Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Artesanos digitales

Internet y la liberación de patentes en tecnología han convertido a los manitas de toda la vida en una comunidad global que fabrica todo tipo de objetos y aparatos con sus propias máquinas

Artesanos digitales

Los manitas de toda la vida ahora tienen un nombre en inglés: makers, «gente que hace cosas». Cosas como robots, drones, prótesis, refugios de cartón, modelos en 3D de órganos humanos y objetos más prosaicos como alcachofas de ducha o llaveros. Prototipos y objetos muy diferentes a los que se encuentran envueltos y relucientes en las tiendas: son toscos y precarios a primera vista y tienen un valor difícil de percibir para un profano. Pero dentro de esta comunidad se veneran como símbolos de una nueva economía sostenible, abierta y colectiva.

Una subcultura que desde las redes se practica en todo el mundo y que en Alicante se ha expresado en forma de talleres públicos, academias privadas y pymes. El movimiento es notable: hay empresas punteras y tres puntos de encuentro donde creadores de todo tipo se citan para complementar con la experiencia de otros lo que aprenden en internet. Nos adentramos en las redes de los nuevos artesanos digitales.

Los orígenes

Las impresoras 3D ya no son noticia. Tres o cuatro años después de que se presentaran como la próxima revolución tecnológica han entrado en una fase de valle en la que sólo la fabricación de prótesis -de funcionalidad limitada- abstrae al espectador del tedio de ver figuras de Star Wars como máxima expresión de su potencial. La tecnología que iba a permitir «fabricar cualquier cosa» empezó a percibirse como un proceso farragoso y exasperante del que el ciudadano medio haría muy bien en olvidarse hasta que anuncios y conversaciones señalen, dentro de varios años, que ha llegado el momento de meter uno de estos cacharros en casa como hicieron con el ordenador, el router y el móvil. Si es que llega.

Es la respuesta obvia de quien mira a las máquinas preguntándose «y qué puede hacer este aparato por mí». Pero quienes se acercan a ellos pensando «cómo funciona esto» no se entretuvieron tanto mirando el detalle de estas máquinas -una manga pastelera que construye figuras pegote a pegote moviéndose en los ejes X, Y Z- como el conjunto: el extrusor es una pieza sujeta a un bastidor móvil que a su vez está controlado por un Arduino. Es decir, piezas baratas unidas a una placa programable que vale 20 euros.

La aglomeración de curiosos se despejó, pero los manitas consiguieron rápidamente sus primeras máquinas y empezaron a investigar con ellas en garajes y trasteros. Para ellos, las impresoras no eran un producto novedoso lanzado por un fabricante aislado, sino un paso más de un proceso mucho más profundo y fascinante que seguían con atención desde hace tiempo. La cultura do it yourself -hazlo tú mismo- empezaba a generar sus propias máquinas.

Hacía ya varios años que internet había rebautizado a los amantes del bricolaje, la electrónica y el aeromodelismo con el nombre de makers -algo así como hacedores- y que les ofrecía, además de una nueva identidad mucho más cool, un repositorio infinito de ideas y técnicas para hacer cosas -desde decoración hasta robots- con blogs, foros, videotutoriales y portales de descarga. Paralelamente, investigadores del Massachusetts Institute of Technology (MIT) y del sector universitario decidían imbuirse del espíritu del software libre de los 80 y difundir sus ideas y proyectos en la red.

Se institucionalizaba la mentalidad código abierto, que se sustenta en que las patentes, diseños y contenidos tienen un autor que no es necesariamente su dueño y pueden tener tantos desarrolladores como gente quiera trabajar en ellos.

Desde 2005, la cultura maker ha crecido gracias a hitos de esta forma de pensar como la liberalización de la patente de la impresora 3D, las placas controladoras Arduino o de los ordenadores Raspberry Pi. Sus creadores, que podían haber eligido blindarlos y explotarlos comercialmente, optaron por colgar sus instrucciones de fabricación en internet para ver hasta dónde llegaba la ingeniería colectiva.

Los expertos locales coinciden en que estos tres avances siguen siendo los pilares que sujetan las creaciones más avanzadas de la cultura maker, como los robots, ordenadores o drones caseros. «La impresión 3D nace en los 80, pero con código cerrado. Los drones existen de toda la vida, pero antes pesaban cuatro o cinco kilos. Lo que se hizo fue abrir la tecnología y donar este conocimiento a la humanidad. Lo que se encontraron fue un macrodepartamento de I+D que redujo mucho los costes», explica Paco Martínez, presidente de la asociación Maker ALC. «La cultura maker tiene más que ver con el empoderamiento colectivo que con un grupo de personas súper inteligentes», asegura Juan Carlos Castro, director de FabLab UA.

Así, la proliferación de aquellas impresoras de aspecto precario que aburrían a los curiosos tenía un significado inequívoco para quienes sabían leer entre líneas: la mentalidad código abierto estaba funcionando. Se podían comprar baratas o ser fabricadas directamente por el usuario. Sus piezas y las de otras máquinas se podrían imprimir. Una sola persona podría reproducir a escala doméstica los procesos de fabricación, fresado y programación de la gran industria. La investigación y el desarrollo se volvería tan accesible como viral.

Era hora de encerrarse en el taller para participar -y muchos competir- en esta carrera de autos locos que era menos desigual que nunca: los recursos son distintos pero empresas, pymes, laboratorios, profesionales y aficionados tienen prácticamente los mismos planos.

