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Internet, de ventana a burbuja

Los dueños de la red usan algoritmos inteligentes para ofrecer al usuario contenidos cada vez más personalizados y de acuerdo con su visión del mundo. Así filtran Facebook y Google la diversidad.

Internet, de ventana a burbuja efe

A principios de este siglo, un jurista americano llamado Cass Sunstein planteó un debate imposible de comprender para la mayoría de sus coetáneos: ¿podría la incipiente internet crear búnkeres de ideas y debates que terminaran polarizando la opinión pública? El autor lanzó esta pregunta en 2001, tres años después de que películas como Tienes un email descubrieran las posibilidades de la nueva tecnología al gran público. Los usuarios avezados, como él, otros académicos y amantes de la tecnología, ya habían descubierto una nueva forma de leer noticias y compartir información alternativa y personalizada mediante las primeras newsletters, listas de correo y otras formas primitivas de fidelización de lectores y podían comprender los riesgos de leer sólo lo que mandaban los contactos. Pero en aquellos años de descubrimiento -en España había unos 7,5 millones de internautas en 2001, según la Asociación de Usuarios de Internet-, comprender que esta tecnología pudiese aislar a la gente en sus ideas requería primero aceptar que pudiese penetrar en sus vidas.

De ayer a hoy

Dieciséis años después, la calle es decepcionante comparada con internet. Cerca del 80% de los españoles se conecta a internet de manera frecuente, según el INE. Un anuncio reciente recuerda que los niños pasan menos tiempo al aire libre que un preso de máxima seguridad mientras que varios estudios sitúan la media de conexión fuera del trabajo de los españoles en dos horas y 50 minutos al día. Un 5% dedica más de 5 horas a navegar por motivos personales o de ocio desde que se levanta hasta que se acuesta.

El mundo físico se quedó corto pronto y la gente joven se mudó a vivir a internet. Conforme baja la edad, aumenta la dependencia de este mundo virtual que se redefinió en 2007 con la llegada de la web 2.0 interactiva y social, que permitía pasar de aquellas aburridas páginas a un entorno de comunicación en tiempo real. El equipo de campaña de Obama supo ver el potencial de las redes sociales y se apoyó en su capacidad de movilización y difusión para llegar a la presidencia.

Pero siete años más tarde la red demostró haber mutado en un ecosistema imprevisible. Muchos medios llamaron a 2016 «el año en que todo salió al revés» porque todo el mundo esperaba lo contrario de lo que sucedió. ¿Cómo era posible que Donald Trump se hubiese impuesto pese a la oposición mediática, a la furia de las mismas redes que atacaron su racismo con el triple de ímpetu con que apoyaron a Obama?

En España no sólo sorprendió el Brexit. También hubo decepciones entre los más avanzados usuarios como los nativos digitales de Podemos, quienes dieron por seguro el sorpasso al PSOE en las generales de junio hasta que la realidad probó que se equivocaban. La primera recogida de información para aliviar la ansiedad se apoyaba en una tesis: lo que hemos visto en internet no se corresponde con la realidad. La enorme cantidad de información que recibían no era representativa del todo sino sólo de una parte. La red había metido a millones de personas en una burbuja que filtraba el mundo, dejando pasar sólo lo que el usuario quería ver.

Sunstein acertó con su predicción, pero desde tan lejos que casi nadie recuerda al primer lanzador. Quien es considerado padre del concepto «burbuja de filtro» es el activista Eli Pariser. En 2011 se aventuró a asegurar -tenía pruebas obtenidas mediante un discutible experimento y mucha intuición- que las plataformas de internet no mostraban el mismo contenido a todos los usuarios sino que lo adaptaban a sus usos y gustos, por lo que cuanto más tiempo pasábamos en ellas más las convertíamos en una cámara de eco donde sólo vemos y oímos aquello que nos gusta y resulta cómodo.

