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Unas anécdotas de mi vida

Siempre he creído que las anécdotas hacen la vida agradable, interesante, y muchas veces nos enseñan

Empiezo: tiempo atrás le contaba una, en relación a las diferencias de lo que es importante para cada uno. Hace muchos años atendí a una enferma sueca a la que diagnostiqué un cáncer de mama extendido y a la vez una tuberculosis pulmonar abierta. Le señale las posibilidades que teníamos para seguir, sin ocultarla lo serio de la situación, y tras pocas horas de meditación me dijo que no deseaba volver a su país por dos motivos. Primero porque aquí los médicos éramos cariñosos. No me habló de cientifismo o alta tecnología, sino de factores humanos. Y en segundo lugar porque en su país estaban varios grados bajo cero de temperatura. Curiosas razones ¿No?

Le cuento otra. Hace años salí elegido miembro de un tribunal para juzgar plazas de médico. El primer ejercicio consistía en valorar el conocimiento de la Constitución española. Yo me dirigí al presidente y algo altanero le dije que ese ejercicio me parecía absurdo. No el conocer la Carta Magna, que sería bueno que todos los españoles la conociéramos bien, pues en ella se enmarcan nuestros derechos y deberes fundamentales, pero creía que no era un instrumento válido para seleccionar un buen médico. Y llegué más lejos: le pregunté qué pensaría si le diera un infarto y le atendiera un mal cardiólogo pero que se supiera muy bien la Constitución. Él me respondió que esa era la norma, y que tenía dos opciones, o acatarla y quedarme, o irme. A mí se me ocurrió otra opción, que es la que hice: quedarme y acatarla, pero que constara en acta mi desacuerdo. No sé si sirvió de algo, de mucho desde luego no, pues siguieron convocándose plazas. En ellas saberse la Constitución dejó de ser el primer ejercicio, que puntuaba y además era excluyente, pero se mantuvo como una de las pruebas.

Paso a la tercera anécdota. Yo era responsable de un servicio de medicina. Todos los días, a primera hora de la mañana pero en lo que era nuestro horario regular de trabajo, nos reuníamos todos sus médicos para que los que habían estado de guardia el día anterior nos contaran las incidencias habidas, referidas fundamentalmente a los enfermos a nuestro cargo, y después nos distribuíamos todos los enfermos que habían ingresado durante la guardia. Pero ello era imposible porque uno de los médicos llegaba una hora más tarde de lo acordado, lo que impedía, hacía imposible, alcanzar los fines previstos. Yo me dirigí a él para hacerle ver que esa situación era insostenible. El problema al parecer surgía por dificultades familiares. Yo le dije que buscara soluciones y me dijera que en qué tiempo creía que lo arreglaría. El tema llegó a oídos del director del centro, del que era amigo personal, y además compartían carnet del mismo partido político. El director forzó la solución: me prohibió hacer las sesiones. Para mí había primado inadecuadamente un beneficio personal sobre el beneficio colectivo. Pero eso pasó y durante mucho tiempo no hubo sesiones.

Otra anécdota tiene que ver con un milagro que no hice y del que años atrás hablé en este mismo periódico. Ud. me dirá, si no hizo un milagro ¿cuál es la anécdota? Se la cuento rápido. Me ingresó y tuve que atender a una enferma joven que ya habían valorado en otro hospital importante de la comunidad: padecía una parálisis parcial, por daño cerebral. A mí, cuando la exploré, no me ajustaba. Me pareció más un problema psíquico, encuadrable en el campo psiquiátrico, en el de las neurosis. El hecho es que me puse cabezón, y yo mismo la cogía todos los días y a modo de rehabilitación le hacía andar o intentarlo. Y al final gané yo. En muy poco tiempo andaba. A los que nos vieron les parecía totalmente increíble, pero no fue un milagro sino un mal diagnóstico. No había sido una parálisis. Si esto me pasó a mí, imagínese lo que pienso de los milagros que se admiten. ¿Ud. no cree que si un indígena de la Amazonia nos viera comunicar con un móvil, pensaría que es un milagro?.

Le avanzo otra anécdota: En un sanatorio donde atendían monjitas ingresó el hijo de unos buenos amigos, gente seria, sólida, válida y religiosa. El chaval, adolescente y algo rebelde, cuando una de ellas le fue a poner una inyección, tal vez por el dolor o la sorpresa chilló: ¡hostia!, y ahí surgió el drama. La monjita en cuestión le llamó blasfemo y se negó a seguir atendiéndole. La madre lloraba. Yo confieso que no sabía cómo seguir, pero llegó un cirujano excelente que trabajaba allí. Se hizo cargo de la situación. Llamó a la monjita, y al tiempo que daba un buen cachete al chavalón decía: vea, sor, esto es una hostia que le acabo de dar. A este tipo de hostias se refería el joven. Y allí acabó todo. Sin duda hubo una expresión inadecuada, entendible en el adolescente, pero también rigidez mental en la religiosa. Allí el hábil fue el cirujano que encontró la tercera vía.

Y termino con otra anécdota. Años después pasé a dar el alta a una enferma. Le acompañaba su hijo, un señor mayor, con buena presencia, que me requirió que tras el alta los médicos de la unidad de atención a domicilio la siguieran atendiendo en casa. Yo le dije que esa sería la opción deseable por la mayor parte de los ancianos mayores que abandonan el hospital, pero que ningún país, ninguna sanidad, podría costearlo, y yo, como médico de a pie, reservaba ese recurso para casos en que estaba claramente indicado. El señor quedó silencioso un rato. Luego me dijo: tiene Ud. razón y yo debía saberlo. Yo conteste, ¿Ud. saberlo, por qué?». Y él, sin parar, dijo: «Es que he sido conseller de sanidad». De una tacada aumentó mi valoración por la dignidad de algunos políticos.

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