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Semana Santa

Espectáculo de espectáculos

Esa misma contradicción entre lo pregonado y lo existido se expresa en la selección de lenguajes y de mensajes prioritarios que envuelven el fenómeno

Espectáculo de espectáculos

Está por escribir una historia general de la Semana Santa. Quizá nunca se haga porque el mismo intento distorsionaría la pluralidad de significados de una de las fiestas más complejas del mundo; aunque esta afirmación impugne el discurso oficial que define la Semana Santa como el enunciado unívoco de verdades principales de la Fe. Esa misma contradicción entre lo pregonado y lo existido se expresa en la selección de lenguajes y de mensajes prioritarios que envuelven el fenómeno. Así, no extrañan las antiguas y persistentes prédicas de la jerarquía eclesiástica empeñadas en que la Semana Santa invita a penitencial reconciliación e íntima conversión. Pero tan piadosa intención casa muy mal con el despliegue de triunfalismo que, históricamente, los rituales pasionistas han necesitado y promovido. Por eso tampoco es insólito que este mismo año algún prelado haya comentado que unas procesiones sin «público» pierden gran parte de otro sentido, el misional. O sea, que la Semana Santa se escapa a las reducciones. Y en el camino de huida se encuentra con estadísticas económicas, alcaldes que se acuerdan un día al año de las hondas creencias populares, o compositores sandungueros que imaginan el mecer de un Prendimiento o una Cena o el relajado avanzar de la Soberana Majestad bajo la majestad soberana de la voz del capataz. No es raro que en algunos lugares los cofrades se indignen si su Semana Santa es calificada de fiesta y que más allá otros hermanos digan que como su fiesta no hay otra Semana Santa.

Por todo ello quizá una manera de escapar de estas contradicciones -si es que hace falta escapar- sea convenir que la Semana Santa, en sus más sobresalientes manifestaciones, es un «espectáculo». Y enseguida el sobresalto embargará al puro o al purista, que, sin ser los mismos, viven avecindados. Para dificultar los excesos inquisitoriales, me permito invocar el Evangelio de Lucas (Lc, 23, 47-48): «Al ver el centurión lo sucedido (la muerte de Cristo), glorificaba a Dios diciendo: "Ciertamente este hombre era justo". Y todas las gentes que habían acudido a aquel espectáculo, al ver lo que pasaba, se volvieron golpeándose el pecho». Uso la cita según la Biblia de Jersusalén, que en una nota explicativa hace constar al respecto que en este pasaje «la muchedumbre es más curiosa que hostil y finalmente se arrepiente»; o sea, que la conversión vendría mediada, precisamente, por el espectáculo. Lo que no era para menos, dadas las circunstancias. En 1555 Antonio de Guevara -que, por cierto, encargó a Juan de Juni el extraordinario entierro de Cristo del Museo de Valladolid-, escribió en el Libro del Monte Calvario, glosando el fragmento, que la pasión y muerte de Jesús fue «spectaculum spectaculorum» (espectáculo de los espectáculos), que vino a dejar en nada espectáculos anteriores como los relacionados con los mitos grecorromanos. Y la esencia de ese espectáculo, para el autor, consistió en que «delante de los ojos» de los espectadores el palo seco de la cruz se transmutó en instrumento salvífico, cumpliéndose las profecías. Ni más ni menos. Desde entonces todo lo conmemorado no ha sido sino la reproducción teatral de aquello. (Dejo para los creyentes sutilezas eucarísticas que, reconozco, se me han escapado siempre).

En el Museo de Cluny de París se conserva una imagen gótica, de madera, que, quizá, sea la más antigua conservada de las hechas para las celebraciones pasionales. Hoy casi la calificaríamos de juguete: es un Cristo sobre un pollino, de tamaño inferior al natural, sobre una plataforma con ruedas. En Berlín, en el Museo Bode, hay otra parecida. Nos recuerda que de lo que se trató en época medieval -de la que ignoramos muchas cosas- fue de organizar pequeñas representaciones, parva pedagogía que trajera al pensamiento y a los corazones los hechos de lo que acabaría por ser la Semana Grande. Posiblemente las representaciones tuvieran lugar sólo en los templos, o en los claustros. Hay pervivencias de estas tradiciones en algunos lugares, por ejemplo en rituales de Descendimientos y Sermones de las Siete Palabras. En algunos casos desaparecerían con los decretos romanos que también abolieron otras obras teatrales en templos, como los dramas Asuncionistas -del que afortunadamente se salvó la Festa d'Elx-. La ulterior celebración callejera ya nos muestra la pluralidad de significados y de lecturas posibles. Pues si la celebración primigenia estaba reservada a dignidades sacerdotales, posteriormente, con la relativa sacralización de partes del espacio público, hubo una apertura al laicado urbano, no siendo extraño que, en algunos lugares, el ejercicio de cargos fuera privilegio de la nobleza o el patriciado, al menos hasta que los gremios o cofradías, que se preocupaban por la salud espiritual y por el bienestar material, fueran adquiriendo potencia y se adueñaran de lugares de poder, con ostentación de imágenes y otros símbolos. Probablemente ello tuviera concomitancias con el auge de las órdenes mendicantes, en especial de los franciscanos.

Un proceso no lineal

Pero ese proceso no pudo ser lineal. Por un lado se establecería la dialéctica entre la necesidad de control teológico y las (re)lecturas populares, dadas a desvíos heterodoxos, porque de lo que trataba el espectáculo afectaba a las interpretaciones mismas de lo cotidiano -la compasión, el perdón, el castigo, las indefinibles fronteras entre lo real y lo imaginado?-. Es una dialéctica que llega hasta nuestros días. No nos engañemos: la ortodoxia pura sienta fatal a la Semana Santa y le vienen mejor los momentos de indecisión, de duda estructural, con su dosis de cofrades impenitentes. Pero, por otro lado, la definición del ritual como teatral nos remite necesariamente a otro problema: ¿cuál es el estatuto del espectador? ¿Hasta dónde llegan sus derechos? ¿Hasta qué punto su mirada no es, también, una forma de participación en el drama? Si lo pretendido es una con-moción, ¿no se trataría de hacer a los espectadores actores, como lo fue aquel pueblo de Jerusalén traído a la fe por el mayor espectáculo? Buena parte de esa transición se produjo en pujantes ciudades bajomedievales y renacentistas: el tiempo que va desde el desenfreno de los disciplinantes a formas más estables y controlables, es también el tiempo de la creación de un «teatro de las cofradías», de la definición del diálogo con los misterios de la Fe a través de la creación y apropiación de emblemas, lo que está en las raíces de esa pluralidad de lenguajes -colores, músicas, cantos, rituales- con la que comenzaba este artículo; lenguajes que, en muchos casos, a su vez, están en la raíz de escenografías que llegan hasta hoy mismo.

El siguiente paso sería lo que podemos denominar la «congelación de los Misterios», esto es: su conversión en imágenes complejas, iconográficamente subrayadas, repletas de protagonistas y figurantes que hablan en su silencio de madera o papelón, mientras que antes apenas si se alumbraba a algunos Cristos. Estamos en el barroco. Los «pasos», tronos a las creencias, peanas de la fe tridentina, sólo se explican en el marco de una cultura de masas, organizada jerárquicamente, dirigida. Y eso se evidencia en la procesión, máxima manifestación de las múltiples formas de exaltación religiosa. Porque la procesión reproduce el orden estamental, resalta la opulencia para magnificar al opulento y marcar -también en los caminos de salvación- el lugar de cada cual y sus expectativas legítimas. Es otra forma de espectáculo. El espectáculo que no podrá evitar, al trascenderse a sí mismo, la exacerbación irreductible de algunas expresiones, y no escasean las llamadas al orden ante el desbarajuste improvisado al socaire de tanta rigidez. O los conflictos inherentes al sistema, con abundantes disputas registradas entre los actores preferentes por los lugares a ocupar en cortejos, las presidencias o la colocación de palcos u otros sitios de honor: tristes espectáculos cuando todos los posibles contendientes reclamaban una misma objetividad acerca de los fines piadosos.

El barroco entrará formalmente en crisis tras unos 150 años de gloria, en los que digiere lo anterior y, en parte, lo proyecta al futuro. Una buena confirmación serán las Pragmáticas de Carlos III que buscaban una religiosidad ilustrada que deshará muchas cofradías -se ha calculado que el número de estas, aunque no todas fueran penitenciales, ascendía en España a 25.000 durante el siglo XVIII-. Luego, el liberalismo desamortizador acabará con las apreturas gremiales? Todo ello, más los daños de la Guerra del Francés, inaugurará una nueva época, en parte nostálgica, en parte emprendedora. Hay un siglo XIX muy triste en la Semana Santa: pasos relamidos; imágenes rígidas en su solemnidad; vírgenes que no mueven a compasión con su aspecto de burguesitas sofocadas; misoginia radicalizada; un buen gusto remilgado que se desvía a lo cursi; una gestión edilicia que trata de visualizar el nuevo orden social en gélidas procesiones del Entierro, hechas a base de ordenanza y frac; una militarización que recuerda la alianza de los poderes bajo la razón última de bayonetas? La Semana Santa sobrevive a su pesar, si acaso con algún rebrote romántico en el sur, con sus destellos de mantos y palios, o agarrada a la sobriedad en algún momento castellano.

En buena medida a la Semana Santa la salvará, desde inicios del siglo XX y hasta la República, el descubrimiento por las élites provinciales de sus posibles usos alternativos, lo que provocará que voces no eclesiásticas intervengan en el discurso semanasantero: es de ver, aquí y allá, cómo son aquejados de una fe exaltada los comerciantes y otras nuevas clases medias que reclaman espacio económico y visibilidad. El discurso del espectáculo regresa de la mano de la promesa turística y de la activación de mercados locales ávidos, a la vez, de ventas y de palcos en los que los nuevos señoritos puedan ser vistos con y desde las procesiones. Es el renacer -más o menos moderado según los sitios- de la mano de una eclosión de marchas procesionales, de nuevas tallas -envaradas las más, pero abiertas a una nueva imaginería con autores como Benlliure en Zamora o Crevillent, Capuz en Cartagena-... Sevilla, que, por diversas circunstancias se había conservado mejor que el resto de ciudades pasionarias, se convierte en guía y referencia.

Irradiación sevillana

Y es en Sevilla donde se fragua y confirma el espectáculo que irradiará, con el paso de unos lustros, a buena parte de sitios de procesionar. La Sevilla en la que hay numerosos testimonios de conflictos entre las élites políticas o/y religiosas sobre los lugares de preeminencia donde sentarse a ver pasar los pasos. En la tremenda crisis de 1932 la presión de las derechas, temerosas del extremismo izquierdista pero, a la vez, deseosas de deslegitimar a la odiada República, impedirá la salida de las procesiones -menos la de «La Estrella», ya para siempre apodada La Valiente-. En ese contexto hubo un apasionante cruce de argumentos entre las autoridades y los gerifaltes de las Hermandades. Nada defina mejor que algunas opiniones vertidas en la prensa de la época. Así, en Estampa, Luis Piazza, teniente de Hermano Mayor de la Hermandad del Valle y acérrimo opositor a la debatida salida, ofrecía un argumento capital: «No están los tiempos para procesiones. Las cofradías, precisamente, no son para nosotros, sino para ustedes, los espectadores, y hoy los tiempos no parecen estar para que el espectáculo de una procesión sea algo eminentemente respetable y agradable... Respetable, por lo menos». Me permito observar que en esta opinión, muy representativa de lo que opinaban los cabildos cofrades, ha desaparecido completamente, cuando más hubiera hecho falta, toda alusión a la conversión en la «Sevilla la roja» del momento. Ha sido sustituida por la idea de «respetabilidad» en el que insistirán otros, como Rafael Montaño, mayordomo de La Amargura, que defendió en el mismo medio que la falta de «respeto religioso (?) bastaría para entorpecer el curso solemne y habitual» de las procesiones. En la misma línea otros apuntaron los problemas que para la adecuada interacción entre espectáculo y espectadores se causaría si los caballeros no se descubrían al paso de las imágenes o si alguno cruzaba por medio del cortejo.