¿Por qué ocurre esto? La idea de Pariser está ahora globalmente aceptada: el objetivo de las grandes plataformas de la red, especialmente Google y Facebook, es que pasemos el mayor tiempo posible en ellas para mostrarnos publicidad, por lo que ofrecen un espacio que se adapte cada vez mejor a nuestros gustos, opiniones, tendencias y afinidades y que, por lo tanto, es cada vez más agradable y difícil de abandonar.

Para lograrlo, estudian al detalle qué hace el usuario mientras está conectado. Combinaciones de algoritmos nos investigan mientras navegamos para aprender mejor qué contenidos aceptamos y rechazamos para elevar su nivel de acierto en las siguientes sugerencias de artículos, contactos y servicios. El problema, denunciado por muchos especialistas, es que el enorme tamaño de estas plataformas somete también al resto de páginas, de manera que toda la red trabaja para que logren sus objetivos y, a la postre, la atravesemos metidos en una burbuja que sólo nos muestra el mundo como lo queremos ver.

Así se forma la burbuja

Google tiene el 94% de la cuota de mercado de buscadores en España según la web Stat Counter, y Facebook cerca de 18 millones de cuentas activas en nuestro país. El dominio del ciberespacio comercial les permite obtener mucha información mediante cookies de terceros y programas propios. Todo legal y consentido por el usuario que da su visto bueno cada vez que acepta los términos y condiciones de uso. No se sienta mal; tampoco los profesionales se los leen -David Tomás, profesor del departamento de Lenguajes y Sistemas Informáticos de la UA, asegura que «los acepto pensando que si hay algo importante o peligroso ya me enteraré»-.

El resultado son muchos datos que debidamente procesados cuentan el minuto a minuto de la vida online de millones de personas. «Tienen varias formas de modelar a las personas: desde un listado de variables sociodemográficas hasta variables específicas, como la tasa de respuesta de un negocio o los amigos que has marcado como "best friend"», explica por email Eduardo Graells-Garrido, investigador de la Universidad del Desarrollo de Chile y uno de los autores que más ha estudiado el fenómeno del filtro-burbuja.

También recurren al llamado filtrado por recomendación, muy utilizado por Amazon para sugerir libros y aumentar así sus famosas ventas cruzadas: al conocer tus gustos y comprobar que coinciden con los de otras 40 personas, la página se arriesga a ofrecer un artículo que no cuadra con el perfil pero parece agradar a los usuarios similares.

La información acumulada y la estadística permite a estas secuencias de operaciones programadas buscar aciertos pasados y calcular probabilidades de repetir lo que consideran un éxito: que al usuario le gusten los primeros resultados de búsqueda, las noticias de amigos que ha seleccionado para él en su ausencia o los titulares y tuits que debería no perderse. «La principal asunción que hacen, y es correcta, es nos gustarán y aceptaremos el contenido, las conexiones y sugerencias similares a las que ya hemos aceptado», cuenta Graells-Garrido.

Desde que Facebook explotó en España entre 2008 y 2009, pasando por el momento en que decidió luchar a muerte por mantener a sus usuarios conectados en 2013 -este año consolidó su mix actual de publicaciones informativas, posts de contactos y sugerencias-, han pasado casi diez años. Tiempo más que suficiente para intimar con los entusiastas y para que el algoritmo sepa mucho incluso de quienes no socializan; el experto chileno en ciencias de la computación asegura que el lector pasivo deja suficientes señales como para «poder crear un perfil».

Mucha información maneja también Google. Al haber puesto a disposición del internauta una solución para prácticamente cada necesidad de comunicación o información diaria recibe a cambio datos precisos sobre sus vidas. «Cuando usas aplicaciones de Google están recogiendo información de los clics que haces y de tu historial de búsqueda. Averiguan adónde vas, qué te gusta y quienes son tus amigos. Es como si llevaras una cámara siguiéndote todo el día», explica Juan Merodio, experto en márketing online y transformación digital.

