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La historia de un pobre librero

Pasa la mañana en la calle. Rodeado de libros y folletines que gratis consigue y que por un euro vende. Poco negocio. Algo obtiene para unas cervezas y, a veces, regresar a casa en autobús.

De chiquillo su madre le llamaba «Bombón» cuando cada tarde le daba una rebanada de pan con unas gotitas de aceite al salir de la escuela. José Luis Ruiz Aguilar es el cuarto de los nueve hijos que su madre, Encarnación, parió en una humilde morada de la zona norte de Alicante. Atrás quedaron otros ocho embarazos quebrados. El chaval, entre parto y parto, era recogido en el hospicio de Campoamor, como otros hermanos. Creció en el barrio de las Mil Viviendas mientras que la familia crecía. Su padre trabajó como portuario hasta que le echaron por borrachín. Falleció a los 48 años.

José Luis dejó la escuela a los 12 años. Empezó a trabajar como camarero en un bareto del barrio. Percibía 1.000 pesetas mensuales y demasiados madrugones. Cansado de broncas, emigró al centro de Alicante. Recorrió casi todos los restaurantes de la calle San Fernando, como freganchín, pelando patatas y elaborando algún gazpacho andaluz y tortillas de pronta producción.

Se metió en el sector de la construcción como peón, como pavimentador y en todo aquello que el capataz de turno necesitara. Cambió de rumbo. Pronto se empleó en la tomatera Bonny de Mutxamel en la clasificación y envasado de productos.

No sabe por qué, un buen día se alistó a la Legión y acabó con sus huesos en el IV Tercio Alejandro Farnesio, con base en Ronda. Dos años marcados en sus brazos, en el pecho con tatuajes con simbología militar y escrita en su piel la tipografía como eterno novio de la muerte. Sólo son recuerdos. Pero José Luis, pillín, se apuntó a la banda de música. Llegó a ser cornetín de cuarta categoría y, además de las 15.000 pesetas que cada mes percibía, se sumaban otras 5.000 por cada desfile de la cuadrilla entre la serranía de Ronda y media Andalucía en los primeros años de los ochenta del pasado siglo. Un pasta.

Acabadas su aventuras legionarias, el muchacho regresó a casa. En 1984 conoció en Alicante a una chica madrileña, se enamoró y se casó meses más tarde en los juzgados de San Vicente del Raspeig. La pareja tuvo dos hijos Abel (1987) y Alba (1990). Pronto surgieron problemas en el entorno, en especial con la suegra. Envió la relación al garete. «O tu madre o yo», espetó. Y más solo que la una salió por la por la puerta. «Luego me arrepentí».

Volvió a la obra para sacar el jornal. Tuvo que dejar de ver a sus hijos por no pagar la pensión establecida. Siguió en la brecha con más paleta que maestría. Se colocó como conserje en una urbanización de La Albufereta. Trabajó como albañil en Mallorca y en Canarias y en cualquier lugar que reclamaran su presencia.

Pero la crisis económica acabó con su lucha por la dignidad. Hace catorce años que vive como puede y sólo habla con quien debe. Mantiene relación con sus hijos. Pero pasa la mayor parte del día en la calle, sentado en una escalera.

Su madre falleció hace dos meses. Comparte la vivienda familiar con dos hermanos en la zona norte alicantina. Pero el «Bombón» resiste a la impertinente injusticia: cada mañana, de lunes a lunes, monta un pequeño expositor en uno de los accesos al Mercado Central para vender libros, sellos o cualquier cosa que se encuentre por el camino. También hace chapuzas de albañilería para amigos y desconocidos.

Desde hace una década, durante la tradicional peregrinación al monasterio de la Santa Faz, José Luis se viste de Jesucristo y se corona la frente con No recibe pensión alguna. Ahora lee El Quijote. De lunes a viernes acude a Cáritas en busca de un bocadillo y un zumo para salir adelante. Si tiene suerte y vende un libro o una novelita de Marcial Lafuente Estefanía puede regresar a casa en autobús.

Y mañana será otro día.

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