estaba demasiado oscuro.

Laika entró con decisión, como si adivinase las intenciones de mamá, y se detuvo al cabo de un rato, olisqueando las raíces de un árbol lo que parecía el esqueleto de un búho.

Miré hacia arriba, pensando que quizá vería un nido, y distinguí unos travesaños que servían de escalones y lo que parecía una cabaña.

El árbol era un algarrobo, como el de nuestro jardín, pero mucho más grande y frondoso. Tenía tres troncos que crecían en espiral y luego se reforzaban. Y en el lugar donde juntaban sus ramas estaba la casa arbórea, una cabaña de madera que, vista desde abajo, era como un arca embarrancada en la copa.

-Mamá, ¿puedo subir?

-Si quieres, hija, pero ten cuidado.

Comprobamos que los travesaños estaban bien asegurados en la corteza rugosa y subí por ellos hasta la cabaña, a la que se accedía por una abertura que había en las tablas.

Había una sola estancia, espaciosa y de suelo llano y bien firme y también dos ventanas que podían cerrarse. A través de una de ellas, por encima de los pinos contiguos, se veía la casa de la colina.

-¡Mamá, mira esto! ¡Ven enseguida!- grité, y mamá subió despacio, con sumo cuidado.

-¡Sí que estamos cerca! -exclamó, al distinguir la casa-. Ya te decía que el bosquecillo nos serviría de atajo.

Fue ella quien me llamó la atención sobre cierto libro en rústica, de tapas verdes, que yacía en un rincón. Era «Orlando», de Virginia Woolf.

Me halagó que la autora se llamara Virginia, como yo.

Como no llevaba indicación alguna de su dueño o su dueña, le pregunté a mamá si podía llevármelo.

-Tengo una idea mejor -dijo mamá - ¿Por qué no lo dejas aquí y, ahora que empiezan las vacaciones de verano, vienes a leerlo de vez en cuando?

Miré alrededor. Me encantaban el árbol y la cabaña, y solo me detenía un poco la idea de que en cualquier momento podía subir alguien, y preguntarme qué hacía allí.

-No creo que ocurra eso -dijo mamá, cuando le confesé mi preocupación-. Por aquí no pasa nadie -se inclinó y deslizó un dedo por el suelo, que estaba cubierto de polvo-. Al menos a alguien a quien le importe la limpieza. El lugar parece bastante seguro. Además, Laika estará contigo. No vengas sin ella. Y si te asustara algo, podrías usar el móvil y vendríamos enseguida.

Era verdad. En línea recta, nuestra casa estaba a quinientos o seiscientos metros. Y si mamá, que era la más protectora, me dejaba, tenía que ser porque no había ningún peligro.

Al volver se lo contamos a papá, que llevaba un lápiz en la oreja y parecía algo distraído, como si se hubiera quedado atrapado en la telaraña de una de sus propias historias.

-¿Una cabaña en el bosquecillo? Creo que había una así cuando yo era niño. La que yo recuerdo tenía la forma de una cabina de mando de un barco, y una escalerilla que podía retirarse para hacerla completamente inaccesible. Pero, si decís que está bastante bien conservada y que los travesaños son fijos, será otra.

Le pregunté por qué nunca había mencionado la cabaña de su infancia en nuestros paseos.

Me contestó que había pasado mucho tiempo, y que para él algunas historias eran como las serpientes de mar. No sabía si las había visto pasar, le habían hablado de ellas o se las había inventado.

Hice varios viajes entre la casa y la cabaña arbórea, para asearla un poco y darle un toque de comodidad. El día en que empezaron las vacaciones me instalé.

Laika, que debía tener mi misma edad, pesaba demasiado, unos veinticinco kilos. No podía subir con ella en brazos. Tuve que resignarme a dejarla atada a una de las raíces salientes del algarrobo, donde le puse un recipiente con agua.

-Allí se distraía persiguiendo a las abejas que acudían atraídas por el olor dulzón de las flores.

Con un par de cojines para recostarme en ellos y una botella de agua al lado, emprendí la lectura de «Orlando».

Extraído del libro «La voz del árbol»

Autor: Vicente Muñoz Puelles

Ilustrador: Adolfo Serra

Editorial Anaya

1.- Imagínate tener una casita arbórea en tu jardín. ¿Cómo sería? ¿Puedes describirla? 2.- Preséntamos un banco de lecturas que dejarías tú para que otros niños pudieran leer en vacaciones. 3.- Escribe un cuento o un poema

y envíalo por correo postal, acompañado de un dibujo, nombre, apellidos, curso, colegio, teléfono y correo electrónico personal, al Concurso Literario del Grupo Leo. Apartado de Correos 3.008, 03080 Alicante.

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