«Un algoritmo no es más que una secuencia de operaciones. La clave está en que estos son inteligentes: aprenden y mejoran con la experiencia. Pero necesitan mucho entrenamiento para refinarse y por tanto muchas muestras». El alimento, la información, la tiene, pero necesita aprender a distinguirla y a categorizarla. «Por ejemplo, los programas para clasificar textos sólo necesitan una definición de éxito y mucho material que procesar para aprender a distinguir una noticia de sucesos de una de deportes», aclara el profesor de la UA.

Pero el aprendizaje mejorará de manera exponencial si detrás hay un humano enseñándole a distinguir el éxito del fracaso. La revista Slate cuenta que uno de los primeros logros de Facebook fue el haber introducido el botón de «me gusta»: con cada clic los usuarios estaban trabajando como profesores de sus algoritmos. Desde hace meses, los usuarios están dándole clases de inteligencia emocional: «Para eso sirven los botones nuevos de "me enfada", "me entristece", "me encanta" y "me divierte", lo estamos entrenando entre todos». Hay una pausa en la llamada telefónica y el profesor acierta al rellenar el silencio: «Como dice el dicho, si algo es gratis es porque el producto eres tú».

Mundo a nuestra medida

Para que el usuario siga colaborando -primero como target de sus anunciantes y después como voluntario de formación de sus automatismos- rara vez le sacarán del circuito de gratificaciones. Si nos gustan los animales de compañía, la decoración, la música pop, el deporte y hacer vida en nuestra localidad y disfrutar de sus tradiciones, el motor de búsqueda construirá un muro de sugerencias con la meticulosidad de un íntimo que piensa en un regalo de cumpleaños para nosotros. Y aplicará la misma consideración para ocultarnos lo que es evidente que no nos gusta: aquello que no tocamos, ojeamos ni consideramos.

«Cuando mis amigos de EEUU me decían que lo de Trump iba más en serio de lo que parecía yo no me lo podía creer. Todo Twitter estaba en su contra, todos los medios, ¿cómo iba a ganar ese tío?», recuerda por teléfono David Arráez, redactor de tecnología para el grupo al que pertenece este diario, Prensa Ibérica. «El filtro-burbuja es algo tan grande como preocupante. Al perder la costumbre de recoger información de varios medios de diferente orientación, te acabas perdiendo la que se sale de tu ámbito. Si te gusta mucho el Real Madrid, vas a recibir muy poca de corte culé. Entonces lo que tienes es información sesgada», reflexiona el periodista.

Porque ¿por qué iba Google o Facebook a recomendar a un usuario contenido que no le va a gustar, o que puede incluso ser desagradable por ir contra sus posiciones políticas? Graellls-Garrido tiene claro que «sacar a la gente de sus burbujas iría en detrimento de maximizar el "engagement"», la persistencia en el uso. «Ellos lo que quieren es que estés hipnotizado como un niño, así que te dan todo lo que quieres. Twitter, una red social mucho más crítica y selectiva, en la que sólo te llegan actualizaciones de perfiles que sigues, es menos adictiva», concluye Arráez.

Una realidad, dos visiones

¿Cuánta influencia podría tener el sesgo producido por el filtro burbuja en la polarización política y social que separa al mundo hoy día? El psicólogo clínico y profesor de grado en la UMH Luis Rodríguez recuerda dos normas de pensamiento y comportamiento del ser humano que podrían relacionar la entrada y permanencia en una cámara de eco y la radicalización del punto de vista. Una secuencia que explica cómo estamos llevando el interruptor desde la moderación hasta el extremo.

El primer paso consiste en caer en el gregarismo. Rodríguez ve que la distancia entre cantidad y calidad de la información «de los medios, los políticos y la publicidad es mayor que nunca»: «Antes la información era más rigurosa y objetiva, pero también más reducida. Ahora la cantidad también ha cambiado y su manejo es mucho más complicado», apunta. En el volumen inabarcable de posts, tuits, vídeos, audios, comentarios y artículos que nos rodea «la gente está buscando y recibiendo mucha información sesgada que mayoritariamente coincide con lo que ya pensaba».

