Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

La diáspora alicantina en Europa

La emigración desigual

Un retrato de la diáspora alicantina que se busca la vida en una Europa cada vez más convulsa

La emigración desigual Héctor Fuentes

Han descubierto las bondades de invertir en I+D y la estafa de la titulitis pero también el valor del clima y un estilo de vida donde entre la oficina y la cama hay cosas que valen la pena. Integrados en sus países de acogida como un nacional más, abriéndose camino poco a poco en ciudades cosmopolitas o sobreviviendo en guetos de inmigrantes, los cientos de miles de españoles que se han marchado durante la crisis españoles crisis van a marcar el futuro del país tanto si regresan como si no lo hacen nunca. Como los indianos del siglo XX, algunos planean ya su regreso tras haber transformado el riesgo en fortuna; otros sin embargo saben ya que sus hijos explicarán en el colegio sus apellidos diciendo «mis padres son españoles». Mirando la lluvia por la ventana de un transporte público eficaz, se debaten entre el rechazo a la cultura española cortoplacista y su amor por el sol, la familia y la calidad de vida que aportan todas las actividades que terminan en -eo. Tras ocho años de diáspora y con el estatus Schengen tenso como una alambrada, se sienten tan emigrantes como los latinoamericanos que llegaban a España hace diez años. La misma Europa que les recibió con los brazos abiertos cuando eran Erasmus frunce el ceño cuando le piden trabajo. Viven años de riesgo, integración, desarraigo y nostalgia. Construimos con varios alicantinos un relato de la emigración española del siglo XXI.

Carlos Arenas está en Madrid negociando las condiciones para regresar a su país como empleado de la filial española de su empresa. Ingeniero de Telecomunicaciones de 31 años, este alicantino enamorado del deporte resolvió la encrucijada de su futuro en 2011 con un plan trazado con claridad y determinación como una jugada en una pizarra. Iba a aprovechar el francés que aprendió en el colegio y el momento reclutador en tecnología que vivía el país galo para escapar del paro y acumular puntos para su regreso. «Sabía que para diferenciarme no valía sólo la carrera, sino la experiencia», cuenta tras una reunión. Familiar y pragmático, apretó los dientes y se introdujo en la cultura del «trabajar, metro y dormir» que domina en la capital francesa, dejándose los fines de semana como vía de escape.

Hace cinco años, muchos de quienes se marchaban rumiaban cierta sensación de fracaso. Parecía que se tenían que marchar aquellos que por falta de currículum, habilidad o contactos se quedaban a las puertas de los puestos de trabajo. Ahora, al otro lado de la decisión que les llevó a hacer las maletas, la sensación que tienen es muy distinta. «Gracias al atrevimiento de salir puedo optar a volver con un puesto consolidado. Ha sido una aceleración profesional», cuenta Arenas. Haber vivido una Europa accesible -habla inglés, francés, español y empieza con el portugués-, conectada y ávida de técnicos -cuya productividad es ya igual a la suya-, hace que su testimonio rezume optimismo. Esta solvencia es un activo que puede exhibir en cualquier mesa de negociaciones.

A escasos kilómetros de allí, en Zúrich, una de las zonas de mayor concentración de riqueza del Viejo Continente, el arquitecto Luis Aparisi, otro alicantino entrado en la treintena, habla de manera parecida sobre su experiencia. «Los que nos hemos ido hemos aprendido mucho. Yo era un estudiante normalito, nada especial. Y de repente, de no saber ni cómo aparcar acabas dirigiendo una reunión con cinco suizos», razona de camino a su casa en el autobús. Allí le esperan su hijo y su mujer, embarazada de nuevo, para cenar. Si se hubieran quedado en Alicante «seguramente no seríamos padres aún».

Integrado en una de las sociedades más cómodas y avanzadas en algunos aspectos -cita las numerosos asuntos que se someten a consulta pública vía referéndum- Aparisi compara cómo se aborda la inserción laboral aquí y allí. «Hay un 60 o 70% de la población suiza que no tiene licenciatura, porque sí que hay una FP muy fuerte, con unas 500 o 600 profesiones específicas que puedes aprender. Hablo sin saber, pero, ¿quedan delineantes en España? Porque es un trabajo que hace unos años había que hacer, y, como no había técnicos, lo terminaban haciendo los arquitectos, que sí que había muchos», razona en voz baja en el autobús.