Los makers locales

En una cultura que tiene en su ADN lo compartido, la comunicación horizontal y el trabajo con las manos son habituales los puntos de encuentro. Se llaman espacios maker: «Son lugares donde cualquiera puede hacer prototipos físicos, de software y de hardware y conocer gente que sepa de estos temas. Es una reunión fundamental donde se pone en contacto gente que tiene ideas pero no sabe cómo llevarlas a cabo con gente que tiene la técnica», explica Raúl Rodríguez, ingeniero electrónico especialista en mecánica y socio de la asociación Maker ALC.

Este colectivo provincial tiene «un 80% de perfiles técnicos y un 20% de artistas y otras disciplinas», según la creadora Vero McClain, y se reúne en el maker space que el Ayuntamiento de Alicante ha instalado en Las Cigarreras, MakerCig. El trabajo artístico de esta alicantina, donde sensores y placas están al servicio de la performance y la denuncia, ha sido desarrollado con la ayuda de ingenieros y programadores como Martínez y Luis del Valle, también socio y uno de los mayores divulgadores del trabajo con Arduino en español. Con la idea de que un espacio maker está concebido para la fabricación de prototipos y no para la producción en serie y que los productos pueden ser usados para fines personales, comunitarios, empresariales o de cualquier otro tipo, la interacción está servida.

Equipado con una impresora 3D, una fresadora de control numérico de código abierto ideada por personal de la Universidad Jaume I y una de las cortadoras láser más avanzadas del mercado, MakerCig quiere funcionar como un taller de barrio manejado por expertos donde cualquiera pueda trabajar sus ideas con el único coste del material. Una especie de trastero o garaje para manitas sin espacio en casa.

De manera similar funciona FabLab UA, un modelo de maker space que nace en el MIT que tiene centenares de réplicas en todo el mundo. «Registrados somos mil y en total habrá unos 1.300», apunta Castro, responsable de la franquicia local instalada en la UA. «La diferencia con un centro maker normal es que somos un laboratorio de investigación con una maquinaria mínima y unas normas de conducta, como por ejemplo no fabricar cosas que sirvan para dañar a la gente», añade. Su acceso está más restringido a personal universitario, pero tampoco cuesta dinero usar sus máquinas.

En Elda está el tercer punto de encuentro de la provincia y el único de carácter privado, Relieves 3D. Lo dirige Javier Alcántara, uno de los pioneros de la cultura maker en la provincia. Ofrecen clases de programación básica y robótica para niños y adultos, servicio de diseño y uso de sus impresoras, escáneres y otras herramientas. Ahora buscan diversificar y concentrarse en la «impresión 3D en chocolate», cuenta Alcántara.

La filosofía de los espacios maker de prueba y error, enfocada a poner en práctica las ideas, encaja a la perfección con la mentalidad emprendedora. «Quizá esto ayude a la provincia a crear una economía de producto y no sólo de servicios. Los maker tienen muchos de los elementos de las start-ups», sostiene Rodríguez.

Los emprendedores

«Todo esto empezó en un garaje», sonríe pícaro Pepe García, que atornilla algo ataviado con una bata de inventor. A su lado sus hijos Sara, jefa de ventas y marketing, e Ignacio, fundador y cara visible de Recreus.

En una modesta nave del polígono Campo Alto de Elda fabrican FilaFlex, un producto que se exporta a 60 países y que compite contra chinos y americanos por el liderazgo en el hipernicho del filamento flexible para impresoras 3D. Ignacio, ingeniero industrial, convirtió la tradición manitas que su padre instauró en casa en una pyme que se dedica en un 80% a la fabricación y venta de esta materia prima. Fue la apertura de patentes lo que le permitió iniciarse en 2011 en el mundo de la impresión, desarrollar el filamento poco después, ahorrar costes tras automatizar el proceso -«estas tres bovinadoras funcionan con Arduino», apunta sobre unas máquinas que diseñó él mismo- y diversificar el negocio fabricando impresoras y extrusores específicos para material flexible.

También son hijos del código abierto, la ingeniería colectiva y la carrera global Jose Navarro y Pablo Cuesta, médicos anestesistas y socios en Meideo. Están montando un empresa dedicada a la fabricación de réplicas de órganos patológicos y personalizados para medicina.

Armados con software de modelización en 3D y una modificadísima impresora Lewihe -fabricada en Monóvar-, esta pyme de inspiración maker toma las imágenes de un TAC, genera un modelo 3D de la zona afectada -una cadera, un pulmón o una caja torácica completa- e imprimen con materiales flexibles o rígidos que obtienen también de su colaboración con Recreus una copia exacta para que los médicos, pero sobre todo los cirujanos, puedan ensayar antes de intervenir.

«Reduce la curva de aprendizaje y guía la intervención, lo que reduce los dolores y la recuperación del paciente», apunta Cuesta. «Este nivel de detalle y con materiales de esta calidad no lo ha logrado nadie hasta ahora», añade Navarro.

Un trabajo exhaustivo y artesanal, donde hay que vigilar a la competencia pero mantener una actitud abierta y colaboradora. «Tengo una alerta en el móvil que me avisa de cualquier cosa que se publique relacionada con impresión 3D y medicina en todas las revistas científicas del mundo. Creí que me iba a aburrir de leer, pero lo cierto es que apenas hay noticias», apunta Cuesta.

El mundo sigue esperando a que se anuncie de forma oficial una revolución productiva que estos artesanos digitales llevan años anticipando.

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats