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«Las cárceles han sido otro gran pilar para el final de ETA»

«Las cárceles han sido otro gran pilar para el final de ETA»

Criminólogo, escritor y funcionario del Cuerpo Especial de Instituciones Penitenciarias, Manuel Avilés Gómez (Huétor Tájar, Granada, junio de 1955) fue la mano derecha del que fuera ministro socialista de Interior en los noventa, Antonio Asunción, para la política de la «dispersión y reinserción» de los presos etarras en aquellos años de plomo de atentado casi a diario. Afincado en el barrio alicantino de Benalúa, está convencido de que el final de ETA estaba escrito desde comienzos de este siglo y destaca que la política carcelaria ha sido determinante en la disolución de la banda terrorista, «junto a la Guardia Civil, el Cuerpo Nacional de Policía y los jueces».

A sus 62 años, «y con 40 de servicio», Avilés «el carcelero» -como le llama alguno de sus amigos- conserva intacta toda la admiración por el «genio» Asunción, la pasión por comunicar y los recuerdos de una etapa clave en la historia reciente de España -la del Gobierno socialista que puso en marcha la dispersión de los presos etarras a finales de los ochenta-, a la que él se dedicó «mañana, tarde y noche» y que ahora se completa con el anuncio de disolución de la banda terrorista.

La vinculación de Avilés con la política penitenciaria de aquel Ejecutivo de Felipe González se inicia en el verano de 1990 cuando ejercía como subdirector del Centro de Cumplimiento de Fontcalent en Alicante y fue llamado varias veces a Madrid por Asunción, entonces director general de Instituciones Penitenciarias.

Había tenido lugar el primer motín de Fontcalent y, tras varias conversaciones, el político valenciano fallecido en marzo de 2016 le convenció para dirigir la cárcel de Nanclares de la Oca, en Álava. «No sabía ni dónde estaba Nanclares», confiesa ahora el que fuera joven director de 34 años, que recibió el encargo de «dinamizar una prisión que estaba muy muerta», además de «muy vieja, sucia y mal dotada».

No tenía Avilés ningún encargo ni referencia sobre la banda terrorista en noviembre de 1990 cuando ya como director de la cárcel se encontró en el módulo 4 con un grupo de unos 40 etarras. «No daban ningún problema, su trato era distante y hasta educado», recuerda.

A partir de ese momento, y sin ninguna «hoja de ruta» preestablecida, comenzó a trabar cierta relación con el colectivo de presos etarras a través de actividades conveniadas con el Ayuntamiento de Vitoria tales como cursos de pintura, marquetería o teatro. «Estos presos se apuntaban a todos, lo cual iba en contra de las instrucciones de la propia ETA». Avilés entraba a esos talleres y también al economato del módulo 4, donde se tomó más de un café, entre otros, con Juan Lorenzo Lasa Mitxelena, alias Txikierdi, jefe de comandos de la banda.

El director cambiaba periódicos con los etarras -«Te paso un Correo o un Deia y tu me dejas el Egin»- y en aquel momento ya percibió «que era gente con ganas de hablar y con la que se podía hablar». Y su percepción fue a más cuando constató que «los etarras se quedaban en su celda cuando había un atentado, que era prácticamente a diario. Se quedaban en silencio, no alardeaban, no se alegraban. Es mentira que pidieran cava o langostinos para brindar. Eso se cuenta que lo hizo una vez De Juana Chaos».

Y ese progresivo distanciamiento con los asesinatos de ETA, ese silencio del colectivo de sus presos en Nanclares fue interpretado por Avilés y Asunción como un «claro rechazo» a la actuación sangrienta de la banda. «Todos ellos tenían un comportamiento en privado distinto del que mantenían en público», recalca el criminólogo.

«Una de las claves de la supervivencia de ETA y del frente de Macos [como llamaban al colectivo de presos] era el enorme control social que se ejercía sobre ellos en la sociedad vasca», argumenta. «Los etarras en la cárcel tenían pánico a sus compañeros presos y a lo que pudieran decir de ellos. Y pánico a lo que se dijera en la calle sobre ellos y a que los abogados visitaran a sus familias porque eran esos letrados los que ejercían ese control». Varios de esos abogados que controlaban a los presos y dictaban las órdenes y las estrategias de resistencia acabaron más tarde en prisión.

Y mientras Avilés reportaba a Interior informes individualizados del creciente rechazo a los crímenes etarras por parte de los reclusos, el punto de inflexión llegó con el terrible atentado del 17 de octubre de 1991 que mutiló a la niña de 12 años Irene Villa y causó graves heridas a su madre, funcionaria de las oficinas del DNI en Aluche.