La obsesión española con tener un título es uno de los primeros males patrios que detectan. «Es que en Europa el mercado laboral no se centra en qué has estudiado, sino en qué sabes hacer», cuenta Jacobo Torres, una identidad falsa para un eldense de 31 años que prefiere no dar su nombre. Recuerda perplejo cómo pasó la primera mitad de la crisis en su localidad, sospechando que algo fallaba pese a que todo el mundo le felicitaba por el «nombramiento». Con una licenciatura en ADE y un MBA, había conseguido un puesto como «codirector financiero» y un traje de chaqueta en una empresa de logística. Pero el sueldo de 1.300 euros y el encorsetamiento jerárquico que experimentó en esta pequeña SL hicieran que renunciara al trabajo. Dos años después, trabaja en «el centro de atención al cliente de una página web de reservas» en Ámsterdam, viste camiseta en el trabajo y se mueve en bici. «Con toda mi formación, gano lo mismo que mi compañero holandés, que tiene 22 años y solo la Secundaria», comenta sin ápice de rencor. Tanto él como su joven compañero ganan más que cuando era «directivo».

«España está muy atrasada. Aquí tengo el puesto más bajo, pero veo posibilidad de progresar; cada seis meses hay un ascenso, una mejora o un movimiento interno. Mi jefe tiene dos años más que yo y es un colega más, salimos todos de cervezas los viernes. Allí en España te marcan la distancia todo el rato, tú aquí y yo allí, y cualquier ascenso tarda cinco años en llegar», confiesa desde el apartamento que comparte con otros trabajadores de diversa nacionalidad.

«Ámsterdam es muy multicultural y en una empresa grande vas a relacionarte con mucha gente. Pero son una sociedad cerrada y puedes acabar en un gueto de españoles si no te esfuerzas por tener varios ambientes. Hay quien lo pasa muy mal», cuenta el postgradado eldense.

Inmersa en la movilidad geográfica natural de la condición investigadora, María José Mazón nunca se había planteado encarnar el estatus de «emigrante». Desde que dejó Torrevieja y se marchó en 2012 a Londres con un contrato en un centro de investigación de enfermedades infecciosas, se ha sentido parte del mismo todo europeo progresista, ilustrado y solvente que los ciudadanos del país que la ha acogido. Pero el paso de los años y la evolución política y económica en la Unión ha hecho que asuma que «conforme se va haciendo más difícil volver a España más me siento una inmigrante». Multinacional y siempre abierta a nuevos enfoques, la composición de la comunidad científica amortigua los gritos xenófobos que los euroescépticos están empezando a convertir en votos en el norte de Europa. Pero la tensión y los argumentos del Brexit ya llegan nítidos a su entorno. «Me preocupa que se desarrolle cierta antipatía hacia la emigración. Hasta hace poco los españoles no estábamos mal vistos, muchos británicos veranean en España o tienen casas en propiedad en nuestra zona y al decir que vengo de Alicante siempre he sentido simpatía. Pero las cosas están cambiando, la presión migratoria está tensando el ambiente», admite en una entrevista por correo electrónico.Vive estos años con la nostalgia de quien volvería a casa si tuviera garantías de que un aumento en la inversión en I+D pudiera traducirse en un contrato para ella. «La distancia después de cuatro años pesa más, sobre todo cuando no ves posibilidad de volver», cuenta.

En la periferia de las islas, en la «Andalucía británica», José Gomis ha tenido tiempo de analizar la diáspora que ha convertido a Edimburgo en una de las capitales españolas en el exilio. Allí, los emigrantes se cuentan por decenas de miles. Este alicantino de 33 años es uno de los que abandonó su país con el socorrido programa vital de «aprender inglés» y probar suerte. Para ello no le importó abandonar su tesis doctoral.

