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Calles llenas, iglesias vacías

La práctica del catolicismo cae mientras la religiosidad popular crece

Calles llenas, iglesias vacías

Una anécdota cuenta que en un Domingo de Ramos se encontraron dos católicos. Uno le preguntó al otro adónde iba, a lo que el otro le responde «a la procesión». Le pide que le acompañe, porque era muy devoto de la imagen. El otro respondió que no podía, porque tenía que ir a misa. «¿A misa para qué?», le contestó su amigo, mirándolo como si fuera un marciano. Qué tendrán que ver los curas con las vírgenes, parecía preguntarse.

La realidad sociológica del país deja muy claro que esta historia no es un caso aislado sino que cada vez más la práctica de la religión cae lenta pero inexorablemente mientras el folclore religioso y los sacramentos de celebración social, lejos de encaminarse hacia la extinción como la fe que les da sentido, ganan cada vez más adeptos, como si empezaran a separarse del cuerpo principal para tener entidad propia. Las hermandades de Semana Santa crecen en número de cofrades, las procesiones ganan público y las romerías y otros eventos de inspiración religiosa como el Misteri d'Elx consolidan año tras año cifras de participación que ya resultan golosas para la industria del turismo y los dirigentes políticos de izquierda de la Generalitat.

Y cuando parece lógico pensar que el fervor se está extendiendo al interior de las iglesias, la realidad prueba que, aunque las calles están llenas, los templos siguen vacíos. Pese a los gritos de «guapa» a las imágenes y los cánticos a las reliquias en las calles, la asistencia a misa, la demanda de servicios religiosos cotidianos y el porcentaje de población que se considera «católica» en la Comunidad Valenciana se sitúa en los niveles más bajos de las últimas décadas.

Analizamos cómo la provincia y el resto del país están mutando de una sociedad de religión católica a una de cultura católica.

Notas tristes y solemnes, olor a incienso, silencio compartido por una multitud y un rostro joven y herido imposible de ignorar recorriendo la ciudad. Bajo el paso, esfuerzo y dolor, gritos de ánimo que llegan al interior de una caja donde varias decenas de hombres parecen pagar por sus pecados, como los remeros de un galeón. Hay que estar muy lejos de todos esos significados colectivos para no sentir nada ante el paso de una imagen y de la comitiva que la acompaña.

Desde que el barroco sofisticó las toscas marchas procesionales de la Edad Media, en las que el santo patrón salía a la intemperie en unas simples andas para reforzar las plegarias por la cosecha, la Iglesia ha conocido y utilizado el potencial comunicador de las procesiones y la capacidad de reclutamiento de las cofradías. Formadas y gestionadas casi exclusivamente por laicos, están constituidas como asociaciones públicas de fieles y adscritas a los obispados, pero son independientes en sus actividades de promoción del culto público. También suelen ser propietarias de las piezas que exhiben en la semana que recuerda los últimos días de Jesucristo, fundador de la Iglesia según la tradición católica. La mayor parte de su actividad consiste en mantener y organizar las marchas, aunque «muchas dedican parte de su presupuesto a obras sociales», como remarca el experto ilicitano en tradiciones Joan Castaño.

Lejos quedan los tiempos en que parte del presupuesto se destinaba a contratar costaleros porque la juventud posfranquista no mostraba interés en seguir vinculada a las tradiciones. Hace más de 20 años que el mundo cofrade experimenta un repunte de su popularidad dentro y fuera de la provincia, según los presidentes de junta y algunos expertos en antropología y sociedad. La provincia no es ajena.

Aunque no existe ningún registro fiable de afiliación -«mucha gente forma parte de dos o tres cofradías a la vez», apunta el presidente de la Semana Santa oriolana, Ignacio Martínez-, autores como Castaño, quien ha editado varios libros sobre la historia de las fiestas de Elche, identifican un «auge» de la Semana Santa y de las otras dos grandes festividades de la ciudad. «Crece desde los años 70 y 80», asegura, sin que hayan dejado de constituirse hermandades ni de incorporarse nuevos pasos para exhibir su imaginería. Con su procesión del Domingo de Ramos declarada de interés turístico internacional, el presidente de la junta de hermandades, Francisco Javier García Mora, calcula que son más de 7.500 los cofrades que apoyan todo el año a estas asociaciones.

Buena salud también en las capillas de Alicante, con unos 8.600 hermanos representados por la junta mayor de cofradías. Y Orihuela, cuya semana de penitencia «crece desde el año 88-90», en palabras de su presidente Ignacio Martínez, saca a 12.000 cofrades por las calles cada año, muy arropada por su título de evento de atractivo internacional.

