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Cosas interesantes en salud

Cosas interesantes en salud

Vaciando el baúl de los recuerdos imagino que para todos aparecen muchos hechos particulares. Supongo que para los que somos viejos, más, porque hemos tenido más tiempo para coleccionarlos. Les cuento aquí algunos que me vienen a la cabeza y que espero puedan entretenerles porque son muy peculiares.

En relación con temas médicos recuerdo que, estando Fidel Castro en sus momentos de apogeo, en Cuba fabricaban interferón, y los jerarcas del régimen pensaron que sería bueno venderlo. Pero ¿a dónde? A Brasil. Allí había muchos pobres, pero también mucho ricos. El hecho es que tuve ocasión de visualizar un vídeo en el que el Comandante hablaba durante cuarenta minutos sobre las ventajas de ese producto; era increíble: yo, que era médico, hubiera acabado todo mi «rollo» sobre el tema en menos de cinco minutos.

En Francia conviví con un gran oncólogo, Georges Mathé. Intentaba curar el cáncer estimulando la inmunidad de los enfermos que lo padecían, y para ello acribillaba sus brazos con el bacilo de la tuberculosis modificado; era la época de los grandes médicos humanistas. Allí otro llamado Jean Bernard era también académico de la Lengua.

En Bélgica un joven investigador que se llamaba Desiré (deseado) era capaz de purificar y fabricar una molécula que todos tenemos disuelta en la sangre, llamada fibrinógeno, y que se transforma en fibrina cuando pierde una pequeña parte de ella; entonces la sangre se hace sólida, origina lo que llamamos un «coágulo» si es que la sangre está en un recipiente fuera de los vasos sanguíneos, o «trombo» si eso sucede en el interior de esos vasos. Pero lo peculiar de la situación es que un ayudante joven de laboratorio tenía una enfermedad genética muy rara, de forma que la cantidad de fibrinógeno en su sangre era muy baja. Entonces allí había enfrentamientos entre los que hablaban francés y los que hablaban flamenco, de tal manera que el jefe de ese laboratorio se dirigía a todos nosotros en inglés para no herir a ninguno. Tiempo después se crearía una universidad francesa, Louvaine la Neuve, y ¡sorpréndase! los libros y revistas que había en la biblioteca se distribuyeron los años pares en una, y los impares en la otra. Yo trabajaba en el fibrinógeno del recién nacido, necesitabas sangre del cordón umbilical para purificarle; tuve suerte pues al ser extranjero lo recogí de francófonas y valonas.

En Milán trabajé en un centro de investigación muy «progre». En una ocasión a una feminista que iba a entrar en un ascensor se le cayeron unos papeles, y yo de forma automática intenté recogerlos. Bruscamente me dijo: «Yo también tengo rodillas». Mi respuesta fue volver a tirar los que había recogido, entrar en el ascensor y marcharme.

En Alicante viví la historia de un directivo de hospital que para mí era insoportable. Ante uno de sus mandamientos absurdos le dije: «Conozco mis méritos para trabajar aquí, también los tuyos, así que por favor no abras mucho la boca no se te caiga el carné del partido que llevas en ella». Y a otro que me fastidiaba mucho, en otra ocasión le espeté: «Te vas a cansar tu antes de darme por.. que yo de aguantarlo». ¡Ah! Y gané yo.

También aquí pasó algo que creo ya le he contado; atendí y diagnostiqué a una enferma sueca de un tumor maligno avanzado, que en ella convivía con una tuberculosis pulmonar abierta. Hablé con ella para conocer cómo continuar, y si prefería volver a su país. Me dio dos razones para no hacerlo: que los médicos españoles éramos muy amables (ojo, que no dijo grandes expertos o competentes, ni que teníamos mucha buena tecnología). Y la segunda, que en Estocolmo estaban a cinco grados bajo cero. Dos motivos a considerar en una decisión trascendente.

Siempre he creído que el ensañamiento terapéutico es el verdadero problema ético en la atención a nuestros mayores. No lo es ni la eutanasia ni el suicidio asistido. Por ello he favorecido que se firmara el documento de las voluntades anticipadas, que es mucho más importante que los testamentos orientados al reparto de los bienes materiales. En una ocasión el esposo de una enferma en fase terminal, y que iba en carrito por tener un cáncer de próstata, me solicitó una segunda opinión sobre si colocar a su esposa una sonda en el estómago, a través del abdomen, para alimentarla. Yo puse en marcha el procedimiento a la vez que comuniqué al comité de ética del hospital su deseo. Al poco vino a verme un sacerdote que me comunicó que era el secretario perpetuo del mismo, cumpliendo la legislación dictada por Francisco Camps, y a la vez decirme que se había decidido que sí se pusiera la sonda, pero que si me sentía incómodo con la decisión, pasara la enferma a un compañero. Le aseguré que no, y que de hecho para no retrasar la decisión la había solicitado. Pero a mi vez le hice ver que me parecía inadecuado que un religioso católico estuviera en ese comité cuando con frecuencia surgían problemas con musulmanes, protestantes, etc.. A la enferma no se le puso la sonda porque horas después falleció.

No cabe duda de que la vida está llena de sorpresas. Tuve ocasión con internistas norteamericanos para poner al día el código hipocrático, lo que acabó llamándose proyecto de profesionalidad o profesionalismo médico. Diré que allí los médicos eran como dioses, la sociedad los valoraba mucho y ganaban mucho dinero. Pues esos compañeros aceptaron e impulsaron ese código de buenas prácticas, que en uno de sus preceptos señalaba que en ningún caso el ganar dinero puede ser el motivo clave para realizar un acto médico. Podría ser lo que llamamos tirar pelotas contra el propio tejado.

Trabajando en Santiago de Compostela creí que era conveniente dar el alta a una enferma que llevaba años ingresada. Por mi acción recibí anónimos. Lo genial fue que en las navidades siguientes la enferma me envió una carta agradeciéndome y mucho la decisión tomada. Me dijo: «He vuelto a vivir».

En aquellos años las salas acumulaban varios enfermos, no había o había pocas enfermeras, en muchos casos eran monjitas, creo recordar que de San Vicente de Paul. Eran las propietarias de todo: medicamentos, llaves, termómetros o aparatos de tensión. Yo gané muchos puntos porque a un enfermo que habían desahuciado, que se estaba asfixiando por un edema agudo de pulmón, lo recuperé haciéndole una sangría.

Cuando el sida llegó a España a mí me cogió en Alicante, trabajaba en el Hospital Provincial, el actual Marq. Allí diagnosticamos al primer enfermo, un peluquero homosexual. No sabíamos cómo se transmitía la enfermedad y muchos compañeros, cirujanos, no querían operarles por temor al contagio. Hoy sabemos que hacerlo no implica riesgo.

No sé si atreverme a decir que esas pequeñas historias son parte de los millones de satisfacciones que mi trabajo ofrecía.

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