«Todo el que está en Reino Unido sabe que Londres es Londres y el resto del país es otra cosa», cuenta en una llamada de Whatsapp gracias al wifi del aeropuerto holandés en el que hace escala. Buen conocedor de la colonia de Edimburgo, explica que aunque hay profesionales que han encontrado trabajo «de lo suyo», los perfiles menos competitivos se buscan la vida en una sociedad que suena a cuento de Dickens, aunque recalca que para la mayoría «la experiencia es positiva». «Aquí los españoles que no hablan muy bien inglés suelen encontrar trabajo en hostelería, en la fábrica de galletas o en el centro de distribución de Amazon», enumera el alicantino. Muchos de ellos se topan con una cultura de vivienda muy diferente a la del país del ladrillo cuando pretenden vivir en el centro en un piso decente con un sueldo de cuello azul. «Hay gente que encuentra habitaciones sin ventana en casas compartidas por 240 libras al mes, otros prefieren irse a las afueras donde las casas están mejor».

Descansando de una jornada de 10 horas en su apartamento de Stuttgart, Carlos Guilló admite que se vino «ilusionadísimo» en julio del año pasado pero que ahora no tiene «un punto de vista positivo» sobre su decisión de emigrar. Técnico instalador de fontanería y calefacción, no ve la hora de volver a casa. A sus 34 años, la formación de 250 horas de alemán básico que recibió en un programa de reclutamiento que lanzó la patronal Fempa hace unos meses no ha sido suficiente para defenderse. De manera casi literal.

«Me dan trabajos como si fuera nuevo en esto cuando en realidad tengo experiencia superior a la del "ausbildung". Pero como no lo tengo, tengo que cobrar el mínimo de 10 euros por hora de trabajo», cuenta. El «ausbildung» ocupa un lugar tan central en sus pensamientos que no parece considerar que sea necesario explicar que se trata de un certificado de FP alemán. Toda su mala experiencia gira en torno a este título que no puede convalidar.

Guilló se marchó con una empresa «muy poco seria» que le pasa el horario de trabajo, variable, por la noche del día anterior. Esta improvisación le impide asistir a las clases gratuitas para sacar el «ausbildung» entre semana. Confinado en la cuasi incomunicación; gana sólo 1.300 euros al mes. «Sólo tengo libres los fines de semana y no puedo pagarme las clases particulares», explica. El piso y la comida se comen la mayor parte de su sueldo, y apenas ahorra. Vino a casa en Navidad con 100 euros en la cuenta. «Voy con mentiras. El otro día me preguntó mi madre qué hacía mientras hablaba con ella y le dije que me estaba duchando, pero en realidad estaba trabajando con lluvia», explica.

Mientras que los científicos, ingenieros y arquitectos aseguran que les tratan como a uno más y que las acusaciones contra los inmigrantes las viven por la prensa, existen otras ocupaciones donde sí se reporta cierto maltrato. «La gente aquí es un poco cerrada. Mi jefe se dedica a dejarme mal delante de los clientes y los compañeros en la obra, diciendo que los españoles y los italianos somos unos vagos», cuenta Guilló. Con su alemán trató de contestarle que «yo podría pensar que los rumanos son unos chorizos, pero no lo hago» a su jefe, natural del país transilvano.

Hace diez años Europa era un sueño y los españoles los celebrados nuevos héroes económicos de la Unión. Desinflada su hacienda, muchos mastican el clasismo que históricamente se ceba con la emigración. «Hay un racismo de baja intensidad. Los escoceses tratan de ser "polite" y se esfuerzan mucho porque no se les note, pero lo son», reflexiona el alicantino afincado en Escocia. Se ha convertido en una especie de «embajador oficioso»: vela por que la imagen de los españoles sea buena. Y no es el único. «Conozco a gente que ha renunciado a subsidios sociales del Reino Unido por no dar imagen de aprovechados», cuenta.

Volver a España es una idea que no le emociona, y habla de su tesis como un proyecto que en realidad nunca fue suyo. Los programas de «recuperación de cerebros» que empiezan a lanzarse, categoría en la que podría entrar, llegan tarde: es feliz allí, el director del hotel donde trabaja le valora y va a contratarle como recepcionista del turno de noche. Entre ser doctor y tener futuro, se queda con lo segundo.

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats