Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

La rabia de grada

Las irreales expectativas de los padres con la carrera de sus hijos y la baja respuesta de clubes y federación contra los insultos y las amenazas convierten en irrespirable el ambiente de muchos partidos infantiles

Un grupo de padres en un partido de fútbol 8 en Alicante.

Sábado, 11 de la mañana. Un campo de fútbol municipal cualquiera de la provincia. Dos equipos de benjamines, niños de entre 9 y 10 años, se disputan un lugar intermedio en la clasificación en una de las muchas ligas oficiales que hay en esta categoría en Alicante. Una cita absolutamente irrelevante para que disfruten los niños y se relajen los padres que debería transmitir que hay una sociedad que puede competir teniendo muchas cosas en común y valores básicos a proteger. Un lugar en el que, sin embargo, se están acumulando algunos de los peores vicios del fútbol profesional y por donde revienta una sociedad nerviosa, perdida y triste.

Las Islas Baleares han sido escenario del último episodio de violencia en el fútbol base, pero las bochornosas imágenes de una pelea campal entre padres en un partido de infantiles no sorprenden demasiado a quienes forman parte del universo del fútbol formativo. Cada fin de semana, unos 25.000 niños y niñas de categorías que abarcan desde pre-benjamines (7 y 8 años de edad) hasta juveniles (de 17 a 19) se enfrentan en cerca de 1.500 partidos. Es todo un sector que ha crecido tanto en los últimos años que la ilusión se transforma en tensión con cada vez más frecuencia.

Un club de barrio normal y corriente como los cerca de 40 que hay sólo en Alicante capital con un centenar de criaturas con ficha puede mover fácilmente unos 60.000 euros sólo en las cuotas que abonan sus padres para que sus hijos jueguen un año y reciban una camiseta y unos «valores» que defender. En ellos se forjan tanto el que será pachanguista y futbolero de por vida como quien logrará ser futbolista profesional.

«Uno de cada 10.000 llega a vivir de esto», dice Jesús Cañizares, presidente del Sporting Plaza de Argel Alicante. «25 de cada 25.000», apunta José Antonio Palomino, coordinador de fútbol base del Hércules. «El 1%, con suerte», calcula Adolfo Murillo, presidente del Benidorm Club Deportivo. La probabilidad de ser una estrella o simplemente un profesional es ridícula. Pero, como ocurre con la lotería, es inversamente proporcional al número de personas que creen tener a uno de estos elegidos en su casa. Entonces hacerlo llegar a la élite se convierte en su misión.

Este es, para muchos conocedores del fútbol base, el gas que se expande en los partidos de niños, creando una atmósfera que se tensa por la acción de otros factores: la propia competencia entre clubes aficionados por retener y ampliar su número de jugadores y, por tanto, las cuotas; la exploración de canteras que hacen los ojeadores de los grandes equipos para hacerse con el nuevo Messi cuando valga 12.000 euros y no 120 millones; la frustración personal de muchos padres y entrenadores, algunos machacados por la realidad económica, añadida a su ansia por formar parte de algo grande y la actitud de una estructura federativa y arbitral que prefiere mantener el statu quo y no introducir cambios en el reglamento aunque eso le permitiera liderar la persecución a los violentos.

Todo ello, a la vez, expandiéndose por un campo público donde las únicas autoridades son el árbitro, pero sólo respecto al juego; el delegado de campo del equipo anfitrión, secuestrado en muchos casos por los intereses del club y un conserje con atribuciones limitadas. En última instancia, el sentido común. Un mal gesto, un insulto, una entrada fea son capaces de incendiar como napalm lo que debería ser una simple mañana de fútbol familiar.

El duodécimo jugador

España, un estado del bienestar en retroceso donde millones de personas se despeñan desde las clases medias hasta el precariado, es una olla a presión que suelta vapor cada fin de semana en centenares de campos deportivos. El fútbol, el deporte rey, mantiene las cuotas más altas de asistencia y fidelidad y quizá por ello desde tiempos en blanco y negro conserva un grado de tolerancia hacia la violencia verbal que no ha arraigado en otros deportes.

Esperar a que llegue el partido el fin de semana, elegir una víctima aleatoria entre los personajes que hay en el césped y vaciarse de los gritos que se acumulan a lo largo de la semana es un ritual que ha llegado con una salud estupenda a la segunda década del siglo XXI. Por cumplir una función social para algunos aficionados o también porque miles de cánticos y celebraciones, pero también pitos, insultos y amenazas lanzados a la vez se convierten en el duodécimo jugador; los clubes profesionales y los medios deportivos lo han envuelto con el eufemismo de «presión» o simplemente con el nombre del estadio, como si los gritos fuesen en realidad parte de un cuerpo mayor y más sabio que los hombres. Llega a nuestros días como una deidad de este deporte que se manifiesta en las gradas y a la que hay que escuchar, soportar o desafiar si el personaje, jugador, árbitro, directivo, tiene carácter. Pero no se la puede matar. Es parte del espíritu que hace del fútbol un deporte mágico que conecta con nuestras entrañas.