Otro temor, más interesante, provenía de los desórdenes desde dentro o, mejor dicho, desde abajo, en sentido estricto y metafórico. En efecto, las Hermandades dudaban de poder controlar a los costaleros, por entonces cuadrillas contratadas entre trabajadores del puerto o de otros sectores del transporte, fuertemente sindicalizados y con altos niveles de solidaridad interna -si un costalero se ponía enfermo sus compañeros no cubrían su hueco, que pasaba a ser un «sitio de respeto», por lo que, cobrado su jornal, era abonado al ausente o a su familia-. Y todo ello pese a las promesas de responsabilidad de míticos capataces y de Saturnino Barneto, presidente de la Sección de Obreros del Puerto?. Bien es cierto que con un argumento que resultaba molesto, pues prometió no suscitar conflictos sugiriendo que a ellos lo mismo les daba transportar sacos de café que al Gran Poder. En fin, un singular episodio de lucha de clases concluido mediante un cierre patronal -durante el franquismo sí hubo paros costaleros en días clave-.

Barroquización

El nacional-catolicismo puede ser descrito como un momento de barroquización galopante: frente a la Semana Santa, tan querida por el Pardo, los dignatarios locales y el Nodo, no tuvo nada que hacer la frialdad escurialense. Aunque se ha indicado que el traslado de los restos de José Antonio desde Alicante hasta el Escorial no se explica sin la tradición de las procesiones de Yacentes, cabría añadir que, más bien, el guión, en tan macabro evento, pudo ser de Juana la Loca. Los sueños de organización de masas del Régimen y de dirección totalitaria de las conciencias dio lugar a una Semana Santa tan obligatoria como espectacular: el intimismo pregonado colisionaría con las necesidades franquistas de incorporar las expresiones de religiosidad popular al acervo de legitimación sistémica, no fuera a ser cosa que alguien se acordara que los mismos que custodiaban las imágenes del Amor o la Paz, andaban sueltos al amanecer fusilando descarriados -una marcha procesional de López Farfán, en 1938, se tituló oportunamente «La guardia sobre los luceros»-.

A la Iglesia todo esto le pareció bien. Pero el asunto tenía otras aristas. Se generó un clima opresivo, asociado a una fiesta-no-fiesta pasionaria, que convirtió a todo súbdito en un obligado espectador. El paisaje no daba lugar al respiro: luces apagadas, carne en conserva, cine tristísimo o de romanos pletóricos y romanas gaseosas. Pero, ya sabemos: esos espectadores se iban trastocando, muchos a su pesar, en actores insospechados de la tragedia pasional-patriótica. En confluencia con otros fenómenos sociológicos, económicos y políticos, a la aparente victoria de la fe estrecha le siguió un inesperado descrédito. Contra lo que suele pensarse, el auge de los años 40 y primeros 50 concluyó con una frialdad ambiental muy llamativa que acabó de recibir la puntilla con el Concilio Vaticano II. En algunos lugares dio lugar a cofradías que buscaban, inútilmente, huir del espectáculo para refugiarse en estéticas propias de una Semana Santa medieval que nunca existió: el balance es que consiguieron ser las procesiones? más espectaculares -véase Zamora y los lugares donde influyó su proclamado ascetismo-. La «autenticidad» era el objetivo imposible. Los últimos años franquistas fueron los del espectáculo triste del abandono. Al parecer el Cardenal Tarancón, nada menos, en un mal momento, dio en opinar que las procesiones de Semana Santa y el fenómeno cofrade eran propios de regiones subdesarrolladas. Consenso y reconciliación.