Este encuentro se produce en parte porque los amos de internet saben lo que hace sentir bien a sus usuarios y le facilitan el contacto. Así, un grupo de personas con ideas similares compartiendo sus puntos de vista y preocupaciones en una página de Facebook es un éxito de «engagement». «Todo el mundo sabe que si cinco "-istas" se meten en una habitación salen todavía más "-istas" de lo que entraron», explica casi en tono humorístico el jurista y profesor de la Universidad de Valencia Lorenzo Cotino.

El segundo y definitivo movimiento es la radicalización o postura de «atacar o huir» y viene propiciado por el contexto: la incertidumbre universal sobre la que se desliza la modernidad líquida, como definió Bauman a la contemporaneidad sin estabilidad ni referentes sólidos que vivimos. «En situaciones de miedo y ansiedad las personas nos volvemos gregarias, nos agrupamos y buscamos líderes. Para tomar decisiones nos cuesta más utilizar la corteza racional y nos fiamos más del cerebro límbico, el más emocional. Entonces somos vulnerables a caer en sesgos, en falacias lógicas y otras trampas del pensamiento», explica el profesor. Quizá esto explique la cara de sorpresa que se le quedó al recibir ese vídeo islamófobo de un compañero al que no tenía por racista, o al leer esa declaración sobre el referéndum de Cataluña sin rango de grises en el muro de un familiar normalmente moderado. La relación entre internet, información y radicalización es más sencilla de entender hoy que nunca.

Desde Chile, el correo de Graells-Garrido quiere relativizar el impacto que tiene el filtro burbuja en el aumento de las tensiones sociales. «Los grupos cerrados e intolerantes siempre han existido y no creo que la burbuja nos haya hecho más extremistas, sino que la internet los ha hecho más visibles», explica el también investigador en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. Si bien cree que el filtro burbuja ha radicalizado nuestras oposiciones en el sentido de que «ahora podemos vivir y trabajar prácticamente sin salir de nuestras casas» mientras que antes «estábamos restringidos por la geografía y quién veíamos cara a cara», vincula la escalada de tensiones a «la falta de empatía que estamos desarrollando en una sociedad donde las apariencias y el consumo son lo más importante».

Es Cotino quien recuerda que este debate es bastante antiguo pese a que suene a nuevo, si bien es cierto que se ha desarrollado fundamentalmente en EE UU y en círculos académicos. «Se discute si internet en general y, en particular, los servicios de personalización masiva y filtrado selectivo de contenidos son positivos o no para la esfera pública y para la democracia deliberativa», cuenta por correo. Señala que el lado más pesimista, «quizá el enfoque mayoritario», sostiene que la burbuja limita el mercado de las ideas porque la personalización refuerza las posiciones particulares, sin apertura ni compromiso con lo diferente. «Se dice incluso que la particularización de contenidos conlleva la desaparición del foro público porque se crean enclaves deliberativos que reforzar las posiciones individuales, contribuyendo a extremar y polarizar la esfera pública», argumenta el jurista.

Existe no obstante una minoría optimista. Diversos autores consideran que internet propicia que los usuarios se encuentren y se relacionen con una gran diversidad de información y opinión diferente a la que habitualmente encontramos en la vida off line, por lo que internet fundamentalmente amplía la esfera pública. La certeza de que la red propicia «el hallazgo fortuito de ideas e información diferentes a través de sus enlaces» opera a su favor, en opinión de Cotino.

De la conciencia y la actuación de los usuarios dependerá que la red se consolide como una cámara de eco para aislar a los semejantes o que recupere su promesa de ser el espacio donde los seres humanos se encuentren a pesar de todas sus diferencias.

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