Si los chicos son excelentes jugadores pero sucumben a este rival invisible, no cumplirán el paso de niños a hombres, de aficionados a profesionales, y seguramente fallarán en otros aspectos de la vida. Por eso hay que acostumbrarlos a ella desde pequeños, desde la base.

Un pensamiento irracional y atávico tan difícil de arrancar como grandes son los beneficios que este clima de agresividad reporta a quienes no están en el césped pero dependen del resultado.

Cambios y expectativas

El fútbol puede seguir siendo violento, pero los expertos locales dicen que las agresiones en las categorías amateur se han reducido mucho. Quienes tienen varias décadas de perspectiva no se dejan impresionar por un vídeo grabado con móvil porque han vivido escenas similares en persona durante muchos fines de semana.

«Los partidos eran más duros en los 80. La gente se creía que con eso de las libertades tenía derecho a todo, y en regional teníamos dos agresiones cada mes como mínimo», cuenta el árbitro alicantino José Luis Garrido. Recompone escenas de gente huyendo de campos de tierra y coches cuadrados recibiendo ladrillazos.

Cree que el ambiente ha mejorado mucho hoy: «Mi hijo juega en cadete y yo creo que no hay tanta violencia». Pero admite que «es verdad que se ve de todo en el fútbol base» y que «el insulto siempre ha sido tolerado en el campo».

El presidente del Sporting Plaza Argel Alicante, Jesús Cañizares, no cree que haya aumentado la violencia, sino que «se ha trasladado». «Antes veías las peleas entre juveniles y ahora son los propios padres de benjamines, alevines e infantiles». Su tesis es que la tensión se ha trasladado desde las categorías de adultos a las de menores por este conjunto de expectativas e intereses tan alejados de lo que debería ser el divertimento y la formación en campos públicos.

«Un padre debe preguntarse qué quiere cuando su hijo juega al fútbol, porque creer que puede ser una estrella es un error de base».

Desde las oficinas del Hércules CF, Jose Antonio Palomino asegura que la sociedad actual está generando «unas expectativas irreales» a los jóvenes jugadores y a sus padres. «Cada día en los deportes se le dedica una cantidad de tiempo enorme a hablar de gente que gana entre 5 y 20 millones de euros al año. Hay una crisis de valores que se une a la importancia que se le da a las apariencias», reflexiona el exjugador para evaluar por dónde puede venir la obsesión con ser profesional.

La leyenda de Messi, el niño rosarino que sacó a su familia de pobres, ha inspirado al mundo. También a España. Muchas familias exponen a sus criaturas a los ojeadores, que se llevan a una pequeña parte de los mejores mientras dejan a los simplemente buenos en manos de contratistas y escuelas que tienen convenio con los grandes clubes. En ellas pagarán un poco más por tener la oportunidad de ser vistos por gente de los equipos grandes. Un juego de azar en el que participa mucha gente. «Un Valencia o un Villareal pueden pagar 10.000 o 12.000 euros por llevarse a un cadete a su cantera», apunta Palomino. Toda una promesa de futuro con forma de sobresueldo para los padres en el presente.

Lo mínimo que se paga por participar en las ligas menores de la Federación Valenciana de Fútbol es entre 300 y 400 euros por niño y año. «Hace 20 ó 30 años los padres no pagaban por que sus hijos jugaran al fútbol y ahora es lo normal. Esto puede llegar a hacerle creer que puede exigir que su niño juegue siempre y sea Messi», apunta José Antonio Palomino.

Expectativas por encima de lo razonable que llegan desde los padres más motivados, siempre tentados a cambiar de equipo por los clubes rivales, que se transmiten como una correa de distribución a la directiva y a de ahí a los entrenadores. Porque un ganador se forja ganando desde ya y, en muchas ocasiones, como sea.

«El mayor problema que tenemos en el fútbol base es que hay un nivel de exigencia impropio de la formación: se nos olvida que son niños educándose hasta que son juveniles», añade Antonio Guijarro, delegado del comité de árbitros de la Federación Valenciana de Fútbol (FVF).

El ambiente

«¡Písalo!». «¡Árbitro, no vas a salir vivo de aquí!». «¡Vete a la selva, negro!». «¡Me voy a follar a tu madre!». Todas estas frases han sido dichas por jugadores o por aficionados y captadas por técnicos y directivos en partidos de niños esta temporada en Alicante. Ninguna de ellas interrumpió el juego ni fue sancionada.

«A veces ves a un crío llorando en la portería. Le preguntas qué le pasa y te dice que le están insultando por detrás. Resulta que son su padre y su abuelo», cuenta José Mayans, entrenador del Atlético de San Blas. Por exigencia de los padres o del club, los niños «salen a jugar nerviosos, presionados, inducidos a ganar aún a costa de pegar patadas. Ni disfrutan, ni aprenden, ni son felices», concluye el técnico de esta agrupación deportiva alicantina. «No es raro encontrar a gente del público vejando a un niño pequeño», admite el delegado de los árbitros.

Desde el Inter de San Blas, otro de los tres equipos que se disputan a los jóvenes de este barrio de la capital, sus entrenadores Gonzalo Díaz y Germán Waidele aseguran que «hay mucha crispación en la grada». «Quizá porque los padres se creen que tienen grandes jugadores en casa se permiten gritar al árbitro, a otros jugadores o a quien sea», cuentan.

Guijarro asegura que violencia verbal indiscriminada -contra jugadores rivales, propios, árbitros, entrenadores u otros espectadores- hay en prácticamente en la totalidad de los encuentros de fútbol base. «Sólo al árbitro lo insultan en el 40% o 50% de los partidos, a veces incluso antes de que empiece, para amedrentarlo», cuenta el encargado de designar colegiados en la comarca de l'Alacantí.

En esta cultura cualquiera puede, y debe, ser el duodécimo futbolista. «En los campos también ves a criaturas de cuatro años que tienen el encargo de robar el balón cuando sale de banda, para perder tiempo. Ves a niños de cinco años que están escuchando y aprendiendo las barbaridades que van decir dentro de tres», aporta el presidente del club benidormí.

Todo ocurre en campos pagados con dinero público porque albergan actividades consideradas educativas y de convivencia. Para miles de menores, es el tercer lugar más común de socialización tras su casa y la escuela.

Los directivos de los clubes se rasgan las vestiduras. «Se ha perdido la capacidad de diálogo», cuenta Cañizares. «La gente se calienta porque quiere ganar siempre», añade Manolo Cortés, director de fútbol de la Asociación Deportiva Betis Florida de Alicante. «El grado de registro de estas situaciones por los árbitros es muy bajo y la Federación no actúa de oficio» se duelen Waidele y Díaz. Todos los entrenadores y directivos entrevistados son capaces de recordar afrentas de equipos contrarios mientras aseguran que ellos intervienen activamente en la lucha contra la violencia física y verbal y que son un ejemplo de fair play en un mundo de salvajes. Luego se entrecruzan acusaciones. «Este intentó colar a un chaval mayor de la edad en un partido de cadetes». «El otro se calló mientras humillaban a nuestros padres y jugadores en su estadio»... Es inevitable pensar en esos futbolistas que levantan las manos con cara de sorpresa cuando hay un pitido y un rival doliéndose en el suelo. «Ya casi que solo voy a ver partidos de querubines, es lo más limpio de todo», sostiene el presidente del Benidorm Club Deportivo.

La ley

Con las actas de esta temporada en la memoria, a Guijarro le sale la misma cuenta de violencia física que a Garrido en los 80. «Estamos en unas dos agresiones al mes» en los partidos.

Cortés remarca la afirmación de Waidele de que lo que se recoge en el documento no representa la realidad de los partidos. «Si el árbitro no pone nada en el acta, no hay registro ni pruebas de lo que pasa», cuenta. Mayans lo ilustra con una anécdota: «Después del partido vi que el árbitro, de 18 o 19 años, estaba temblando en el vestuario. Le dije que no se preocupara, que hiciera un acta básica y que luego tranquilamente en su casa añadiera un anexo con los insultos y las amenazas que le habían soltado durante todo el partido. A la semana siguiente me fui a buscar el acta: no había añadido nada. Sabe que tendrá que volver a pitar a ese campo».

El representante de los colegiados explica que ellos tienen la obligación de velar por el orden en el terreno de juego y que por tanto sus sanciones se centran en las personas que aparecen en el acta: jugadores, entrenador, directivos y delegado de campo. La grada es una zona gris que está casi siempre fuera de su jurisdicción.

Todas las agresiones en el campo y las que persisten en la grada paran el juego, son sancionadas y si los problemas continúan se llega a suspender el partido. Pero a nivel verbal, para el reglamento de la FVF sólo se les da este nivel de importancia a los insultos racistas. Si es que el árbitro los oye. El responsable de los colegiados reconoce que puede haber una trifulca en la grada y no llegar a tiempo a hacer nada cuando se da cuenta.

«Yo creo que estamos exagerando un poco. Hay 3.000 partidos y cuatro incidentes en la Comunidad cada fin de semana». El secretario general de la FVF, Salvador Gómar, cree que el sistema está adaptado a la realidad y que funciona. «Las incidencias se recogen y se sancionan, los casos más graves llegan a la Fiscalía. Es inviable que haya una pareja de policía o protección civil en cada partido... Yo creo que el comportamiento es una cosa privada de cada club y que la educación viene de casa de cada uno». Gómar añade que la FVF ha trabajado temas de violencia con varios psicólogos. Trata de parecer exhausta ante un problema inabarcable.

Sin embargo, Garrido señala cómo en Cataluña se ha extendido la condena al insulto racista a todo tipo de violencia verbal en los campos. La federación catalana puso en marcha un sistema la temporada pasada en el que obliga a detener los partidos y llegar a su suspensión cuando suenen agresiones verbales de cualquier tipo en la grada.

No ve el problema en copiarlo en esta zona. «El día que la Federación y los clubes quieran acabar con esto, se erradica», zanja el delegado de los árbitros alicantinos.

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats