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La sonrisa de los pobres, el refugio de los últimos

Una veintena de marginados sale de la pobreza cada año con la ayuda del centro Acomar

La sonrisa de los pobres, el refugio de los últimos PILAR CORTÉS

«Nadie te prepara para perderlo todo. No hay un cursillo», afirma Daniel con una sonrisa espléndida. Viéndolo moverse en Acomar, la Asociación de la Comunidad de Personas Marginadas, cuesta pensar que en algún momento de su vida haya tenido cara de desesperación. Tampoco cuadra con el estilo de este hombre sencillo que habla con las voluntarias y con los sin techo de la puerta el haber tenido una vida a todo tren con su antigua nómina de 6.000 euros mensuales. Pero así era él antes de entrar en este pequeño local de la calle Francisco Esteban Román de Alicante, donde los dos fundadores de la asociación, Salvador Silva y su mujer, Mercedes León, dirigen a un grupo de 90 voluntarios y a dos trabajadores a tiempo parcial para atender todos los días a unas 70 personas en situación de exclusión social: transeúntes, mendigos, sin techo, alcohólicos, drogodependientes o personas que se prostituyen.

Cuando montaba aerogeneradores en la España del boom, Daniel era un técnico con sus ahorros, su piso y una posición social «óptima». Una «enfermedad grave» le impidió seguir trabajando. «Yo deambulaba por el barrio, vivía aquí al lado, y vi que había gente todas las tardes en la puerta del local con bocadillos. Me dijeron que ahí estaban los drogadictos, los mendigos... Yo me decía "ojalá no me vea así"», recuerda con tono irónico. «Pensé que mi situación sería algo pasajero, pero al final, en un abrir y cerrar de ojos, se dieron vicisitudes que no esperaba y...». Y llegó la carta de desahucio. El banco le dio dos meses para sacar los muebles y salir de la casa. «Me vine con la carta del juzgado y les conté que me quedaba sin casa», explica en el mismo despacho donde Salvador le entrevistó, hace ahora cinco años y medio. La misma noche que entregó las llaves, durmió en una de las habitaciones de hostal que paga Acomar para sus acogidos.

Ahora Daniel puede hablar con claridad de lo que le estaba pasando. «Fue un desahucio interior. No hablaba con nadie, me sentía culpable de mi fracaso. No podía recuperar mi dignidad y mi valentía se vino abajo. Iba a lugares oficiales y me daban algún tipo de ayuda, pero no me escuchaban», recuerda. Salvador asiente, sentado frente a él en la mesa.

Escuchar. Esa es la clave. En una sociedad que hace tiempo que se ha trasladado a los estratos intermedios de la pirámide de Maslow, los incapaces de alcanzar los peldaños iniciales y procurarse cobijo, alimento e higiene se han convertido en fallos incomprensibles del sistema que deben ser dejados en manos de los profesionales de los servicios sociales. En Alicante, donde el trabajo de ayuda social de las instituciones está apoyado por un buen número de organizaciones de beneficencia, no faltan recursos materiales para los marginados, pero muy pocos parecen tener tiempo para ellos.

Escuchar es dar importancia a alguien. A los fundadores de Acomar, llevar veintiséis años llevando tortillas a yonkis, sacando a alcohólicos de grutas y recogiendo a vagabundos de parques y esquinas les ha dado para entender qué necesita en realidad alguien que, aún pudiendo comer gratis, recoger ropa en buen estado y tener apoyo para preparar una búsqueda de trabajo, elige dejarse caer al vacío y abandonarse del todo. «Muchos de lo que llegan aquí tienen un diálogo en la cabeza que no para: "soy un fracasado, soy un marginado, soy un abandonado... Sufren las dos enfermedades más graves que hay; la soledad y la desesperanza», apunta Salvador. «Esa es la lucha de la pobreza, llegar al corazón del pobre y que pueda curar sus heridas. No se puede hacer sólo con dinero; si sólo cubres la necesidad material, te estás quedando a mitad de camino», reflexiona Salvador, quien puso en marcha Acomar en 1990.

Desde hace tiempo, se encarga sobre todo de evaluar y hacer el seguimiento de las 30 personas que la asociación tiene acogidas en régimen de atención integral: alojamiento, alimentación y vestido, seguimiento personal y ayuda en búsqueda de empleo. Primero cubrir la necesidad material y después «buscar la raíz de su pobreza y arrancarla», explica el presidente. Salvador habla con pasión y sencillez. Un mensaje franciscano con la fuerza de una copla. «Aquí no hay prisa, no hay tiempo. Tenemos gente que se queda con nosotros un año, y gente que lleva doce».

Ángela le mira desde atrás, en la segunda mesa del despacho. Es la única de esta organización con 90 voluntarios que está contratada, junto con Jesús, que hace la función de vigilancia y portería. Traduce al lenguaje del Trabajo Social las palabras de Salvador. «Aquí se habla todos los días con ellos, así la gente se va abriendo poco a poco. En una primera entrevista no van a contar todo sobre su situación». Así, son los usuarios quienes deciden cuándo contar que no tienen ningún sitio donde ducharse, que quieren dejar de beber, o que «llevan un año y medio sin comer caliente», como recuerda Ángela. En otros lugares, sus compañeras de profesión tienen «media hora para sacar toda la información posible».

También saben que sólo la ayuda espiritual, la cura del alma psicológica, no basta. Como explica José, un usuario que llegó hace un año, «cuando estás en la calle no tienes forma de solucionar tus problemas». Por ello, esta asociación divide la ayuda en dos tipos: la «atención» y la «acogida». Los atendidos son personas como las que Daniel veía cada tarde en la puerta del local. Reciben una bolsa de comida y alguna ayuda puntual. Sólo entregan su DNI o documento similar para que Acomar les conozca.

La otra parte, el grupo de acogidos, está formado por gente como Daniel. Reciben la ayuda integral de Acomar, incluido un alojamiento estable en habitaciones de pensión o en pisos compartidos, que pagan los fondos de la asociación. A cambio, les piden «que adquieran el compromiso de querer salir adelante», en palabras de Salvador. Cuando un acogido deja sitio libre porque está recuperado -o decide que Acomar no es para él-, un atendido ocupa su lugar. Cada año, 20 personas salen de la asociación. Sólo cuatro lo hacen porque abandonan el proceso.

Eduardo Almansa, un voluntario que dirigía un equipo de comerciales antes de jubilarse, es el vicepresidente de la asociación y el encargado de los números y las estadísticas. Cuenta que la mitad de los acogidos, como el argentino montador de molinos de 62 años, está marcado además de por la pobreza por una enfermedad crónica. La otra mitad, por la dependencia del alcohol o a alguna otra droga. Sólo «cinco de ellos tienen una paga».

Medio centenar de personas se arremolina ya en la puerta del local. Jesús les recibe, cada tarde desde hace seis años. «Nunca pasa nada, pero es mucha gente, todo el mundo quiere algo o hablar con ellos y hay que poner un poco de orden», cuenta enfundado en un abrigo largo.

Aparece Mercedes acompañada por dos mujeres de mediana edad y un chico adolescente, todos voluntarios. Llevan las bolsas de comida del día. Sale a la puerta y empieza a recoger los carnets. Hombres de entre cuarenta y cincuenta años en su mayoría, algunas mujeres, algún joven. Nombres españoles y extranjeros. En total, 52 documentos que se corresponderán con la entrega de otras tantas bolsas.

Seguramente, contengan los mejores bocadillos de toda la beneficencia de Alicante. La sonrisa discreta de Mercedes cuando se le pregunta cómo hacen para tener siempre pan del día sugiere que en 26 años han hecho voluntarios en todas partes. «Un chico que trabajaba con nosotros recoge el pan que sobra y la bollería del día anterior de varias panaderías y nosotros la repartimos», cuenta en la pequeña cocina donde los ayudantes en Acomar están envolviendo decenas de porciones de coca de mollitas en film transparente. Magdalenas, un bocadillo, una lata de conservas y un trozo de pan, todavía congelado porque viene de las sobras de otros días, completan la bolsa con la que tendrán comida para por lo menos las próximas 24 horas.

Calientan también la comida de los acogidos. Cenan juntos todos los días en el humilde salón central.

Panaderías, pollerías, colegios y empresas de toda la provincia contribuyen con Acomar desde hace lustros: con donaciones monetarias o en especie. La campaña de Navidad ha sido generosa, cuentan, y las reservas de comida no perecedera «nos durarán seguramente hasta junio», apunta una voluntaria.

Más cuesta mantener la cantidad de bienes del ropero. Es más fácil encontrar zumos y latas en las donaciones que cuchillas de afeitar o compresas, por lo que parte del presupuesto mensual de la asociación se va en reponer estos útiles desechables. Cada miércoles, los acogidos pasan al pasillo y con la ayuda de un voluntario, reciben un kit de aseo: una cuchilla, un bote de agua rellenado con gel de ducha y una bolsita con detergente de lavadora. También eligen las prendas que les hacen falta. Algunos buscan camisas, jerseys y ropa más arreglada: Este año pasado, cuenta Eduardo, 61 de ellos han preparado currículums para repartir en sus rutas matutinas en busca de empleo.

Gregorio lo hace cada mañana. Con 60 años, conserva la esperanza de volver a su sector. Mantiene muy a raya un problema con el alcohol que se convirtió en muy grave hace 15 años. Camarero de profesión, la proximidad en el bar con la bebida no le ayudó a dejar su adicción y terminó perdiendo el trabajo. «Buscaba ayuda, buscaba recuperarme y encontrar de nuevo un trabajo. Estuve buscando un sitio como este durante mucho tiempo», cuenta este acogido en Acomar desde hace cinco años. Un lugar donde estar hasta que dejara de temblarle el pulso y pudiera volver a coger una bandeja. Explica que deambuló desde Sevilla a Málaga, a Granada y de ahí a Alicante. Acabó en una cueva del monte Benacantil con otros sin techo cuando decidió oír el consejo de otros compañeros y bajar a Acomar.

«Yo quería un sitio así. Ya solamente tener donde dormir es mucho; ahora me tomo una pastilla, no salgo de casa y no me acuerdo del alcohol. Antes me lo encontraba en todas partes, hasta en el castillo», cuenta Gregorio, que como José y Daniel, ha accedido a contar su historia. Gregorio asegura que esta asociación es «la familia que nunca he tenido».

Daniel asiente. «Yo tenía un vacío profundo. Aquí pude empezar a aprender de mi persona, desde el principio, como un abecedario. Estoy feliz, rescatado», cuenta sonriendo de nuevo. Para Salvador, pocas cosas hay más elocuentes que la sonrisa de alguien que ha sido marginado.

Desde fuera, Acomar sólo es algo parecido a un grupo parroquial repartiendo bocadillos a los pobres. Pero tras una visita al interior de esta asociación de inspiración católica y acción social, se comprueba que el bocadillo es sólo la primera miga de pan que los voluntarios de Acomar colocan en el camino de los marginados. Al día siguiente, si quieren, encontrarán otra más. Todos los días del año a la misma hora habrá alguien esperándoles, ofreciéndoles como mínimo algo de comer bajo ese umbral. Un día habrá sitio dentro y alguien le preguntará: «¿Quieres intentar salir de la pobreza?».

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