«Entré en uno de los talleres de los etarras y grité: '¡Cuánto hijo de puta anda suelto!'. Me podían haber linchado, pero en ese momento todos agacharon la cabeza porque ya sabían lo que había pasado en Madrid», relata. «Me mandaron al portavoz del colectivo de presos, que me trasladó su indignación y al notar yo cómo estaban de cabreados empecé a grabar sus conversaciones con sus familias porque sabía que exteriorizarían su rechazo a esas acciones de la organización».

Pero grabar conversaciones en la cárcel sin autorización del juez es ilegal...

«Exacto, eso era ilegal, pero ahora ya se puede decir porque ha prescrito. De esto hace 25 años. Y de estas conversaciones con las familias salen las famosas cintas de Nanclares». En la madrugada del 2 de diciembre de 1992 la Cadena Ser difundió esas grabaciones de los presos Isidro Etxabe y Jon Urrutia, «dos tíos muy razonables, con la cabeza muy bien amueblada y con un par de cojones». A raíz del atentado contra Irene Villa, el primero se quejaba en la cinta porque no se podía matar a niños en la lucha armada y Urrutia afirmaba que no sabía quién mandaba en la cúpula de ETA «y que parecían una cuadrilla de subnormales».

A juicio de Avilés, las cintas de Nanclares evidenciaron que las cárceles «no eran almacenes de terroristas que no servían para nada, sino que, gracias a Asunción, pasaron a ser un pilar fundamental en la lucha contraterrorista, junto al trabajo de la Guardia Civil, la Policía y los jueces. En las prisiones se gestó también el final de ETA».

La grabación y posterior difusión de las conversaciones pusieron a Avilés en el punto de mira de la banda e Interior tuvo que reforzar su escolta. «Venía a Alicante y cortaban las calles con dos Nissan Patrol. Me escoltaban guardias civiles de San Vicente», recuerda. «En otras cintas grabadas en Alcalá Meco, los etarras De Juana Chaos, Esteban Esteban Nieto y Artola Ibarretxe, junto con dos abogados -Arantxa Zuloeta y Txemi Gorostiza- planean mi muerte y me insultan llamándome el Carrero Blanco de los noventa».

Pero al mismo tiempo, la difusión de las cintas de Etxabe y Urrutia tuvo un «efecto llamada» sobre cientos de presos etarras repartidos por otras cárceles «porque eran prestigiosos dentro de la organización, queridos en el colectivo y expresaron lo que mucha gente quería decir, pero no se atrevía». De modo que ese rechazo creciente de los presos a la deriva criminal de la banda resquebrajaba dos de los grandes soportes de ETA: el colectivo de presos y el de sus familiares.

Cuando la banda expulsa a estos dos terroristas reinsertados, un grupo importante de presos se sumó a sus tesis de rechazo a la violencia. «Y eso es lo que aprovecha el genio de Asunción para seguir engrosando las filas de los disidentes. Ahí empezó la vía Nanclares», apostilla el exdirector de esa prisión, que tuvo que salir de Vitoria en la Semana Santa de 1993. «Me sacaron de allí porque Asunción y el secretario de Estado Rafael Vera se temían que me iban a matar».

Después de casi tres años en Álava, Avilés estrena como gerente la cárcel valenciana de Picassent en junio de 1993 y a finales de ese mismo año y hasta 1996 vuelve a Madrid para dedicarse por entero a elaborar informes sobre etarras repartidos por las prisiones españolas. La clave de la política penitenciaria abanderada por Asunción en 1989 era la dispersión de presos para disgregar el colectivo y dificultar el férreo control que ejercían los abogados sobre los reclusos. «La dispersión también tuvo la doble cara de la reinserción y Urrutia y Etxabe recibieron el tercer grado». En cumplimiento de la Constitución, «y no como premio o recompensa», Vigilancia Penitenciaria les concedió en 1994 esta medida de gracia por desmarcarse y enfrentarse a la organización terrorista. «Estos señores salieron hace 24 años y no se tiene noticia de que hayan vuelto a delinquir».

Desde mayo de 1996, Manuel Avilés no volvió a participar en ninguna gestión relacionada con los presos etarras o con la banda armada. Renunció a la escolta por escrito, «me resultaba insoportable», y recalca por sistema que no tiene ningún afán de protagonismo, ni de héroe, ni de colgarse medalla alguna, porque si hubo algún mérito en aquella estrategia contraterrorista, corresponde por entero a Antonio Asunción. «Cuando se estaba muriendo, él me dijo el mayor piropo que he recibido nunca: 'He sido siempre tu amigo porque no me has pedido nunca dinero'».

Desde el 96 hasta 2008, de vuelta en Alicante, Avilés ocupó la subdirección de régimen del Psiquiátrico Penitenciario de Fontcalent. «Durante un tiempo estuve de director de ese centro y ha sido el periodo más nefasto de mi carrera profesional». De 2008 a 2012 fue director de la prisión de Palma de Mallorca, donde presentó su renuncia para jubilarse a continuación.

Y llegamos al presente, a este anuncio de fin de ETA sin pedir perdón a las víctimas tras 60 años de historia criminal y 854 asesinatos a su espalda...

La escenificación de la disolución de la banda terrorista de esta semana se ha presentado como un adiós a medias...

«La disolución de ETA no tiene vuelta atrás. Ellos lo saben desde hace mucho tiempo. Ya lo dije en 2003 en el Club INFORMACIÓN».

¿Por la pérdida de apoyo social?

«No sólo eso. Por más cosas. A los terroristas el clamor social les importa una mierda. Es más, muchas veces les ratifica de que han golpeado en el sitio adecuado. A ellos les importa el apoyo de sus militantes, de su círculo. Tener bases de refresco y descanso, es decir, cuando Francia era un santuario, cuando iban a Argelia... Todo eso se ha perdido. Y algo también clave: en una Europa Occidental sin fronteras y con moneda única, que va hacia una grandísima nación, no se iba a permitir un movimiento terrorista. Ya se lo dije a ellos en 1993».

Da la sensación de que la banda se disuelve como condición para que los presos se acerquen al País Vasco...

«El comunicado de disolución denota cierta chulería, lo cual es admisible para no reconocer una derrota en toda regla. Hay delitos que juzgar y existen penas que hay que cumplir. Ahora bien, con la banda disuelta y sus integrantes sin capacidad de delinquir en ese terreno, la dispersión ya no tiene sentido. Eso lo ha dicho el lehendakari Urkullu, del PNV, y me jugaría dos dedos de la mano izquierda a que está en las condiciones que este partido vasco ha puesto para apoyar los Presupuestos Generales del Estado».

De hecho, Urkullu mantiene que ve a Rajoy «sensible» a un posible acercamiento de los presos...

«El arte de la política es el arte del disimulo. Del decir una cosa y luego hacer otra; de las verdades a medias y decir una cosa y su contraria».

ETA no ha tenido el menor gesto a la hora de pedir perdón a las víctimas de sus atentados...

«Lo pidieron a su manera, discriminando. A mí, por ejemplo, no me pidieron perdón, pese a joderme en muchos sentidos. Pidieron perdón a las víctimas, salvo a las que forman parte del conflicto, es decir, al enemigo, como a mí me decían los etarras por formar parte del Estado. Anguita ha dicho esta semana que la Constitución habla de reinserción social, no de pedir perdón. Y la Ley General Penitenciaria habla de voluntad de vivir respetando la ley y el Código Penal. El perdón es un concepto más bien eclesiástico. Un etarra dice: 'Yo no voy a delinquir más y voy a respetar el Código Penal'. Ahora vamos a tratarlo a usted para que cumpla su condena de acuerdo con la legislación vigente sin elementos de excepcionalidad que añadiría la existencia de un movimiento terrorista».

Durante su trato con los etarras, ¿tuvo alguna vez miedo físico?

«Ninguno. He visto de todo: tíos simpáticos, ilustrados, locos de atar, psicópatas como la copa de un pino y analfabetos. De todo. Uno decía: 'Tengo una mala hostia que no me soporto ni yo'. Y yo le replicaba: 'Se te nota en la cara'».

¿Cómo valora que Josu Ternera, huido de la justicia española, haya sido el portavoz y mensajero del fin de la banda?

«Si ese señor tiene asesinatos pendientes, habrá que detenerlo, juzgarlo y sentenciarlo por los tribunales competentes. El Estado de Derecho quiere eso. Ahora... Supongamos que le condenan. No habrá que mandarlo a cumplir condena al Puerto de Santa María, sino a Basauri o a Martutene».

¿Qué recuerdo guarda de atentados como los de Mutxamel y Santa Pola?

«Los recuerdo con muchísimo dolor porque sé lo que significa arrancar el coche con el alma en vilo esperando que reviente algún día y salir todas las mañanas de tu urbanización con un revólver bajo la chaqueta y mi perro dándole una vuelta a la manzana por si había algún coche extraño para que no te cacen como a un conejo. Tengo muchos amigos asesinados por ETA».

¿Qué le parece «Patria», la novela de Aramburu?

«Un cuentecito muy bien escrito por un profesional de la literatura. Describe muy bien los ambientes, pero a mí no me descubre nada nuevo».

Y así cierra su análisis Avilés, «un jubilado que vive feliz en Alicante, con la conciencia tranquila, las manos limpias y los bolsillos vacíos».

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