La democracia volvió a establecer un equilibrio. Contra lo que pensaban agoreros y temían fundamentalistas. En otro sitio he hecho alguna referencia a este tema y no es cosa de detenerme. Pero la Semana Santa, ese destilado de siglos, vuelve a ser una realidad boyante desde que el espectáculo no es obligatorio, aunque a algunos buenos amigos les sigan dando miedo los capirotes y algunos pregones estilísticamente mejorables, y aunque la recesión de 2008 haya aminorado algunas alegrías. O aunque constatemos las penas que provoca en nostálgicos consiliarios y Hermanos Mayores saber que una parte sustancial de sus actores y espectadores -¿o concluimos que en muchos sitios son la misma cosa?- son creyentes a plazo fijo siete días al año y, si acaso, en alguna solemnidad especial.

No es una cuestión política ni, casi, religiosa, sino sociológica, de sociología muy profunda. De la que incluye la estética. Y es que el renacimiento de la Semana Santa no depende prioritariamente del incremento de subvenciones, de las ganas de sacar barriga de políticos, empresarios o toreros? -por cierto que este año se anuncia en Murcia una manifestación antitaurina ante uno de esos tradicionales Cristos taurinófilos-. (Por otro lado, y pese a la afición que mostraron gentes como Buyo o Gordillo, no ha llegado a cuajar un Cristo de los Futbolistas en las calles, aunque en la catedral de Buenos Aires sí hay uno de Álvarez Duarte, promovido por deportistas que jugaron en la liga española como Bertoni o Scotta). Tampoco el éxito se explica sólo por el desmadre que en algunas poblaciones se organiza en torno a las procesiones, para solaz de bodegueros y de etnólogos. No: el barroquismo esencial no está ahora protagonizado por el poder político, económico o eclesial sino que es difuso, capilar, social, en el sentido más amplio del término. Nada hay más barroco que una sociedad líquida, fragmentada en todas sus referencias; a la espera de horizontes nuevos; inclinada a la posverdad como trasunto mágico de lo hiperreal; ávida de mensajes del más allá, aunque sea en pantallas de Apple -la manzana ya no es el pecado-; entretenida en constantes reivindicaciones de más narcisismo y mayor intimidad: que contempla para ser contemplada, que se reivindica en la exhibición de sus miserias para reencontrarse en los caminos de la solidaridad y el sentimentalismo. La sociedad toda, masiva hasta el éxtasis de la globalización, define sus logros como «espectaculares» porque se ha habituado a que la diferencia entre teatro y no-teatro es un espacio vacío y que la próxima definición del espectáculo es la realidad aumentada. No lo digo desde la lamentación sino desde la expectativa.

En ese marco: ¿qué tiene de extraño que, de vez en cuando, las calles huelan a incienso, las velas parpadeen y las procesiones compitan por inventar nuevas advocaciones? Ya hay estudios sobre el impacto en la Semana Santa y en la vida cofrade de las redes sociales -no sin cierta preocupación en Andalucía porque algunas festividades castellanas tomaron la delantera-. Una página web geolocaliza el transcurrir de las procesiones en algunos lugares. La Semana Santa se desborda y abundan las espectaculares salidas procesionales magnas y especiales. Y han empezado los debates teóricos, Walter Benjamin por medio, sobre la (re)producción de imágenes con impresoras 3-d; o, en fin, acerca de la emergencia de una estética denominada por algunos expertos como neobarroquismo gay próxima a postulados queer. La Semana Santa. Cosas de otro mundo. El nuestro, concretamente.

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