Otras festividades de inspiración religiosa, como el Misteri, las fiestas de la Asunción de agosto en Elche, o las romerías de la Santa Faz y de la Virgen de los Lirios en Alicante y Alcoy, tienen tanto tirón popular y tanto vínculo con la tierra que hasta el bipartito en el Consell cuenta con ellas para sus estrategias de fomento del turismo en la Comunidad.

Poco sospechosos de pretender reinsertar el catolicismo en la sociedad valenciana, los nuevos responsables de la Agencia Valenciana De Turismo confirman que los turistas de Elche y Orihuela incrementaron su interés por las actividades en los centros de las ciudades un 81% y un 121% respectivamente durante la Semana Santa respecto a la semana anterior, lo que permite comprobar, según la agencia, cómo las procesiones son un activo turístico diferenciado de la playa, la gastronomía o las compras tanto para turistas nacionales como extranjeros.

Por tanto, las tradiciones religiosas están de moda y la participación desde las aceras y entre los varales aumenta, pero, ¿qué ocurre con la misa y con el culto íntimo que ha sostenido al catolicismo?

El tono de voz se oscurece un poco cuando se pregunta a los portavoces de las hermandades si el llenazo de las iglesias en Semana Santa se mantiene el resto del año. «No me gusta entrar en el sentimiento de cada uno, pero es verdad que cada vez las iglesias se frecuentan menos», admite Martínez.

Las hermandades entienden que la fe es personal y que para sacar a una virgen, marchar con ella portando un cirio o simplemente colaborar con la asociación con trabajo voluntario o ayuda económica no es necesario probar más compromiso que el de asistencia y comportamiento acorde. Y aunque algunas exigen «el certificado de bautismo» o el aval de otros socios para el ingreso de nuevos miembros, en la mayoría de ellas «cualquiera puede entrar a formar parte», según explica Alberto Payá, presidente de la junta mayor alicantina.

La sospecha de que el catolicismo de los miembros de las hermandades es estacional es una idea que confirma la antropóloga de la UA María Dolores Vargas. Fue una de las conclusiones de un estudio a pie de capilla en el que participó hace unos años. Entrevistando a los miembros de varias hermandades, confirmó que «sólo van por allí en estas fechas, mientras que el resto del año ni se acercan a la iglesia».

Payá por su parte está convencido de que quienes participan en las procesiones son o bien «creyentes» o bien «gente próxima a la fe que está haciendo su propia travesía en el desierto«, en referencia a las crisis religiosas que suelen eclosionar en Semana Santa. «Pero si no se cree en nada, sacar un paso en Semana Santa tiene el mismo sentido que pasear una bombona de butano por la casa», zanja gráficamente Payá.

Sugiere que la misión de estas manifestaciones religiosas no es atraer al interior de la iglesia ni dar catequesis. Es más predicar el evangelio desde la teatralidad de un paso, de una marcha, de una saeta y servirse de una imagen envuelta en sobrecogimiento para empatizar con los que sufren y los que dudan. Payá concibe las procesiones como caravanas de espiritualidad que recorren la ruta que más claramente ha trazado el papa Francisco a su Iglesia: ir a las periferias a hablar de Dios, adonde el mensaje no llega nítido. Al pueblo que no sabe teología, ni liturgia, ni doctrina, pero que quiere creer en algo. «Creo que está habiendo más gente que se ha dado cuenta de que el relativismo hace daño y que busca tener fe.

La imagen es una ayuda, después tienen que empezar a formarse», razona el joven presidente de la Semana Santa de Alicante, quien considera que ante una ebullición del mundo cofrade «lo lógico sería que hubiese un repunte de los servicios religiosos». «Porque la procesión es el partido, pero la misa es el entrenamiento», explica. Pero, a juzgar por los datos, la religiosidad popular representa más bien a una afición distanciada de la directiva del club que sólo va al campo en los grandes partidos del año.

Los datos que facilita la Diócesis Orihuela-Alicante y la información del barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) sugieren que la sociedad española mantiene a la Iglesia para conservar sus tradiciones sociales ligadas al catolicismo. Mientras al aporte económico vía IRPF se mantiene, la demanda de sacramentos «infantiles» se adapta al contexto económico. Sin embargo, la práctica de la religión se vuelve marginal y las bodas religiosas descienden ostensiblemente. Durante la última década, los bautizos y las comuniones han superado una enorme caída durante los primeros años de crisis para recuperar los niveles de la bonanza. Además, la contribución con las parroquias y la Conferencia Episcopal mediante la equis de la declaración de la renta es estable, tanto en el país como en Alicante, y se sitúa en una donación global de unos 210 millones de euros anuales.

No obstante, los datos de identificación religiosa sugieren que la comodidad de la Iglesia española puede desaparecer a medio y largo plazo. Mientras que un mayoritario 71,3% de la población de la Comunidad Valenciana se declara «católica» en materia religiosa según el CIS, cuando los entrevistadores piden que se concrete cómo se sustancia ese catolicismo se descubre que apenas el 15% de quienes se declaran seguidores del Obispo de Roma cumplen con los preceptos mínimos de asistencia a oficios religiosos. El resto lo hace de forma intermitente, y un 63% de todos los católicos admite no cumplir casi nunca con los preceptos. El CIS deja claro que en esta estadística no incluye las celebraciones religiosas a las que se acude por motivaciones sociales, como bodas o bautizos.

El sociólogo y catedrático de la Universidad Complutense Alfonso Pérez-Agote, quizá uno de los científicos sociales que más ha estudiado el catolicismo en España, entiende estos datos como que «España ha dejado de ser el país de religión católica que solía ser para convertirse en un país de cultura católica como es en la actualidad», según Pérez-Agote. Esta sutil diferencia conceptual es la causa de que las calles estén llenas pero las iglesias vacías.

Para Pérez-Agote, la sociedad española está inmersa en lo que él denomina la tercera oleada de secularización, que continúa, desde los años 90, los dos procesos de abandono del catolicismo que se iniciaron en España durante el siglo XIX y los años 60. «En la primera oleada, la modernidad exigía rechazar la religión como poseedora de la verdad absoluta. En al segunda, la población española fue ganando capacidad adquisitiva y se fue interesando más por lo material que por lo religioso, aunque seguían considerándose católicos. Y ahora encontramos que una parte de la sociedad ya no tiene nada que ver con el catolicismo y se definen como ateos, indiferentes, no creyentes o de otra religión», asegura el sociólogo. La explicación coincide con el descenso del catolicismo declarado en el CIS y el aumento de otras posturas en los últimos 20 años.

Parece además que entre los más jóvenes de las zonas más ricas del país el proceso es aún más veloz y que el «catolicismo cultural» ya es minoría. En Madrid, Cataluña y País Vasco, «dos tercios de los jóvenes de entre 15 y 24 años ya no se identifican como católicos, mientras que el resto están igual que los de la segunda oleada», según un estudio de la Fundación Santa María que cita Pérez-Agote. Son la esperanza de asociaciones como Europa Laica, quienes aseguran que el «nacionalcatolicismo que impuso Franco sigue incrustado en la sociedad española», en palabras de su secretario Juanjo Picó.

Los estudiosos están de acuerdo en que hablar de religión en España es hablar de identidad. El buen momento que viven estas tradiciones religiosas en los últimos años tiene relación para la antropóloga con el empobrecimiento causado por la crisis y el aislamiento de la era que vivimos. «En tiempo de dificultad nos agarramos a un clavo ardiendo y en esta sociedad posmoderna tan individualista hay mucha soledad. Por lo tanto, mucha gente se agrupa en torno a lo que comparte», reflexiona la antropóloga. De ahí que en los círculos de emigrantes funcionen tan bien las comunidades religiosas, según apunta Vargas. Sin embargo, está convencida de que la «fe sólida como la que conocíamos en España no va a volver nunca».

Con el conocimiento de la religión diluido, la práctica olvidada y las creencias mezcladas con costumbrismo, la Iglesia corre el riesgo de volverse irrelevante a largo plazo. Y las cofradías y hermandades, aglutinadoras de un resquicio del poder anterior, pueden convertirse en pequeñas taifas de fe. «Hay algo del politeísmo de algunos periodos históricos en esta religiosidad popular tan participativa», recuerda Pérez-Agote.

Porque según el sociólogo, mientras que la religión tiene un claro dueño, la Iglesia, la cultura es patrimonio de todo el pueblo. Esta interpretación rompe con la jerarquía, relaja la doctrina y convierte lo religioso en una celebración de la identidad local, de los significados colectivos, que no tiene mayor trascendencia en la vida personal una vez pasado los días marcados en rojo en el calendario.

El sociólogo ve una clara muestra de cómo se empieza a separar lo popular de lo jerárquico dentro del catolicismo en la negativa de la cofradía de la Esperanza de Triana de Sevilla a trasladar su Cristo de las Tres Caídas a Madrid para que procesionara en vía crucis ante el papa Benedicto XVI, en 2011. Rechazaron la petición de los obispos por el voto mayoritario de su asamblea, reunida en cabildo. «Era una idea de Rouco Varela y del arzobispo de Sevilla, y les dijeron que no», recuerda Pérez-Agote. Qué tendrán que ver los curas con el cristo, parecían decir los hermanos.

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